Jaque mate, ¿de quién?

Formuladas ya las preguntas del referendum catalán, repasemos algunos argumentos para deslegitimar una consulta que pone en jaque a España como Nación política; un hecho este último que refiere a la comunidad solidaria que nos vincula jurídica y políticamente.

1. Sobra reincidir en la manipulación identitaria del nacionalismo: a golpe de simposios, subvenciones, regulaciones e inmersiones, han levantado un sentimiento nacional, una nación étnica. Porque étnica es una nación histórica (o sea, que vive más en el pasado -o del futuro- que en su agónico presente) creada sobre algo tan gaseoso como el sentimiento; éste, al servicio de la demagogia, siempre es excluyente, pues siempre tomará a la parte por el todo.

2. Menos hincapié se hace en subrayar que los medios iliberales para la nacionalización son condición necesaria para forjar la mayoría en favor de una nueva nación política: el 30% de los catalanes tiene reparos en expresar sus ideas en público. Se debe tener esto en cuenta para responder a quienes advierten que las fronteras son arbitrarias y pasan luego a imponernos su arbitrio para delimitarlas. Éstos son doblemente negligentes. Primero por hacer la vista gorda ante los métodos facinerosos con que se recaban las mayorías. Y, segundo, porque se desentienden de su propia premisa: si las fronteras son arbitrarias, no es posible justificarlas ni defender legítimamente un cambio. Ni siquiera sirve la regla de la mayoría, por dos razones. Porque las mayorías varían en función de la circunscripción: como en el cuento de nunca acabar, en una Cataluña independiente, Barcelona podría autoerigirse, circularmente (porque así lo sientan ellos, y granjeándose de antemano la posibilidad de ser mayoría), en circunscripción soberana y decidir entonces que no pagarán impuestos para Tarragona. Y porque quien en un colectivo mancomunado puede abandonar el barco a su antojo, dispone siempre de una capacidad de chantaje que pervierte la deliberación por el interés general y elimina de raíz la propia esencia de la comunidad política: la solidaridad o, lo que es lo mismo, la reciprocidad de derechos y obligaciones.

De la circularidad que radica en la pregunta acerca del origen del demos sólo se sale haciéndonos cargo de la arbitrariedad, pero nunca tratando de justificar su cierre apelando a la lengua, a la historia, a la etnia o al sentimiento. Por suerte el derecho internacional sólo permite alegar invasión, expolio u opresión: tres circunstancias que, asociadas con Cataluña, han hecho reír a una comunidad internacional que les ha cerrado la puerta.

Los Procustos, que nunca entienden que el todo es más complejo que las partes (hace 50 años Pujol ya calificaba de «ejército de ocupación» a 200.000 catalanes), harían bien en entrar en la modernidad, con tres siglos de retraso, y aceptar que no hay lecturas justificables al margen de las unidades morales: las personas. España, como Estado social y democrático de Derecho, es pluralista y talla los derechos individualmente. Sólo así se hace justicia con quienes arbitrariamente nacen dentro de sus fronteras. En este marco, la calidad de los derechos efectivamente arrebatados al poder dependerá de la agonal tarea política de la sociedad civil. Nuestra baja calidad democrática no apunta tanto a la Constitución como una sociedad civil sin pulso, que avala al poder e ignora sus desmanes en virtud de una causa mayor...

3. Cabe recordar que la vigencia del pluralismo, la institucionalización de la contienda política, la garantía de los derechos fundamentales y, en fin, la apertura a una deliberación pública que pueda hacer prevalecer el interés general, existen ya en nuestro Estado. Esto nos arma de razones para desacreditar el decisionismo político que blande la Generalitat: en los actos de la Diada, Forcadell tildó al Estado de «adversario» y al PP y Ciudadanos de «partidos españoles en Cataluña»; incorporó, para referirse a sus conciudadanos, las viejas categorías con que pensábamos la política internacional; excluyó al adversario político convirtiéndolo en enemigo. De ahí a la violencia en las sedes de UPyD, C's y del PP no va ningún paso.

4. Hay quien cierra el debate apelando a la Constitución: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»; «el referéndum es ilegal». Sinceramente, no veo a qué soliviantarse. El derecho no debe tener la primera palabra para dirimir conflictos pero siempre tendrá la última; esto será más digerible si comprendemos su dualidad intrínseca. Por una parte, hacer honor a la soberanía popular implica reconocer que el derecho nunca hubiera llegado a existir sin un proceso constituyente refrendado mayoritariamente. Pero, por otra parte, el texto que votamos no queda al arbitrio de los ciudadanos. Nuestra Constitución es parangonable al resto de constituciones liberales porque el derecho tiene su lógica o «forma» propia; la que acaba dibujando un concepto de Estado democrático de derecho que no es absolutamente disponible. El derecho democrático implica reciprocidad y acumula una tradición de pensamiento que integra conceptos como «tolerancia», «separación de poderes», «dignidad», «constitución» o las sucesivas «generaciones de derechos fundamentales» que se imbrican de forma inseparable. No hay derechos civiles sin derechos políticos; y éstos no son creíbles sin la igualdad material que deben garantizar los derechos sociales. Invocar al derecho no es arrojarle a nadie un ladrillo.

5. Sin embargo, antes de la palabra última que ostenta el titular del monopolio de la violencia, todavía apelaremos a las condiciones de legitimidad del poder. Éste será legítimo si se adecua a la lógica democrática: el autogobierno colectivo debe asumir que la opción de participar como ciudadano se le debe a todos los afectados por las decisiones políticas. En este sentido, todo ciudadano español debe poder decidir sobre algo que le desempoderaría democráticamente, pues una secesión le arrebataría para siempre su influencia sobre lo que allí suceda en adelante. Además, sería injusto que abandonasen el compromiso solidario de transferencia de rentas quienes, en detrimento de otros, se beneficiaron económicamente de una planificación estatal. Al contrario, la lógica democrática implica que cuanto más global sea el colectivo mejor será el autogobierno. ¿Por qué? Porque en todo tipo de relaciones, el privilegio de una parte implica enseguida su supremacía frente a la otra y, por ende, abre la puerta a una relación de dominación. En un mundo tan interdependiente como el nuestro, únicamente la cesión de la soberanía popular hacia arriba nos permitiría luchar contra los imperativos económicos que asfixian y maniatan a unos gobiernos más que a otros. Hoy la democracia o es cosmopolita o es deficiente: menos fronteras, sí; pero más, no.

¿Qué hacer con un referendo de premisas antidemocráticas y que, a menos que otorguemos soberanía a quien no la tiene, sólo sería consultivo? Si se hace política, tal vez podamos un día contar que sus promotores se pegaron un tiro en el pie. Tanto si no hay consulta como si la hay (y al final fueran mayoría, como parece, los que no quieren Estado o lo quieren ambiguamente «dependiente»), no se desembocaría necesariamente en confederación, bilateralidad o asimetría. Por tanto, con un enroque inteligente, este escenario ambiguo parece brindarnos, desde ya, legitimación suficiente para emprender juntos una reforma constitucional. Quizá baste sacrificar dos peones para que el bloque constitucionalista ponga en jaque mate a la crisis institucional. Primero: a muchos parecería colmarles la república (menos funcional que la deteriorada Monarquía, pero de origen más democrático). Nada esencial. Segundo: la definitiva federalización (simétrica, obviamente) del disfuncional «Estado de las autonomías» en una «Federación de estados» reavivaría el Senado y explicitaría por fin las competencias de los nuevos entes soberanos: estados y federación.

Haciendo de la necesidad virtud, el embate nacionalista forzaría la conversión de una dinámica centrífuga en otra centrípeta, donde ya no se trate de sangrar al Estado sino de legislar de consuno, por el interés general. Repartir competencias entre estados y Federación no se hará en función de los agravios sino de la eficacia que presumamos en cada caso (conforme al principio de subsidiariedad), echando mano de la experiencia, del derecho comparado, etc. ¿No es el momento?

Mikel Arteta, Licenciado en Derecho y Ciencias políticas. Doctorando en Filosofía política por la Universidad de Valencia.

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