Jair Bolsonaro en el País de las Maravillas

Frente al Palacio de La Moneda, la sede del ejecutivo de Chile, un hombre despliega un cartel contra Jair Bolsonaro. Credit Martín Bernetti/Agence France-Presse — Getty Images
Frente al Palacio de La Moneda, la sede del ejecutivo de Chile, un hombre despliega un cartel contra Jair Bolsonaro. Credit Martín Bernetti/Agence France-Presse — Getty Images

El modo distorsionado en el que Jair Bolsonaro ve a Brasil y a su historia ya es conocido por los brasileños. Ahora, el mundo parece empezar a darse cuenta de que el presidente de la democracia más grande de América Latina vive en una realidad paralela.

Hay un ejemplo ilustrativo del modo en que Bolsonaro ve la historia de Brasil: aunque la mayoría de los brasileños consideramos que el régimen militar que se mantuvo a la fuerza en el poder de 1964 a 1985 fue una cruel dictadura militar que reprimió a la oposición, para el presidente se trata en realidad de un momento en el que unos militares hicieron lo necesario para liberar a Brasil del comunismo. Sus frases sobre ese periodo ya son conocidas: “El error de la dictadura fue torturar y no matar” o “quien busca hueso es un perro”, para referirse a las investigaciones sobre las víctimas del régimen militar.

Ahora que Bolsonaro ha empezado a hacer visitas de Estado y a ser un protagonista del escenario mundial, la perplejidad que genera su visión trastocada de la historia ya no es exclusiva de sus connacionales: el planeta entero, para gran bochorno de los brasileños, es testigo del país de las maravillas en el que parece habitar el mandatario de Brasil.

Más allá de los comentarios racistas, misóginos y homófobos ya ampliamente difundidos, cada vez que Bolsonaro habla fuera de las fronteras brasileñas ha servido para desnudar su profunda falta de preparación en los temas importantes del país que dirige: el sinuoso rumbo económico de Brasil, la recuperación de las tasas de empleo y la reforma del sistema de pensiones y jubilación.

Es en la arena internacional donde se revelan con más claridad dos aspectos alarmantes de Bolsonaro: sus carencias como presidente y también su falta de destreza como actor geopolítico. Sus declaraciones y torpezas fuera de Brasil pueden socavar alianzas internacionales que la diplomacia brasileña había construido durante décadas.

En su primer discurso como presidente, Bolsonaro dijo: “Brasil por encima de todo”, que recuerda al “Estados Unidos primero”, del presidente estadounidense, Donald Trump. La frase, que parece anunciar el rumbo aislacionista de su política internacional, apela al nacionalismo en sus seguidores, pero genera incertidumbres entre sus socios regionales e internacionales. Su amenaza de abandonar el Acuerdo de París —que después matizó y al final no cumplió gracias a presiones internas— hizo ver al gobierno brasileño como errático y poco comprometido con respetar tratados internacionales.

Su lectura sesgada de la historia política se dejó ver durante su primera visita oficial a una nación extranjera: el 19 de marzo se reunió en la Casa Blanca con Donald Trump. A su llegada a Estados Unidos, dijo que Brasil había elegido en las últimas décadas a mandatarios “antiestadounidenses”, mientras que él sería un amigo. Se trata, sin embargo, de un equívoco: Brasil y Estados Unidos han mantenido relaciones cercanas desde hace años. Entre expresidentes como Fernando Henrique Cardoso, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff y sus pares Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama hubo más que visitas, elogios y abrazos efusivos: desde hace décadas, Estados Unidos es el segundo socio comercial de Brasil.

Aun así, Bolsonaro quiere construir una falsa narrativa según la cual “la izquierda”, representada por sus antecesores, alimentó un sentimiento confrontativo hacia Estados Unidos. Y para mostrar esa “nueva” cercanía con el país norteamericano, Bolsonaro hizo concesiones importantes: le entregó a Trump facilidades comerciales, ofreció la eliminación de las visas para sus nacionales en Brasil y en algún momento sugirió estar abierto a que Estados Unidos construya una base militar en suelo brasileño. A cambio, el gobierno de Trump cedió poco o nada en algunas peticiones, como respaldar la incorporación de Brasil a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

El itinerario internacional de Bolsonaro continuó en Chile. En el preámbulo de su visita, el jefe del gabinete de Bolsonaro, Onyx Lorenzoni, alabó las bases macroeconómicas impuestas por Augusto Pinochet durante la dictadura militar. Esa declaración, aunada a elogios que en el pasado Bolsonaro le hizo a Pinochet, generó repulsión en Chile. Organizaciones civiles convocaron una protesta en contra de Bolsonaro e incluso algunos diputados presentaron un proyecto para que fuera declarado persona non grata. “Tengo manifestaciones en contra en cualquier parte del mundo a donde voy. Lo importante es que en mi país tuve una victoria excepcional”, contestó Bolsonaro.

Durante su estancia en Chile, el presidente brasileño parecía estar a sus anchas en su mundo paralelo: un paraíso donde todavía gobernaba Pinochet, con un sistema de jubilación inmejorable —que según el propio Bolsonaro servirá de modelo para su reforma de pensiones— y una sociedad homologada. Pero Bolsonaro pasó por alto que Chile ha cambiado desde el fin de la dictadura hace treinta años. El sistema de pensiones que Pinochet impuso es un fracaso. Tanto es así, que el actual mandatario chileno, Sebastián Piñera, ha prometido modificarlo. Chile es hoy una democracia estable, con una alternancia saludable de poder y que, aunque a un ritmo lento, ha empezado a saldar sus deudas con las mujeres, la comunidad LGBTTI y con las víctimas de la dictadura.

Ni siquiera el presidente Piñera, un político de centro-derecha, ha ensalzado al pinochetismo. En 1988, Piñera votó por el fin de la dictadura en un plebiscito histórico y hoy promueve que se abran procesos judiciales de crímenes cometidos durante el régimen de Pinochet.

La visita oficial más reciente de Bolsonaro fue a Israel, país al que ha dicho admirar por su potencia bélica, por la posición derechista del primer ministro Benjamín Netanyahu y por su lucha contra el “terrorismo”. También, porque Jerusalén es una referencia simbólica para los evangelistas brasileños, que conforman una parte importante de sus seguidores más fervientes.

Una vez más, hay toda una realidad que Bolsonaro se niega a admitir. La sociedad israelí es moderna, diversa y cosmopolita; tiene una de las comunidades LGBTTI más vibrantes del mundo e intelectuales progresistas.

Bolsonaro necesita entender que el discurso incendiario que usó para ganar las elecciones brasileñas no es universal ni funciona en el delicado mundo de las relaciones internacionales. En muchos países, su retórica maniquea y reaccionaria causa rechazo y afecta la reputación de Brasil.

En un mundo en el que existen desafíos globales que atraviesan fronteras (narcotráfico, terrorismo y crisis migratorias y humanitarias) es inadmisible que un presidente opte por una postura aislacionista. Pero si viaja para crear problemas —como en Israel, donde, por presiones de exportadores brasileños, tuvo que revertir su decisión de cambiar la embajada brasileña a Jerusalén— será mejor que se quede en casa.

Sus actuaciones internacionales dejan en el aire una interrogante muy preocupante. Si no sabe comportarse en un mundo en que ningún país es una isla, ¿tendrá condiciones de hacer un buen gobierno?

Sylvia Colombo es corresponsal en América Latina del diario Folha de São Paulo.

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