JMJ, ovejas con pastor

La instintiva empatía que he sentido siempre por el ganado ovejuno se debe, quizá, a una cancioncilla escolar de mi infancia granadina: «Tengo, tengo y tengo, tú no tienes nada, tengo tres ovejas en una cabaña. Una me da la leche, otra me da lana y otra mantequilla para la semana». Cincuenta años más tarde recalaba yo en Extremadura, como Pastor de otra grey, evocando también una canción castellano-leonesa: «Ya se van los pastores a la Extremadura».

En las Visitas pastorales (que por algo se las llama así) me era fácil explicarles a los fieles que yo también era pastor y quería prestarles a ellos unos servicios parecidos a los que ellos dispensaban a sus animales: reunirlos, apacentarlos, defenderlos y guiarlos. Solo que yo lo hacía en nombre de Cristo Jesús, el Buen Pastor suyo y mío.

El ganado lanar se ha distinguido siempre por unos rasgos típicos: su mansedumbre, hasta ser presa fácil de los lobos; su unión a la manada, con muy escasas ovejas descarriadas; y su seguimiento fiel del pastor, aunque este pudiera serlo un zagal con un perrito. Tres propiedades que podían ser virtudes de los humanos, si estos no degenerasen en un borreguismo gregario.

Llama la atención, en todo caso, que la Biblia haya hecho suyo el binomio Pastor-ovejas, aplicándolo a la relación entrañable de Dios con los hombres, Él como Pastor y nosotros como grey. Sobre esta tan bella realidad son incontables los textos proféticos, sálmicos, evangélicos, paulinos y apocalípticos, que obviamente no caben aquí. No hay nada ni nadie que pueda inspirarnos tanta confianza como un Dios que nos sostiene con su vara y su cayado; un Cristo, a un tiempo Buen Pastor y Cordero Pascual, que muere por sus ovejas y que, ya resucitado, pasa el testigo al Apóstol Pedro, cimiento firme de la Iglesia, dispensadora de las tres grandes P de su Reino: la Palabra, el Pan y el Perdón. Lo cual nos puede servir de telón teológico de fondo y clave de interpretación de la ya inminente Jornada de la Juventud, en Madrid.
El mejor conocedor y más destacado artífice de las JMJ es el cardenal polaco Stanislaw Rylko, presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, donde radica la sección responsable de las mismas. Lleva allí 25 años desde que fue llamado a Roma por Juan Pablo II (verdadero Padre espiritual y mentor suyo), y ha sido, a partir de entonces, motor y orientador incansable de esta magna experiencia de Iglesia, desde la de Santiago en 1987 hasta esta inmediata de Madrid. De sus recientes declaraciones al corresponsal de ABC en Roma, que no tienen desperdicio, me permito «fusilar» algunas líneas:
«Las JMJ son ya parte importante de la vida de la Iglesia… Juan Pablo II apostó por los grandes encuentros, cuando algunos los consideraban como demasiado triunfalistas... La JMJ se desarrolla en el corazón de cada joven participante y en cada intimidad propia, donde se producen los éxitos o el fracaso. La Iglesia quiere dialogar en profundo con las nuevas generaciones».

Producen siempre un fuerte impacto de fe y de gracia en los chicos y chicas, sean de procedencia española o intercontinental. Ellos se sienten a sí mismos como católicos de bautismo y de fe, y no tanto de misa y sacramentos; si bien muchos otros están buscando a tientas, no ya al Dios desconocido, de los atenienses, sino al Cristo viviente en la Iglesia, que se nos descubre a sí mismo y nos aclara el sentido de la vida y de sus grandes interrogantes: de dónde vengo, adónde voy, qué pinto yo aquí, qué quiere Dios de mí.

Después de las Jornadas alemanas de 2005 se hizo una encuesta importante entre sus jornadistas, de la que se infiere que a un 80% de ellos les dejó una huella importante en su vida. Y, más recientemente, en este mismo año se ha efectuado otra encuesta entre 1.800 jóvenes de ocho países, inscritos ya en la Jornada de Madrid, de los que un 90% han dado como motivos de su decisión conocer a Cristo más a fondo, ahondar en las razones de la propia existencia, comprometerse más con la Iglesia y buscar caminos para su servicio a los demás.

No estamos, sin embargo, en el mejor de los mundos, porque, sin salir de España, proliferan en nuestro derredor innumerables hombres-masa, como los que retrató en su tiempo Ortega y Gasset. «Vicente sigue yendo a donde va la gente». Así, los adultos. Pero, de los que no lo son, baste pensar en los miles y miles de adolescentes rockeros, apiñados a la intemperie en inmensos descampados, bajo el estruendo atronador de las baterías y aplaudiendo a grito limpio a sus ídolos de turno, saltando y brincando en un delirante frenesí.

Si pasamos a los jóvenes-jóvenes, nos topamos con tres zonas de sombra: el botellón, el fracaso escolar y el paro juvenil. El primero baña de alcohol el fin de semana, con degradación de la persona, promiscuidad viciosa y ruptura de lazos familiares. Sin espacio para comentar aquí el fracaso escolar y el paro estudiantil, a nadie se le oculta que esas dos lacras sociales nos angustian a todos, sin que se vislumbren soluciones ni a corto ni a medio plazo.

Este somero repaso de nuestro panorama juvenil nos remite obviamente al aeródromo de Cuatro Vientos, invadido estos días por una legión millonaria de jóvenes, tan divertidos como disciplinados, procedentes de 190 países con las culturas más distintas y distantes. No son una masa amorfa de individuos desconocidos entre sí y arribados allí por un aterrizaje forzoso. Sino que todos tienen su DNI y su código de barras, saben dónde están y a lo que vienen. Convocados, desde los cuatro vientos del planeta, como jóvenes católicos, por el Pontífice Romano, Pastor de la Iglesia universal.

Fue el beato Juan Pablo II quien introdujo proféticamente en el calendario de la Iglesia la praxis trienal de las Jornadas Mundiales y Juveniles que hoy tienen carta de naturaleza en la Iglesia y en el mundo. Durante ese periodo ha ido esclareciéndose progresivamente su identidad, y enriqueciéndose sus programas, merced a los impulsos de Roma y a la creatividad y experiencia de las diócesis anfitrionas.

Pienso ahora en la de Madrid, como inmediata posterior a la de Sidney, que nos está asombrando a todos con su grandiosa preparación, la colaboración de todas las diócesis y sus logros técnicos y espirituales. En la «olimpiada» mundial de la Cruz y del Icono, con su huella imborrable en todas partes; en la reconversión de un campo yerto de cuarenta y ocho estadios de fútbol en un campamento lleno de vida, una ciudad improvisada para un millón de comensales. Todo esto bajo la firma suprema del Papa Benedicto XVI, asistido por el cardenal Rouco, ducho en estas lides, y el obispo César Franco; y estos, a su vez, por 30.000 voluntarios que considero beatificables.

Benedicto XVI valoró desde el primer momento la hondura y fecundidad de estos encuentros, a los que ha dado sello propio y llevado hacia mejor. A los siete años de pontificado, con buena salud y mejor ánimo, el Papa reinante tiene ya en su haber grandes logros de gobierno y ha sabido superar con soltura prejuicios y conflictos delicados. Hoy se ha ganado el corazón del mundo con la centralidad de Cristo, con su magisterio doctrinal y su cercanía humana. En Cuatro Vientos, hoy corazón de la Iglesia, todos nos sentimos como ovejas con Pastor.

Antonio Moreno Moreno, arzobispo emérito de Mérida-Badajoz.

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