Japón: crisis en un país estructurado

Desconocemos cómo acabará la historia de los reactores nucleares de Fukushima y cuáles serán sus consecuencias. Los análisis que se hacen son precipitados y todos tenemos la culpa. En la sociedad mediática contemporánea, no solo pedimos información veraz y exhaustiva en tiempo real, sino que exigimos otras dos cosas imposibles: análisis certeros inmediatos de fondo y pronósticos urgentes exactos. Eso, en situaciones de evolución variable como la de Japón, es imposible de atender. Lo máximo que podemos conseguir son previsiones aproximadas de expertos. Pero las recibimos mezcladas con especulaciones insolventes y con propagandas interesadas (en este caso, de los pronucleares y los antinucleares), y nunca lograremos discernir qué son cada una de las voces que nos llegan y a cuáles debemos escuchar.

En cualquier caso, desde el terremoto y el tsunami hemos asistido paradójicamente a una degradación progresiva del conocimiento de lo que ocurre. En los primeros momentos, el Gobierno japonés, anonadado, tuvo mucha voluntad de transparencia. Nadie se atrevía a correr el riesgo de pasar a la historia como responsable personal de una catástrofe empeorada por el secretismo. También influyó otro factor: se constató la gravedad absoluta de lo sucedido, pero inicialmente parecía que se ganaba, que íbamos hacia unas consecuencias malas, pero razonablemente limitadas. Fueron aquellos instantes, recuerden, en que los pronucleares incluso incorporaron el accidente a su lista de argumentos positivos. Decían que en la peor situación (unas centrales ubicadas irresponsablemente cerca de una falla geológica generadora de continuos movimientos sísmicos y al borde de un mar con altas probabilidades de tsunamis), las previsiones de seguridad habían funcionado y las instalaciones seguían en pie.

Ese escenario se completaba con la particular compostura de los japoneses, que tanto nos ha llamado la atención. Tienen un país bien estructurado, con elevado nivel de educación (y con formación específica sobre lo que se debe hacer ante las catástrofes), con un sentido de la disciplina colectiva en las antípodas de nuestra sensibilidad anarquista mediterránea, con el espíritu práctico muy generalizado, con una dosis alta de confianza en su modelo, y con el antecedente de Hiroshima vacunándoles de cuaquier tentación de frivolizar con demagogias de ningún signo las cuestiones de la energía atómica. Por eso los japoneses aceptaron y atendieron en un principio con muy pocas fisuras lo que les decía su Gobierno (ellos tienen claro que, entre otras cosas, lo han elegido precisamente para gobernar con autoridad en este tipo de circunstancias). Por eso, mientras 50 kamikazes luchaban inmersos en la radiactividad de las centrales afectadas para evitar el apocalipsis, Tokio, no muy lejos, intentaba vivir con la máxima normalidad posible aunque todas sus coordenadas fuesen de anormalidad.

La situación ha evolucionado a peor, y no solo en las instalaciones nucleares. Poco a poco se han ido abriendo distancias internas, recelos hacia una posible ocultación de datos, críticas a la forma gubernamental de encarar la situación, aunque sin quebrar esa manera nacional de ser que transmite pocas estridencias. Pero las tensiones son lógicas en una sociedad cuyos miembros ven cómo los extranjeros que pueden irse se van, que los compatriotas privilegiados que pueden alejarse viajan hacia el sur de la isla, y cuando perciben que el resto del mundo, asustado por ellos, adopta en cascada moratorias, órdenes de revisión o cierre de nucleares como las suyas. En ese contexto de cuarteamiento de los ánimos, el tan comentado e inusual mensaje del emperador buscaba precisamente recomponer una absoluta homogeneidad social, pero nadie desconoce su gran antecedente: nada menos que el reconocimiento de la derrota en la segunda guerra mundial. ¿No es lícito pensar que desde el subconsciente del emperador lo que se hizo es una llamada a mantener la dignidad sea cual sea el nivel final de desastre del desenlace, como en el caso de la orquesta del Titanic?

Ya afloran allí de verdad las dudas, las informaciones y las opiniones contradictorias, pero las colas en los aeropuertos y carreteras continúan siendo llamativamente ordenadas. En Chernóbil todo fue caos, desbarajuste y exteriorización de terror, junto a muchas mentiras manifiestas. Aquí las imágenes retratan a gente con cara seria e impasible, y todavía es una incógnita la dimensión de la ocultación. Pero quizá tendremos que convenir que, pese a la diferencia esencial entre la gran imprevisión y la teórica previsión que reflejan ambos casos, Chernóbil y Fukushima se parecen mucho porque responden a una misma cuestión de fondo. Esa cuestión, visible pese a los terremotos, los tsunamis, la ahora poco mencionada posibilidad de atentados terroristas, y los intereses económicos descomunales que la aderezan, es sencilla y se resume en la pregunta de si es compatible el modelo de vida y consumo al que aspiramos con el nivel de seguridad que pretendemos.

Antonio Franco, periodista.

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