Izquierda y separatismo: las 4 trampas de una alianza contra natura

Izquierda y separatismo

Hace algunas semanas Alfonso Guerra recordaba algo bastante obvio: que ser nacionalista y ser de izquierdas es incompatible. Ya en diciembre de 2014, Jürgen Habermas, reputado filósofo y faro intelectual de la izquierda europea, había equiparado a los nacionalismos de Cataluña, Escocia y Flandes con el movimiento del Frente Nacional francés de Marine Le Pen. Sin embargo, el separatismo catalán (asesorado por consultores de ficha elevada) ha logrado crear un relato exitoso tanto en España como en Europa que presenta a Cataluña como una nación de larga historia (más que España), injustamente oprimida, de autogobierno muy limitado, víctima del gobierno español dictatorial y ladrón (“España nos roba”). Un discurso basado en falsedades, pero que ha logrado convencer a muchos.

De hecho, gran parte de la izquierda se ha venido mostrando muy comprensiva y complaciente con el fenómeno nacionalista, con una sola condición: que no sea español. Francisco Frutos, exsecretario general del PCE y catalán, denunciaba recientemente que “Podemos ha sido el palanganero del independentismo en Cataluña”. Y en términos más generales la izquierda no ha tenido problemas para gobernar con la derecha nacionalista catalana o vasca, aunque sí y mucho con la derecha que representaría el PP. Y eso que la nacionalista sería en principio doblemente reaccionaria al proteger no solo a las élites económicas sino a los territorios más ricos, provocando así una doble desigualdad.

Del mismo modo, mientras se alentaba una determinada memoria histórica, se olvidaba la colaboración del PNV con el nazismo y el fascismo italianos, o que el nacionalismo vasco y catalán traicionaran al Frente Popular durante la Guerra Civil a pesar de que éste había indultado a Companys y sus cómplices y restablecido la autonomía catalana en 1936.

El secreto de esta colaboración entre especies opuestas vendría de cuatro trampas conceptuales que el separatismo ha sembrado para que la izquierda pique el anzuelo; y vaya si ha picado. La primera trampa es la del “derecho a decidir”. Se trata de un mero truco de hábil trilero utilizado por el separatismo para esconder el concepto “autodeterminación” que causaba más rechazo. Nunca han creído en ello. Es un mero instrumento para ampliar su base social o de complicidad.

Mientras se hablaba de participación y derechos, se ponían en marcha estrategias para forzar al no-nacionalista a elegir entre adaptación o exilio, reduciendo así el número de discrepantes. Nunca ha habido la más mínima intención del separatismo de aceptar un resultado democrático adverso. Llegado el caso se cuestionarían los resultados o se propondría repetirlo hasta conseguir cambiarlo. Hay pruebas de ello: la reacción frente al ilegal referéndum del 1 de octubre, lleno de irregularidades, cuyos resultados no han sido reconocidos por ningún observador internacional; o la reacción ante las últimas elecciones autonómicas, planteadas por ellos mismos como plebiscitarias, que perdieron por número de votos. Pero es que además el derecho a decidir lo reclaman los territorios más ricos. Sería como si la izquierda apoyara que las empresas del IBEX 35 decidieran en referéndum sus propias reglas, cuántos impuestos van a pagar ellos y cuántos deben pagar el resto.

La segunda trampa es una visión mágica y sesgada del diálogo: el “conflicto” (que ellos mismos han creado) se resolvería negociando un nuevo pacto, y si este no se logra sería culpa exclusivamente de la derecha española. En realidad, diálogo ha habido siempre, comenzó durante la Transición, y nadie puede acusar ni a la derecha ni a la izquierda de entonces de falta de cintura política o flexibilidad. Al contrario, el resultado fue uno de los Estados más descentralizados del mundo, ampliado año a año vía negociación de Presupuestos o pacto de investidura. Lo que se ha dado es una violación y una deslealtad a ese pacto constitucional por parte del nacionalismo.

De llegar a un nuevo pacto permanente con el Estado (incluso admitiendo el cupo catalán), los separatistas se arriesgarían a perder lo único que en realidad les importa; el poder. El votante nacionalista empezaría a exigirles responsabilidades de su gestión (no valdría ya acudir al chivo expiatorio de "la culpa es de Madrid") e incluso podría elegir otras opciones no nacionalistas que plantearan mejores fórmulas para mejorar su calidad de vida.

La tercera trampa-ficción es asumir que apoyando el separatismo se defienden derechos humanos y sociales. Es todo lo contrario, el separatismo conculca diariamente los derechos de la gente que no piensa como ellos. Una izquierda anti-sistema y anti-casta en el resto de España apoya al sistema y a la casta separatista, la más nepotista, corrupta (ningún otro lugar de España ha estado 23 años bajo el gobierno de una familia corrupta, como la de los Pujol, aparte de las otras sagas del 3%) y despótica de todas, cuyo objetivo es simplemente mantenerse en el poder ad eternum, sin alternancia.

Una fracción muy amplia de la izquierda está apoyando un sistema xenófobo y supremacista, que opera como una verdadera religión laica, con un control férreo de la sociedad, desde la escuela hasta los medios de comunicación, con medios de manipulación social propios de las épocas más oscuras de Europa y no de un sistema democrático.

Romper un país con 500 años no es un proceso sencillo, amable y sin costes. ¿Quién lleva sonriendo en Cataluña los últimos años? Solo una parte y no precisamente los más desfavorecidos. No los miles de ciudadanos que hacen periódicamente las maletas porque no aguantan más, no los niños a los que se prohíbe hablar castellano incluso en el patio, no los comerciantes a los que se priva de rotular en castellano, no los que reciben insultos por no ser o pensar en clave nacionalista, no los condenados al silencio para poder sobrevivir.

De todas las regiones de Europa con lengua propia solo Cataluña excluye totalmente a la lengua del Estado como lengua vehicular del sistema educativo. ¿Consecuencias? Unos resultados educativos pésimos, de acuerdo a la evaluación PISA, y el deterioro de un instrumento cultural-económico de enorme importancia: la segunda lengua más hablada del mundo. Y todo esto afecta más negativamente a los más desfavorecidos.

La cuarta trampa, asumida más recientemente, es aceptar la engañosa tesis de que España no es un régimen democrático de derecho en el que impere la separación de poderes, sino una especie de régimen postfranquista, donde el Gobierno nacional actúa con violencia y sin respeto de los derechos fundamentales.

El apoyo a esta tesis es muy grave, no sólo por su radical falsedad, sino también porque sirve para blanquear la estrategia impulsada desde las instituciones separatistas que persigue desacreditar internacionalmente a España para facilitar espuriamente el acceso a la independencia siguiendo la llamada vía Kosovo. Una estrategia organizada, sistemática y violenta -la violencia no es sólo cometer delitos de sangre- para imponer la voluntad de una minoría sobre una mayoría silenciada, causando graves daños psicológicos, morales, económicos y sociales. Acciones que, de consumarse del todo, podrían ser encuadradas sin demasiado esfuerzo entre los crímenes contra la humanidad. De hecho, la izquierda española no tiene muchas dificultades en identificar a movimientos de corte parecido en Italia (la Lega Norte), como ultraderecha xenófoba. Se ve que se asume que España sigue siendo diferente.

Y mientras la izquierda, más aún en Cataluña, anda enredada en esas trampas y contradicciones internas, el separatismo impone su propia agenda (más privilegios para los territorios ricos y romper el país) sobre la protección de la igualdad y de los desfavorecidos o la garantía del sistema de prestaciones públicas, que pasan a un segundo plano. De esta manera se pone en peligro la supervivencia del Estado de bienestar y de todas las demás políticas de solidaridad.

Solo cabe esperar que estemos todavía a tiempo de que el encantamiento se rompa, y la izquierda despierte de la pócima que ha ingerido. Porque España necesita a una izquierda, pero una de verdad, que tenga el coraje y la honestidad intelectual de defender auténticamente la igualdad y el equilibrio entre territorios, y a las verdaderas víctimas del proceso, en lugar de servir de felpudo a los pirómanos que han provocado el fuego.

Alberto G. Ibáñez y Ramón Marcos Allo son los coordinadores del libro colectivo 'A favor de España: el coste de la ruptura'.

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