Como advertí en la tribuna postrera a las elecciones del 23-J, el PP y Vox perdieron los comicios porque en España hubo un plebiscito moral sobre si era conveniente que gobernara la extrema derecha. Aquel domingo muchos fueron a dormir más tranquilos porque la gobernabilidad del país dependería de nuevo del nacionalismo periférico de izquierdas, lo que al parecer incluía a Junts y Puigdemont, grandes maestros de lo que el historiador norteamericano Richard Hofstadter llamaba «estilo político paranoico». Digo esto porque, según ha informado este periódico, el acuerdo con el PSOE incluye formar una comisión de investigación parlamentaria para hacer de los atentados islamistas de 2017 en Barcelona y Cambrils un circo mediático-político. Esto lo han aceptado aquellos que han sufrido y denunciado durante años las dinámicas conspirativas del atentado terrorista del 11 de marzo de 2004.
La constitución del Congreso, la institución central de la democracia española, ha traído como primer dato incontrovertible que su Presidencia volverá por los mismos derroteros de siempre: el partidismo. Desde que Gregorio Peces-Barba se autodeclarara diputado que no votaba, la tercera autoridad del Estado no ha hecho sino perder prestigio a raudales, conformándose como un órgano ejecutor de los deseos de la mayoría parlamentaria que lo ha designado. Resulta dudoso que Francina Armengol conozca mínimamente las reglas políticas de la Constitución en lo relativo a su papel en la investidura o que sea capaz de sacar a la institución de la función protocolaria a la que sus sucesivos integrantes la han abocado. El precedente de Meritxell Batet y su primera decisión en torno al uso de las lenguas cooficiales auguran, como diré a continuación, una legislatura más polarizada y dividida. Ya es decir.
Antes que nada habrá que conformar los grupos parlamentarios. ERC y Junts han acordado con el PSOE formar grupo propio pese a que no cumplen los requisitos que establece el Reglamento del Congreso. La formación de un grupo tiene pingües beneficios económicos y dota de una gran visibilidad política a los partidos. Las formaciones citadas ni tienen 15 diputados, ni siquiera alcanzan el 15% en las circunscripciones donde se han presentado, pese a haber obtenido los cinco diputados que el Reglamento exige en tal supuesto para conformar grupo propio. No obstante, tendremos el préstamo de diputados, práctica fraudulenta que comenzó en la III Legislatura en el Senado, no solo porque así lo querrán la presidenta y la Mesa del Congreso, sino porque el Tribunal Constitucional (TC) la avaló en 2017 en contra de la filosofía de fondo que inspira la funcionalidad del grupo: evitar la fragmentación de la Cámara y ayudar a concordar el momento electoral y el momento parlamentario.
La segunda pata del acuerdo de la constitución de las Cortes parece ser el impulso de las lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. El Senado ya prevé el uso de tales lenguas en las mociones, aunque no en el debate de las iniciativas legislativas, ni en pleno ni en comisión y tampoco en las sesiones de control al Gobierno. Poner un pinganillo a los diputados para que puedan entender a los intervinientes vascos, catalanes y gallegos en la actividad de una institución tan decisiva para la opinión pública como el Congreso es una de las grandes aspiraciones de parte de la actual mayoría plurinacional. A bote pronto y, aunque ya tendremos bastante tiempo para afrontarla más reflexivamente, la iniciativa tiene un problema jurídico y un riesgo político que merecen la pena ser destacados.
Por un lado, o mucho me equivoco o no existe fundamento constitucional claro para que las instituciones comunes adopten lenguas regionales en su régimen de funcionamiento interno y externo. Las lenguas cooficiales lo son en los territorios donde los estatutos de autonomía así lo han dispuesto. España no es Suiza ni Bélgica y, por el contrario, tiene una lengua común que es oficial para el Estado (y sus órganos). Así lo dispone el artículo 3.1 de la Constitución Española (CE) y así lo dejó más o menos claro el TC en la sentencia 31/2010. Por otro lado, la eventualidad de comunicarse a partir de traductores, sobre todo si los diputados nacionalistas vascos vienen más animosos con el uso de la lengua propia que en el Parlamento autonómico, empobrecerá aún más los debates parlamentarios, donde el matiz, la ironía y la claridad son absolutamente necesarios. Nadie lo notará porque en las Cortes Generales ya no se habla con veracidad, sino que se leen intervenciones preparadas para el minuto de oro en los telediarios o en las redes sociales. Lo que no se lee es absolutamente prescindible.
Como ya he dicho, la forma en la que la presidenta Armengol ha abordado el asunto resulta premonitorio de lo que será la legislatura, si esta echa a andar finalmente con la investidura. Permitir que los diputados puedan utilizar las lenguas propias en su primer discurso, haciendo un uso unilateral y personal de las facultades interpretativas que confiere el Reglamento del Congreso, supone desconocer que solo una reforma del propio Reglamento puede satisfacer los derechos de hablantes y escuchantes que ejercen el trascendental derecho de participación política en la Cámara. Pero también está en juego la garantía del Estado de derecho y la dimensión mínimamente consensual que se presume de una Monarquía parlamentaria. El modelo que pusimos en marcha en 1978 en España pretendió salir -como otras democracias europeas- al paso del debate que Kelsen y Schmitt tuvieron hace casi un siglo: únicamente el compromiso, el diálogo y el acuerdo entre partidos puede hacer perdurar no solo el sistema político, sino la propia Constitución.
Durante estas semanas, algunos fantasearon con que el PP podría convencer al PNV y Coalición Canaria para armar una mayoría bajo la sombra inerte de Vox. Esa fantasía demuestra hasta qué punto la derecha que lidera Feijóo está completamente desorientada, así como la incapacidad de análisis de una parte estimable de la opinión pública, que lamentablemente sigue en su propia cámara de eco madrileña. Otros, más voluntaristas, han venido reclamando una gran coalición entre los dos grandes partidos para afrontar los retos comunes y rectificar los problemas ya estructurales que afectan al Estado desde el punto de vista de la eficacia administrativa y la seguridad jurídica. La mayoría de la moción de censura volverá, probablemente, a revalidar Gobierno a través de una coalición que culminará lo que ya pueden ser calificadas como las bodas de oro entre la izquierda y el nacionalismo periférico. No hay ni habrá, de momento, lugar para más consenso que el plurinacional.
La verdad es que uno puede cavilar mucho sobre cómo es posible que la pretendida socialdemocracia se eche en manos, de una forma tan grosera y sin contrapartidas de lealtad, de nacionalismos periféricos que a veces muestran perfiles ultras. Supongo que, seguramente, entran en juego factores históricos y emocionales: la Guerra Civil nuestra de cada día. Pero no soy un experto en psicología política. Quizá, simplemente, estemos ante la lógica aplastante del poder y de la vieja fascinación por la ingeniería social, de una entente en apariencia sólida que incorpora un relato que tiene en común el cuestionamiento de la nación española. Ante una ley de amnistía, que abre un proceso destituyente, es importante dejar algunas cosas claras para los que van sin frenos, apoyados en el decisionismo y la lógica mayoritaria importados del procés: el poder es una cosa distinta a la democracia. El primero busca el dominio; la segunda, la integración. Bien es sabido que para integrar hace falta reconocer y pactar con la pluralidad, pero ello no puede convertir en regla un consenso gubernamental articulado con partidos minoritarios que discuten sin matices lo que queda del consenso constitucional. Creo que es muy poco, pero ojalá me equivoque en este análisis intempestivo.
Josu de Miguel es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Cantabria.