Jesús Hermida, sinceramente tuyo

En 1958 los cuerpos de Juan Ramón y de Zenobia llegaron a Barajas en un «Super Constellation» que aterrizó en una zona separada del aeropuerto. En memoria de los amantes se escuchó «La patética» de Tchaikovski. Subieron después los féretros a un coche y fueron trasladados al cementerio de Moguer. Jesús llevó a hombros el ataúd de Juan Ramón. Durante la ceremonia se repartieron recordatorios, de aquellos que se hacían cuando los niños tomaban la Primera Comunión y también cuando la gente moría. Jesús siempre conservó aquella «estampita», junto a un ejemplar de Platero y una pequeña estatua de un burro, ya se sabe, «tan blando por fuera que se diría de algodón».

Hermida nació en Ayamonte (Huelva) el 27 de junio de 1937. Su padre, fogonero de un barco de pesca, hizo todo lo que pudo para que Jesús no siguiera sus pasos, «hasta el punto de decirme que me rompería una pierna si me veía encima de un barco». De él heredó un amor profundo por la mar. «Mi padre era el soñador, el cantarín, el aventurero». Su madre, sin embargo, «era la práctica. –¿Por qué sueñas?, me decía–. No te puedes ir, te damos unos estudios, te quedas aquí, nos ayudas… Y tenía toda la razón». Pero no era esa la voluntad de un niño que insistía obstinadamente en que «yo aquí no me quedo, yo aquí no trabajo, yo me voy». Jesús mantuvo hasta el final un sentimiento de deuda con su madre: «Aún le estaría pidiendo perdón por aquellas cosas».

La explicación de su vocación periodística tal vez se encuentre en las lecturas del diario «Odiel» cuando esperaba su turno en la peluquería –«hasta tres veces si el corte se demoraba»–, o acaso en su admiración por aquellos periodistas que, en las películas americanas de la época, lanzaban virtuosamente su sombrero al entrar en la redacción. Ciertamente, Jesús ensayaba, desde muy pequeño, con el güito de su padre. Pero el día que verbalizó su intención de ser periodista, la carcajada se escuchó en el Cabo de Palos. «¿Es que quieres ir por ahí con los tacones torcidos?», sentenció su madre. Los periodistas entonces sufrían mucho.

Platero fue el pretexto de Juan Ramón para describir una realidad. Contiene una colección interminable de figuras tan poéticas como certeras; encierra un planteamiento socialmente profundo y mete el dedo en la llaga de muchas de las injusticias de su tiempo. Hermida nunca fue indiferente a ellas. Tal vez por eso,
Platero fue para Jesús «mi sentimiento literario preferido». Consciente de que no era exactamente un libro para niños, escudriñó con atención su contenido para, al fin, recitar de memoria buena parte de sus pasajes. Buscó siempre en su profesión y en su vida la explicación de las cosas –«entrevistaría a un asesino, sí, para preguntarle por qué»–; y enmarcaba de manera envidiable los acontecimientos, facilitando al espectador los datos necesarios, sin juzgar.

Llegó a Nueva York en 1968. Ese año sonó muchas veces el Himno de batalla, especialmente una noche caliente de junio, en el cementerio de Arlington, cuando enterraban a Robert Kennedy. Horas antes, el senador celebraba su victoria electoral: «Pronuncia unas cuantas palabras, estrecha las manos de sus seguidores, baja del podio y se dirige a la zona de cocinas del hotel Ambassador. Se produce un tumulto, sale un individuo, dispara ocho tiros. Kennedy cae al suelo, con los ojos hacia arriba, sangra por la cabeza. Llega su mujer. Se lo llevan al Hospital Central. Del Hospital Central pasa al Hospital del Buen Samaritano […] Se sabe que han de sacarle una bala que está en el cerebro, que la operación es difícil, delicada, y que no se pueden garantizar los resultados. Y aquí estamos». ¡Hermida estaba en aquellas cocinas! Repara en un último detalle: «Cuando Robert cae y está con los ojos mirando para arriba, quien le está sosteniendo en ese momento es un camarero asiático».

Y Jesús recuerda la Navidad de 1967: un clásico, «¡Noche de paz»!, interpretado por Simon y Garfunkel, y de fondo, bajo las voces de Paul y Art, un boletín de noticias que relataba todas las tristezas que atenazan al mundo. Se estaba anunciando una tragedia.

Le gustaba citar a Gibran: «La vida no se entretiene con el pasado, ni se recuesta en el ayer». Entendía cada momento como «el paso anterior del paso siguiente que quiero dar». Así fue hasta el final.

Como Juan Ramón, Hermida inició «El viaje definitivo» un 4 de mayo de 2015; y como advirtió el poeta para sí mismo, Jesús marchó «y se quedarán los pájaros cantando».

Hubo un tiempo, Jesús, que procuraré no olvidar, en que al escribirte firmaba –tú sabes bien por qué– «Sinceramente tuyo».

Manuel Ventero, periodista.

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