Jacobinismo excluyente

En el argumentario de Pedro Sánchez, que desde luego no es un teórico doctrinal –sería ridículo compararlo con Manuel Azaña, ni siquiera con Felipe González–, una frase se repite insistentemente en todos sus mítines y declaraciones: los enemigos del Gobierno forman parte «de la derecha aliada con la ultraderecha». Ahí engloba desde Ciudadanos hasta Vox, incluyendo a los meros opositores intelectuales y de prensa. Todos los que disienten serían poco menos que fascistas. ¿Cree que somos tontos? No, simplemente es consciente de que la actividad política se ha convertido en un terreno abandonado a la simpleza de la mayoría, a su mediocridad, es decir, a la demagogia. Más grave resulta, según leo en recientes informes de prensa, que nuestro prestigioso ministro de Universidades, y catedrático, se haya atrevido a afirmar literalmente lo siguiente: «Si este Gobierno colapsara, que no lo hará, España se desintegraría». ¿No es consciente de que una idea de este género estuvo en el origen del fracaso de la II República?

Jacobinismo excluyenteSe ha señalado en más de una ocasión que uno de los defectos originales de los republicanos de 1931 derivó de su adscripción ideológica, también temperamental, a los postulados del jacobinismo. Todos sus oponentes serían unos fanáticos, partidarios de la más negra reacción. Nadie ha sabido describirlo con mayor perfección que Hugh Thomas al referirse al estilo personal de los miembros del Gobierno del Frente Popular: «En junio de 1936 un inquieto grupo de liberales de clase media y de edad madura ocupaba el banco azul, frente al hemiciclo de la Cámara de Diputados […] Los hombres de este Gobierno tenían un fanatismo propio no muy típico de los países de mentalidad práctica que ellos deseaban reproducir en España». Y añadía: «En los primeros años de la República, en 1931 y 1932, los ojos de Casares Quiroga [presidente del Gobierno con el Frente Popular] relucían brillantes en su pequeño rostro, ante amigos y enemigos, como los de Saint Just». De hecho, las referencias y los guiños a la Revolución francesa, sobre todo a su vertiente jacobina, fueron constantes en el republicanismo español. Y no hay mejor expresión de ese pensamiento que la idea expresada por Robespierre en su discurso Sobre el Gobierno representativo, de 10 de mayo de 1793: «El dominio del pueblo es de un día mientras que el de los tiranos dura siglos». Para evitar el triunfo de la reacción, sería preciso establecer que «no puede haber libertad para los enemigos de la libertad». Hasta los girondinos, entonces, se convertían en sospechosos destinados a la guillotina.

Desde un punto de vista sociológico resulta de una enorme expresividad la descripción que Pierre Bessand-Massenet realiza de los jacobinos: «Su comportamiento reflejaría un germen de intolerancia, propio de la naturaleza de ciertos individuos, una voluntad de dominación y de inquisición moral tanto como política, una suerte de inflexibilidad humana elevada al rango de virtud…». Efectivamente, el jacobinismo se presenta como una dictadura de la Virtud, por tanto, se convence de que está destinado a cumplir una misión nacional-patriótica: restaurar la racionalidad, la justicia, incluso la estética, en el mundo. Sería imposible colaborar en forma alguna con los partidarios del ancien régime, habría que borrarlos de la historia. Los republicanos españoles no dudaron en imitarlos. Así, una personalidad de tanto relieve como la de D. Manuel Azaña, en el Coliseo Pardiñas de Madrid, en 1934, excluyó de la posibilidad de gobierno a todos los que no hubieran participado en la proclamación de la II República, los consideraba fuera del sistema. Veamos:

«Una cosa es ingresar en la República y otra cosa es gobernar la República. Para gobernar la República hace falta tener en el Parlamento, puesto que en régimen parlamentario estamos, un número suficiente de diputados que pueda mantener un Gobierno; pero esos diputados tienen que haber salido de las urnas con un signo republicano, con un programa republicano y una bandera republicana, diciendo que son republicanos. Presentarse ante los electores con un programa que no es republicano, disimular las convicciones, por lo menos, salir así electos y, luego, para entrar en el poder, reconocer el régimen, yo digo que es la más sucia operación política que se puede pensar [Aplausos]. No es jugar limpio, ni es para eso para lo que están instituidos la Constitución y el régimen parlamentario. No; no están para eso, porque la Constitución y el Parlamento no están para entregar el régimen a sus propios enemigos de anteayer. Ni eso es la Constitución, ni eso es el Parlamento».

Esas palabras iban dirigidas contra la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). En el ánimo de sus fundadores, se trataba de crear en España un partido demócrata-cristiano, lo que así realizaron en 1933 mediante la unificación de distintos grupúsculos de carácter católico. Para Hugh Thomas, «el carácter anticlerical de la Constitución» significaba que los miembros de la CEDA rechazaban los principios fundacionales del sistema. Lo cierto es, sin embargo, que Gil Robles sostuvo la nota «accidental» de las estructuras políticas, defendiendo la posibilidad de actuar dentro del régimen. De hecho, a la hora del Alzamiento, prestigiosos dirigentes cedistas como Luis Lucía rechazaron el golpe militar. Y personalidades tan claramente demócratas como Giménez Fernández se contaron en sus filas.

No se trataba de un partido marginal. Todo lo contrario. Agrupaba a muy importantes sectores de la clase media española. Así, en las elecciones de 1933 ganadas por la derecha, la CEDA obtuvo 117 escaños y se convirtió en el partido mayoritario en las Cortes. En un régimen parlamentario normalizado, la formación del Gobierno se debería haber encargado a José María Gil Robles. No lo hizo así Alcalá Zamora. Se hubiera considerado una traición inaceptable a la Republica.

De hecho,Azaña advirtió en discurso del 11 de febrero de 1934 que «los elementos de CEDA y los agrarios no tienen títulos políticos para ocupar el poder, aunque tengan números en el Parlamento para sostenerse. Esto no se había dicho aún. ¡Pues ya es hora de decirlo!»

Para los partidos republicanos de izquierda, firmantes del Frente Popular, la derecha monárquica, los agrarios y la CEDA eran auténticos enemigos del régimen. Y contra ellos, al igual que contra los «tiranos», todo era lícito. Lo que explica el rechazo que sufrió la formación de Gobierno en octubre de 1934 por el simple hecho de la entrada de tres miembros de la CEDA, plenamente legitimados para ello. Todas las organizaciones fieles al régimen la consideraron ilícita. Juristas, funcionarios y personalidades independientes mostraron también su escándalo, llegando a dimitir en más de un caso. Lo hicieron, por ejemplo, Álvaro de Albornoz, presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, y Luis de Zulueta, embajador en Berlín.

Para Izquierda Republicana, el partido de Azaña, «el hecho monstruoso de entregar el Gobierno de la República a sus enemigos era una traición y el partido rompía toda solidaridad con las instituciones del régimen y afirmaba su decisión de acudir a todos los medios para defender la República». La Revolución de Asturias, un auténtico golpe subversivo, fue la consecuencia de este ambiente.

En problema es que los fundadores del régimen no aceptaron la convivencia con la derecha conservadora, ya se tratase de la CEDA, Renovación española o los agrarios. El mismo Alcalá Zamora desconfió permanentemente de los dirigentes democristianos, sin darse cuenta de que ningún gobierno, por progresista que se considere, puede despreciar sistemáticamente a la mayoría. Tenía razón Gil Robles, que nunca pudo ser calificado de fascista, cuando (en sesión de Cortes) señalaba: «Desengañaos, Sres. Diputados; una masa considerable de la opinión española que, por lo menos, es la mitad de la Nación, no se resigna implacablemente a desaparecer; yo os lo aseguro».

Un proyecto tan modernizador y atractivo como el republicano fracasó por la intolerancia. Esperemos que los miembros de nuestro actual Gobierno no lleguen al mismo nivel de irresponsabilidad. Lo malo es que al fanatismo de entonces se une una enorme mediocridad. Les manca finezza, como diría Giulio Andreotti.

Plácido Fernández-Viagas Bartolomé es doctor en Ciencias Políticas. Es autor de Palabras de guerra, sobre los debates parlamentarios en la II República, y ha sido coordinador de la obra Los parlamentarios andaluces en la II República.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *