Izquierda europea: renovarse o morir

Las experiencias paralelas de los Gobiernos de Valls, en Francia, y de Renzi, en Italia, nos llevan a interrogarnos sobre la capacidad de la izquierda para gobernar. O peor aún: en el caso de la izquierda francesa, habría que interrogarse sobre su capacidad para demostrar que puede seguir siendo una fuerza de alternancia. Después de todo, la izquierda puede desaparecer, como demuestra el destino de los laboristas en Israel, donde prácticamente no se les ve en la escena pública y donde las batallas políticas tienen lugar ahora entre la derecha y la extrema derecha, lo que ocurrirá durante largos y duros años.

En efecto: en la actualidad, la tarea de gobernar implica no solo asumir el riesgo de impopularidad que conlleva toda gestión en periodos de crisis, sino también afrontar el peligro que representa la confrontación cotidiana con la necesidad de revisar la propia doctrina. Pues en ningún momento, salvo a través de los trabajos de algunos think tanks —especialmente Policy Network, el think tank de los laboristas británicos—, esta doctrina ha sido adaptada, pensada o confrontada con las exigencias de nuestro tiempo. Tanto es así que a la mayor parte de los grupos de izquierda europeos la globalización los cogió a contrapié, y sobre todo la fragmentación resultante de las clases medias.

La izquierda está obligada a inventar sobre la marcha y choca con fuertes resistencias, casi siempre en nombre de dogmas perdidos, caducos, por más que parezcan tranquilizadores. Tanto en Francia como en Italia existe la misma amenaza de escisión: por parte de los contestatarios de Martine Aubry, que denuncian una “traición”, al unísono con la extrema izquierda, el Partido Comunista y los Verdes; y en Italia, por parte de aquellos que amenazan con separarse de la mayoría del Partido Demócrata para agruparse contra el primer ministro.

No se trata de proclamar aquí que todo iría mejor si los Gobiernos tuvieran las manos libres: las dificultades son reales para millones de personas, empezando por aquellas y aquellos que son víctimas de la mayor de las injusticias, a saber, el acceso al mercado laboral. Se trata más bien de constatar que con la crisis financiera hemos sido víctimas de las derivas de un capitalismo financiero no regulado. Nunca, desde el fin de la II Guerra Mundial, los daños causados por estas derivas habían sido tan fuertes y patentes.

El terreno era propicio; estaba abonado para un retorno de las ideas de izquierda, de la izquierda clásica, la que pone siempre por delante la lucha contra las desigualdades. Sin embargo, se produjo lo contrario: en Estados Unidos, el ascenso de los Tea Parties provocó una radicalización —paralizante para el presidente Obama— de la derecha clásica, encarnada en el Partido Republicano. Esto en un país en el que, no obstante, las desigualdades vuelven a ser vertiginosas: según el economista francés Thomas Piketty, son similares a lo que fueron a finales del siglo XIX y principios del XX. Y en Europa estamos confrontados a una ola populista y de extrema derecha, con los inevitables brotes nacionalistas —cuya punta de lanza es actualmente Rusia— allá donde esas mortíferas ideologías están manos a la obra.

Precisamente, estos brotes extremistas conducen inevitablemente a las tentaciones antidemocráticas, que no se pueden separar de la fragmentación de las clases medias. Estas son el soporte de la democracia representativa. Y hasta ahora habían sido bien representadas por la izquierda. Sin embargo, estas clases medias, desorientadas, como antaño la clase obrera, creen poder defenderse a través de un repliegue corporativista y conservador, alimentado por el miedo a la proletarización. Todo ello en unas sociedades convertidas al individualismo que, por tanto, ignoran cada vez más el sentido de la palabra solidaridad. La izquierda europea debe renovar imperativamente su análisis de la evolución de la sociedad y adaptar su objetivo de siempre —la justicia social— a los obstáculos y realidades de este comienzo de siglo.

Podemos analizar aquí por separado el caso de la izquierda francesa, que sufre este retraso de adaptación más que ninguna otra. Es una paradoja porque, tras su primera experiencia de poder durante la era Mitterrand, parecía haberse convertido a una cultura de gobierno. Fue el “giro del rigor” —eran días de verdadera austeridad— de 1982-1983. Entonces se trataba ni más ni menos que de la aceptación de la economía de mercado. Ahora bien, esa cultura se ha perdido progresivamente. La culpa puede atribuirse a los años Jospin. No porque este introdujera la semana de 35 horas, sino porque rechazó explícitamente todo aggiornamento. Lionel Jospin, a la sazón primer ministro, fue invitado a suscribir un manifiesto elaborado por Tony Blair y Gerhard Schröder, primer ministro y canciller, respectivamente. Jospin adoptó la pose de la izquierda ofendida y decretó que aquel texto era “ultraliberal”...

Los socialistas de hoy aún no se han curado de ese rechazo y consideran, por ejemplo, que el enfoque de Valls es “de derechas”. Fijémonos en Angela Merkel: ¿qué hace sino administrar plácidamente la herencia de un canciller socialdemócrata? A la izquierda francesa le será difícil y le llevará tiempo superar este handicap que se ha infligido a sí misma, a riesgo de verse apartada, durante las próximas elecciones presidenciales, de toda perspectiva de poder y durante mucho tiempo.

Jean-Marie Colombani, periodista y escritor, fue director de Le Monde. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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