Japón: ¿en la buena dirección?

Shinzo Abe, el nuevo primer ministro japonés, ha visitado recientemente Europa en un viaje que ha incluido una novedad histórica: la primera visita de un jefe de Gobierno japonés a la sede de la OTAN. Tal acercamiento entre Japón y la Alianza Atlántica corresponde a una doble voluntad. En primer lugar, la de Estados Unidos en el sentido de transformar la alianza nacida durante la guerra fría para unir los esfuerzos de defensa de europeos y norteamericanos frente a la amenaza soviética en el marco de una alianza global y mundial de las democracias de manera que pueda intervenir fuera de Europa, como ya lo hace en Afganistán, convirtiéndose en el brazo armado de la guerra contra el terrorismo. Del lado japonés, corresponde a la voluntad de afirmación internacional de este país que ya no se conforma con su condición de gigante económico y enano político.

En 1964, el general De Gaulle, tras recibir al primer ministro de la época, concluyó: "Pensaba que iba a recibir a un político y me ha visitado un vendedor de transistores". Cosa que, ciertamente, es ya historia.

Japón se sintió frustrado por no poder participar en la guerra del Golfo de 1990-1991, viéndose relegado a una diplomacia de talonario con la que se pagaba una parte de la factura militar estadounidense. Japón aprobó - tras ásperas discusiones- una ley sobre operaciones de paz que lo facultaba para enviar soldados a misiones exteriores bajo mandato internacional y en el marco de una misión de mantenimiento de la paz una vez resuelto el conflicto y, por tanto, sin ocasión de combatir.

Shinzo Abe, de 52 años y nacido por tanto tras la Segunda Guerra Mundial, considera que el término de la guerra fría permite que Japón satisfaga sus aspiraciones estratégicas de imposible cumplimiento hasta ahora. Tokio reivindica la condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y corre a cargo del 20% de los gastos de la organización mundial. Querría asimismo acabar con la Constitución pacifista vigente y en concreto con su artículo 9, que prohíbe su participación en guerras. Precisamente, el Departamento de Defensa japonés acaba de ser rebautizado como Ministerio de Defensa. Aunque limitado a un 1% del producto nacional bruto, Japón ocupa el tercer puesto mundial en gasto militar, con 45.000 millones de dólares, tras Estados Unidos y el Reino Unido, pero delante de Francia, Alemania e incluso China. En sintonía con esta lógica, Japón ha enviado tropas a Iraq, tras la aprobación de una resolución de las Naciones Unidas en el 2004, en un despliegue efectuado a solicitud de Estados Unidos pero que, de hecho, redundaba a favor de la estrategia japonesa relativa a su aumento de influencia.

En un mundo que experimenta crecientes necesidades en materia de seguridad, cabría expresar satisfacción ante la circunstancia de que el país poseedor del segundo producto nacional bruto del mundo haya empezado a asumir más activamente el pesado fardo mundial en este terreno sin limitarse únicamente a su papel comercial.

En los años setenta y ochenta, los estadounidenses reprochaban a los japoneses que compitieran con ellos económicamente en tanto buscaban protección bajo su paraguas militar. Sin embargo, el problema estriba en que cabe dudar de que Japón avance en la buena dirección. En comparación con otro vencido en 1945, Alemania, Japón presenta en efecto dos grandes diferencias. La primera es que sigue pendiendo sobre su territorio una amenaza procedente de Corea y de China, temores que no experimenta Alemania, que, además, puede hacer gala de independencia respecto de Estados Unidos. Extremo que tampoco es el caso de Japón, permanentemente dependiente de la protección de Washington.

No obstante, dista de ser incontrovertible que la política exterior estadounidense contribuya precisamente a la seguridad mundial. Corea del Sur, situada en la misma zona estratégica que Japón - y a diferencia de este país- muestra desde hace un tiempo una autonomía creciente respecto de Estados Unidos. Otra diferencia radica en el hecho de que Alemania ha reconocido plenamente sus crímenes de la Segunda Guerra Mundial, en tanto que Japón lo ha hecho siempre en escasa medida y demasiado tarde, como si los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki borraran sus crímenes anteriores y le otorgaran un estatuto de víctima. Esta postura de Japón se ve acompañada de un nacionalismo que la propia región puede interpretar fácilmente como agresividad. Alemania se ha reconciliado totalmente con sus vecinos y ya no les inspira temor. Sin embargo, las visitas del ex primer ministro japonés Koizumi al santuario de Yasukuni han provocado malestar. En este templo reposan las almas de los soldados que dieron su vida por Japón, entre las que se cuentan criminales de guerra.

Hacer de la Alianza Atlántica la alianza de las democracias contra el terrorismo comporta el riesgo de convertirla en instrumento de la guerra de civilizaciones. China, por su parte, denuncia el retorno del militarismo japonés. Por su parte, los restantes países asiáticos experimentan similar inquietud. En el caso de Japón, la afirmación de una voluntad nacionalista no desprovista de revisionismo histórico que, además, acude en auxilio de una política estadounidense que se percibe (incluso en EE. UU.) teñida de agresividad y peligrosidad, no constituye el mejor instrumento de participación de Tokio en el refuerzo de la seguridad colectiva.

Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.