Jean Monnet, Europa y América

Hace algunos años, un editorial de The Economist denunciaba el abuso y la multiplicación de los aniversarios a efectos periodísticos y de comunicación, y, si no recuerdo mal, proponía que su utilización se limitara al vigesimoquinto, al quincuagésimo y, por supuesto, al primer centenario y a los sucesivos. La verdad, no veo razón para empobrecer el sistema de ayudas al articulista, sobre todo cuando este pasado mes de noviembre se ha conmemorado el 125 aniversario del nacimiento de Jean Monnet y, dada la coyuntura europea y atlántica, resulta tan oportuna la evocación de su figura.

Lo primero que hay que destacar al hablar de Jean Monnet es lo excepcional de su personalidad. La Europa comunitaria se construyó sobre dos grandes corrientes políticas transnacionales y predominantes en las décadas centrales del siglo XX: la democracia cristiana (Robert Schuman, Adenauer, De Gasperi) y la socialdemocracia (Guy Mollet, Paul-Henri Spaak, Willy Brandt). Pero hubo un tercer elemento: el genial e inclasificable Monsieur Monnet. Ciertamente, Monnet no militó en movimiento político alguno, salvo en el Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa que él mismo fundó. Pero las principales dificultades para clasificar al personaje no estriban en su falta de adscripción partidaria, sino en que, siendo profundamente francés, carecía de todos los elementos característicos de la clase dirigente de su país.

Francia siempre ha tenido mandatarios dotados de una excelente formación académica, muy enraizados en el sector público, escasamente relacionados con el mundo de la empresa, y suavemente recelosos de Inglaterra. Monnet, en cambio, no cursó estudios universitarios, casi nunca ocupó un cargo en la República francesa, tuvo una importante trayectoria empresarial, y mantuvo desde muy joven excelentes relaciones con ingleses y norteamericanos. Pero empecemos desde el principio: Jean Monnet nació en 1888 en Cognac, donde su familia se dedicaba a vender por todo el mundo el licor del mismo nombre. Tan importante era la libertad de comercio para la prosperidad del negocio principal del pueblo que Richard Cobden –el gran propagandista decimonónico inglés del librecambio– tenía una calle en Cognac. Con el liberalismo económico venían otras virtudes: «La gente de Cognac no era nacionalista en una época en que Francia lo era», observó Monnet en sus memorias.

Pero la ideología no bastaba: igualmente necesarios eran los contactos comerciales londinenses y por eso, a los dieciséis años, Jean Monnet hizo una pasantía en las oficinas del agente que la empresa familiar tenía en la City. Allí empezó a conocer y a estimar a los pueblos de habla inglesa y también a ganarse su confianza. Explica Monnet que aquellas relaciones, que iban de Cognac a Londres sin pasar por París, tenían la libertad y la igualdad propias del ámbito mercantil y no se veían afectadas por la jerarquía y la solemnidad del mundo oficial francés. Ese mundo, que se identificaba con Colbert y no con Cobden, nunca consideró a Jean Monnet como uno de los suyos. Así, De Gaulle le acusó de ser el «inspirador» de proyectos para la «fusión» de Francia en un crisol supranacional; y muchos años después, en 2006, Jean-Pierre Chevènement –dirigente emblemático del partido socialista durante largo tiempo– escribió que Monnet estaba «desprovisto de cultura francesa clásica», en observación donde el orgullo del antiguo alumno de una «Grande École» predominaba sobre la sensibilidad del hombre de izquierda.

Sin embargo, fue precisamente esa heterodoxia biográfica la que permitió a Jean Monnet concebir el gran designio de la Europa comunitaria y participar decisivamente en su puesta en marcha. Es importante precisar que Monnet pensaba y actuaba sin las limitaciones y rigideces propias de la clase política francesa, pero nunca cayó en ese error de algunos neoliberales contemporáneos que consiste en mirar al sector público con desconfianza y menosprecio. Al contrario, tuvo un talento especial para rodearse de lo mejor de la alta función pública y de la élite intelectual de su país, primero en su calidad de director de la planificación económica francesa tras la Segunda Guerra Mundial y luego como propulsor de los sucesivos proyectos de las Comunidades Europeas. De este modo, y entre muchos ejemplos, cabe recordar el importante papel que en la redacción del Tratado constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951) tuvieron sus colaboradores Pierre Uri, que procedía de la «École Normale Supérieure» y Maurice Lagrange, consejero de Estado, y luego primer abogado general del Tribunal de Justicia.

La experiencia británica de Jean Monnet, que empezó en su adolescencia y se intensificó durante las dos guerras mundiales, le sirvió para adquirir una visión del mundo distinta de la europea continental y también para hacer amistades con tres generaciones de políticos ingleses, terminando con Edward Heath, bajo cuyo mandato se adhirió el Reino Unido a la Comunidad Europea en 1973. Igualmente notable fue la dimensión norteamericana de Monnet, que también empezó, como la inglesa, con un trayecto empresarial. Fueron pocos años, pero intensos, de actividad bancaria en San Francisco bajo los efectos de la crisis de 1929. Más adelante, en 1940, tras la ocupación alemana de Francia, se instaló en Washington, donde, como asesor de Roosevelt, contribuyó a la adopción del llamado «Victory Program» de fabricación masiva de armamentos, que pretendía convertir a Estados Unidos en el «arsenal de las democracias», lema que acuñó el propio Monnet. También mantuvo una larga amistad con el que fuera secretario de Estado del presidente Truman, el famoso Dean Acheson, que en 1961 le presentó al recién elegido John Kennedy. Con la doble inspiración de Monnet y de Acheson, el presidente Kennedy lanzó el 4 de julio de 1962 en Filadelfia un proyecto de «partnership» que habría de unir en pie de igualdad a «la nueva unión que ahora emerge en Europa y la vieja unión americana fundada aquí hace 175 años», y en cuyo marco podrían acordarse reducciones arancelarias recíprocas de hasta un 50 por ciento.

Yes aquí donde la historia sirve una vez más para iluminar el presente. El proyecto de «partnership» de Kennedy no llegó a salir adelante. Sin embargo, el 13 de febrero de 2013, una declaración conjunta del presidente Obama y de los presidentes del Consejo Europeo y de la Comisión de la Unión Europea, Van Rompuy y Barroso, anunció que iban a iniciarse gestiones para abrir una negociación en torno a un Acuerdo Transatlántico de Libre Comercio que reduciría barreras en todos los sectores, desde la industria del automóvil a la farmacéutica, pasando por los servicios, la agricultura y las inversiones financieras. Un estudio sobre los efectos de esta nueva «partnership» ha concluido que el beneficio de las reducciones arancelarias se cifraría en 180.000 millones de dólares y el de la armonización de estándares técnicos, en otros 200.000 millones. El pasado 15 de noviembre terminó la segunda ronda de negociaciones entre los Estados Unidos y la Unión Europea, cuyo equipo negociador está encabezado por el español Ignacio García Bercero.

Pues bien, para esta Europa que se afana por salir de la crisis y en especial para un Reino Unido atenazado por una extraña aversión a la Unión Europea, sería una gran noticia que este nuevo proyecto atlántico tuviera éxito. Sería también el mejor homenaje a Jean Monnet, a quien Kennedy, al otorgarle la «Presidential Medal of Freedom», describió como ciudadano de Francia y hombre de Estado del mundo, que había conducido a Europa a la unidad y a las naciones atlánticas a una más efectiva alianza.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, profesor del IE-BUSINESS SCHOOL

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