Jaque al Rey

El 14 de abril, aniversario de la proclamación de la Segunda República, la Casa Real anunciaba que el Rey se había roto una cadera en Botsuana, donde andaba en una de sus pasiones: matar elefantes. Yo he estado en Okavango, emocionado con la inteligencia y sensibilidad de estos animales, con la atención de las madres con sus crías, con su juegos y reyertas, poderosos y pacíficos. Por eso la abyecta conducta del Monarca me afecta personalmente porque he mirado a los ojos a esos mismos elefantes a los que él se deleita fusilando cobardemente. En el parque Rann el precio por cabeza de elefante es de 12.000 euros. Añadiendo gastos de alojamiento y de procesamiento del cuerpo del animal resultan otros 8.000 euros diarios. Según cuántos días y cuántos elefantes, la factura puede subir de 50.000 euros. ¿Que no lo pagué yo con mis impuestos? ¿Que fue invitación de Mohamed Eyad Kayali, representante de los negocios de la monarquía saudí en España? ¿A cambio de qué? ¿Es lícito que un rey acepte regalitos así sin control público?

El clamor de todos los sectores sociales y sensibilidades políticas exige una investigación que esclarezca hechos. Que explique por qué se fue sin avisar. Cuántos días. En qué avión viajó. Pero el asunto va más allá del incumplimiento de sus funciones, algo por lo que cualquier trabajador sería despedido. ¿De verdad cree que con una disculpa en once palabras se arregla todo? Entonces es peor.

Porque la indignación suscitada por la travesura real proviene de la falta de solidaridad con su pueblo que este gesto demuestra. Cuando llegamos al 24 por ciento de paro y al 50 por ciento entre los jóvenes, cuando la economía está a punto de ser intervenida por seguir las recetas de la Merkel, cuando la gente ya no confía en nada ni en nadie, mientras los españoles sufren, el Rey se divierte. Matando. Por cierto que esto de las armas y la caza mayor parece ser una vieja pasión suya. Y si no que lo cuenten a ese pobre oso ruso de Vologda, al que, en 2006, drogaron con vodka y miel los anfitriones rusos para que nuestro Rey pudiera matarlo a placer.

La cuestión va más allá de una equivocación, como lo llaman medios y políticos. Porque en la crisis que estamos la gente necesita asirse a algo, a instituciones y personas en las que pueda depositar su confianza. Los datos dicen que españoles y europeos mayoritariamente no confían en gobiernos, ni en parlamentos, ni en partidos políticos ni en políticos. Y tampoco en los bancos, faltaría más. Ni siquiera en los medios de comunicación. Es en ese contexto cuando hacen falta instituciones con autoridad moral, en las que uno pueda pensar que se erigirán en defensores de valores y principios de decencia.

¿Y qué encontramos? ¿La Iglesia? ¿La Iglesia del obispo Reig que aconseja tratamientos psiquiátricos para curar a los descarriados gais? ¿Y la monarquía? En principio ese es su papel. Yo soy agnóstico en política. Lo de las formas de gobierno, república o monarquía, es un debate obsoleto, siempre que la monarquía obedezca a la soberanía popular. Porque hay repúblicas, bananeras o no, que se las traen. Pero resulta que las monarquías son caras y las pagamos nosotros y la publicidad de las revistas del corazón. Y aunque la nuestra sea de las rebajadas, algo tiene que hacer. Y lo que puede hacer es tranquilizar, moderar, mantener una altura de miras en el mundo podrido de la política actual. Si no, es puro parasitismo social que debería incluirse en el paquete de recortes de gasto público. Que sigan siendo reyes pero no viviendo como reyes.

Hasta hace poco esta monarquía, a pesar de su origen franquista, había funcionado aceptablemente, gracias a la Reina que tenía su experiencia del desaguisado de Constantino en Grecia. Siempre les dijo a sus hijos/hijas que ese privilegio se lo tenían que ganar con el trabajo de cada día, que lo de la gracia divina se lo llevó Franco a su tumba. A su marido se lo dijo cuando pudo porque él andaba por ahí como una moto. Aprobaron sin nota. Incluso se le atribuyó al Rey la salvación de la democracia, como puede atestiguar el general Armada. Pero recientemente la imagen de la institución se resquebraja. El duque de Palma se encuentra en un complejo proceso judicial de estafa y desvío de fondos, apartado de la familia real. Al pobrecito Froilán se le dispara un arma, otra tradición familiar (por cierto, ¿qué hacía un niño con una escopeta?). Su papa, el exduque de Lugo Jaime de Marichalar, también salió rebotado de la familia real, no sin antes hacer fortuna al servicio del emperador inmobiliario Robert de Balkany, propietario de los centros comerciales de La Vaguada en Madrid y Gran Via en Barcelona. Pobres y honorables infantas, no se merecían estos zoquetes. En ese contexto, sólo faltaba la elefantada de Su Majestad.

La cuestión clave es que España, en plena hecatombe económica por la ortodoxia merkeliana de Rodríguez Zapatero y de Rajoy, no se puede permitir una crisis de legitimidad en estos momentos. Pero esto no se arregla como creen los políticos populares y socialistas ocultando la podredumbre bajo la alfombra, porque las crisis institucionales no están en el Estado sino en la mente de las personas. Si se piensa que necesitamos autoridad moral por encima de los políticos desahuciados por los ciudadanos, y si la monarquía puede ayudar en este sentido, hay que recurrir a la reserva moral de la monarquía, al príncipe Felipe y la princesa Letizia. He tenido el honor de enseñar a don Felipe en la Universidad Autónoma de Madrid. Y puedo atestiguar su inteligencia, limpieza y ética. Él puede conectar con la nueva generación, muchos de cuyos valores comparte. El puede regenerar una institución que solamente tiene sentido si inspira confianza y confiere legitimidad.

El último servicio que don Juan Carlos puede hacer a la Corona y a su país es abdicar en su hijo. Ya.

Manuel Castells.

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