Izquierda y derecha

Hubo un tiempo en el que se oía: «Si alguien dice que no existe diferencia entre la izquierda y la derecha, es de derechas». Hoy, en cambio, quien lo dice es la izquierda. La extrema izquierda especialmente. Oigan a Podemos. No por casualidad, sino por razones muy fundadas, aunque inconfesables. En el primer caso, teníamos una derecha a la defensiva, avergonzada de los muchos pecados que el capitalismo había cometido y de las dictaduras que había patrocinado. Mientras que la izquierda, que prácticamente no había gobernado en ninguna parte, aparecía envuelta en el halo de su programa idílico, a caballo de consignas sublimes: «¡Libertad, igualdad, fraternidad!». ¿Quién podía competir con ello? ¿Quién podía prometer más, material y moralmente?

Pese al relativamente poco tiempo transcurrido –en términos históricos–, la perspectiva es hoy muy otra, y las experiencias sobre el ejercicio del poder por parte de la izquierda, tan duras que ya nadie se atreve a hablar del «paraíso del proletariado» y cuentos parecidos. Los paraísos existen sólo en la imaginación humana, junto con fantasías nada recomendables para la propia especie, hasta el punto de poder decirse que la inmensa mayoría de los pretendidos paraísos han acabado en infiernos. A lo único que podemos aspirar es a ir mejorando nuestras condiciones de vida, sin dañar las de los otros y las del propio planeta, que es lo que venimos haciendo mal que bien, desde que nos bajamos de los árboles y empezamos a caminar en un mundo regido por leyes naturales no siempre benevolentes, como advierten las catástrofes que sobrevienen por doquier, en ese largo camino de la Humanidad que llamamos progreso. Y en esa trayectoria, la derecha, mucho más pegada a la tierra, dispone de instrumentos más eficaces, aunque la izquierda se haya arrogado la «razón moral», territorio reservado en un principio a las religiones. Una antorcha que la izquierda empuñó y en lo que puede estar la inquina que les tiene, lo que no le impide reclamar a Jesús como «izquierdista», como acaba de hacer Podemos. Menos aún puede alardear de «superioridad moral», visto en lo que han devenido sus paraísos terrenales. Que intente hoy borrar fronteras entre derecha e izquierda, que se olvide de sus viejos nombres –el de «comunismo» a la cabeza– y se busque otros nuevos más o menos impactantes no debe extrañar. En ese sentido, es tanto o más hipócrita que la derecha.

Nada de ello impide que la proposición con que empezábamos este artículo sea falsa. Lo niegue la derecha o lo niegue la izquierda, existe una diferencia entre derecha e izquierda. Diferencia que trasciende de la política y entra en el carácter del individuo. No me atrevo a decir si se debe a la herencia, a la educación o a la clase social, aunque todo ello influye, como advirtió el propio Marx: «Lo que somos decide lo que pensamos». Algo que no impide que haya ricos de izquierdas y pobres de derechas, si bien la mayoría se atiene a su estamento. Pero la tendencia es algo muy personal, puede tener incluso raíces psicológicas y suele mantenerse a lo largo de toda la vida. Ahora bien, lo que ha cambiado es la actitud de la izquierda desde que apareció en el escenario político, con la llegada de la democracia parlamentaria. Si en un principio fue optimista, internacional, con fe en el hombre, amante de la técnica y enemiga de todo tipo de tradiciones, hoy es pesimista, nacionalista, ecologista y, por tanto, recelosa de las novedades y de la industrialización, que antes idolatraba. Mientras que la derecha se ha convertido en abanderada del internacionalismo, de la globalización, de la explotación al máximo de las riquezas naturales. Como si hubieran intercambiado sus papeles, la izquierda actual busca dañar lo menos posible a la naturaleza, retornar a formas de vida más simples, a estructuras sociales más tradicionales, como la región, la ciudad, el municipio, incluso el pueblo, de ahí el auge que están teniendo los partidos locales. Se diría que la izquierda se ha hecho conservadora en el sentido más antiguo de la palabra, mientras que la derecha se ha hecho progresista en su acepción de avance en todos los terrenos sin importar el coste.

Pienso que una y otra se han visto obligadas a este giro copernicano por la propia dinámica de los acontecimientos. La derecha, más pegada al suelo, se dio cuenta de que aferrarse al pasado iba a condenarla a la inoperancia al acelerar la historia la revolución industrial, y apostó por ella, mientras una izquierda lastrada por los experimentos del «socialismo real», o comunismo, creaba un híbrido, la socialdemocracia, que renunciaba a la nacionalización del sector productivo y a la planificación estatal, para aceptar la empresa privada y el libre mercado, a los que venía considerando auténticos estigmas. Pero se trataba de ser o no ser, pues la puesta en práctica de sus planes sólo produjo miseria, estancamiento y retraso. Más grave fue la pérdida de otro de sus grandes mitos: la igualdad de todos los ciudadanos. Siendo estos por naturaleza desiguales, no tuvo más remedio que imponer el igualamiento a la fuerza, con lo que el «paraíso del proletariado» se convirtió en dictadura de un proletariado bajo la férula de la clase dirigente. Es por lo que, hoy, el socialismo a lo más que puede aspirar es a repartir mejor las ganancias obtenidas por el capitalismo.

Ello no impide, sin embargo, que la izquierda pura y dura se mantenga en su trinchera original, eso sí, enmascarada en movimientos populistas, que aprovechan las crisis consustanciales al capitalismo, la escasa memoria de los pueblos y la indignación que trae consigo la pérdida de estatus, para resurgir con más o menos empuje, como ha ocurrido en Grecia y está ocurriendo en España. Lo que no altera la naturaleza de ambas formaciones ni sus resultados efectivos: no hay solución fácil de los problemas difíciles, no se puede gastar más de lo que se produce y no existe una forma perfecta de gobierno, al ser los hombres imperfectos, existiendo sólo la «menos mala», que ya saben ustedes cuál es. Lo que no impedirá que, mientras el mundo exista, sigan existiendo hombres y mujeres de izquierdas y de derechas.

De ahí que la mejor definición de ambas formaciones fue la que formuló Sebastian Haffner: «El hombre tiene dos manos, una derecha y una izquierda. La derecha es la de trabajar, la de comer, la de agarrar, la de golpear. Para resumir: la encargada de la actividad, fuerza y habilidad. La práctica. Mientras que la izquierda podríamos decir que es la mano teórica, menos ocupada y menos hábil, y que, si se pierde, es un mal menor. Pero prescindible, desde luego, tampoco es. En caso de necesidad, puede y debe sustituir a la derecha. Y, sobre todo, se necesita siempre como contrapeso».

Sospecho que no gustará a la izquierda, que se ve como motor de la historia, no como simple contrapeso de la misma. Pero su estudio nos advierte que ha sido más moderadora o correctora del curso tomado por la derecha que capitana de la travesía. Eso, en el mejor de los casos, pues en el peor su pilotaje ha sido un desastre.

En España tendremos pronto ocasión de ratificarlo o rectificarlo.

José María Carrascal, periodista.

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