Javier Duarte y la sonrisa obscena de los políticos en México

El exgobernador de Veracruz Javier Duarte es llevado a una oficina de Interpol luego de su arresto en Ciudad de Guatemala, el 16 de abril. Credit Moises Castillo/Associated Press
El exgobernador de Veracruz Javier Duarte es llevado a una oficina de Interpol luego de su arresto en Ciudad de Guatemala, el 16 de abril. Credit Moises Castillo/Associated Press

Unas horas después de ser atrapado en Guatemala a mediados de abril, el exgobernador de Veracruz Javier Duarte fue fotografiado en el asiento trasero de una patrulla. Duarte sonreía de una manera perturbadora, con toda la cara estirada y los ojos desorbitados en una mueca psicopática.

La sonrisa de Javier Duarte es obscena y tenebrosa. Obscena porque donde debiera haber arrepentimiento hay burla, y tenebrosa porque Duarte muestra los dientes como estrategia. Ante la justicia, con la barbilla en alto, se pavonea como si fuera intocable; puertas adentro, le dice a la red de cómplices que le permitió enriquecerse con la voracidad de un pirata que no hay de qué preocuparse, que nada sucederá mientras se sienta protegido. Si en sus labios abiertos hay un mensaje en su boca cerrada hay otro: para el público es la burla; para la cultura política corrupta que tomó al Estado mexicano como un tesoro a ser asaltado es un guiño mafioso.

La justicia mexicana pidió a la Interpol que detuviera a Duarte para que explicara cómo entre 2010 y 2016, mientras gobernó el tercer mayor estado de México, fueron desviados más de 3.400 millones de dólares de fondos públicos a través de una red de prestanombres y empresas fantasmas. Duarte, el hijo de una panadera, usaba al estado como si fuera su hacienda. Cuando se fugó de Veracruz, a fines de 2016, la prensa y sus opositores hallaron ranchos, caballos pura sangre, documentos incunables de la historia mexicana y hasta pinturas y esculturas de Miró, Botero y Tamayo.

Javier Duarte muestra que la cultura de castas sigue incrustada en el aparato del Estado mexicano. Las nuevas generaciones políticas fueron incapaces de renunciar o acabar con la cultura de saqueo de las arcas públicas durante los gobiernos conservadores que sucedieron en 2000 al Partido de la Revolución Institucional tras 70 años en el poder. Mucho menos cuando el PRI regresó en 2012 con la presidencia de Enrique Peña Nieto. El Banco de México, la autoridad monetaria del país, dijo en 2015 que la corrupción tuvo un costo equivalente al 9 por ciento del PIB, cinco veces más que la cifra estimada en 2009. El delito sistemático ha desincentivado inversiones y los montos de evasión fiscal alcanzan cifras astronómicas.

La ancha y arrogante sonrisa de Duarte hace pensar en cómo la corrupción está extendida, casi sin distinción, por todo el sistema de partidos. Es aceptada, apañada o financiada por el sector privado y no puede ser contenida por una justicia percibida como poco preparada y, en ocasiones, cooptada. Según la organización civil Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, apenas 17 de 42 gobernadores y exfuncionarios públicos sospechosos de corrupción han sido objeto de alguna investigación. Las respuestas políticas a la demanda social han sido decepcionantes. Un paquete de leyes anticorrupción está en el aire porque el mismo congreso que lo aprobó no designa al fiscal que debe ejecutarlas. Y todavía es recordado el escándalo que rodeó a la revelación y auditoría de la casa millonaria de Angélica Rivera, la esposa del presidente Peña Nieto.

El descrédito generalizado de los políticos en la sociedad mexicana lleva a presuponer que el sistema de partidos opera como un mecanismo de castas, donde una vieja clase dirigente es suplantada, por acuerdo de recambio o por el asalto, por una nueva camada que repite una concepción premoderna del poder: el patrimonialismo o derecho a valerse de la función pública para enriquecerse como un señor feudal. Los ciudadanos han comenzado a organizarse y a hallar mejores mecanismos de protesta, pero, sin la aplicación efectiva de la ley o ejemplos inspiradores de sus dirigentes, prima la idea de que el poderoso que es investigado entra al tribunal por una puerta y sale por la otra. Como si no hubiera gestión pública, se saquea los cofres comunes y se viola al débil en beneficio propio.

La expresión de Duarte es el último mensaje desolador: el poderoso puede reír aún atrapado y expuesto a la luz del día, como si nunca hubiera hecho nada o, peor, como si tuviera la certeza de que, sin importar las pruebas, terminará por salirse con la suya. Duarte parece sentir que, aunque le pongan frente un pelotón de jueces, se librará porque sabe demasiado. Su sonrisa cínica exhibe su confianza en el conocimiento interno de las relaciones políticas. Sonríe porque sabe que, antes de que lo abandonen en una cárcel poco segura rodeado de hombres demasiado predispuestos a cometer un crimen por la suma correcta de dinero, puede abrir la boca algo más y convertir la sonrisa en una cloaca capaz de ensuciar a medio sistema político.

En general, las organizaciones delictivas que se entroncan en el poder hasta confundirse con él se autodepuran cuando la presión —local o internacional— alcanza un punto de inflexión. Pero el PRI aun no ha ofrecido ni siquiera esas opciones malsanas. La justicia mexicana debe probar que es capaz de castigar a los ladrones del partido durante la presidencia de Peña Nieto. La detención de Duarte —o la de su par Tomás Yárrington— no es un triunfo presidencial: encarcelar criminales es una obligación, no una prerrogativa a utilizar por necesidad política.

En México habrá una percepción más cierta de justicia –y esto no es un juego de palabras– cuando a Duarte se le borre la sonrisa de la cara.

Diego Fonseca es un escritor argentino que actualmente vive en Phoenix y en Washington. Es autor de Hamsters y editor de Sam no es mi tío y Crecer a golpes.

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