Joaquín Ruiz Giménez, político ejemplar y hombre cabal

Hoy, 2 de agosto de 2013, Joaquín Ruiz Giménez hubiera cumplido cien años. Para los que tuvimos la inmensa suerte de conocerle y recibir sus enseñanzas y sobre todo para los que tienen de él un recuerdo difuso o incluso inexistente –tanta es la rapidez con que la memoria de las nuevas generaciones ignora la historia individual y colectiva– la evocación de don Joaquín, como respetuosa y afectuosamente le tratábamos amigos y discípulos, es tarea oportuna en estos momentos de desorientación política, errabundez ética y generalizada incertidumbre.

Fue catedrático de Derecho Natural y Filosofía del Derecho en las universidades de Salamanca y Madrid, temprano dirigente de las organizaciones católicas antes y después de la Guerra Civil, embajador de España ante la Santa Sede y ministro de Educación bajo el régimen de Franco, destacado líder democristiano en las décadas de los sesenta y de los setenta del siglo XX, el primer Defensor del Pueblo tras la aprobación de la Constitución de 1978 y presidente de la sección española de Unicef. Mantuvo una activa dedicación profesional como abogado, en muchas ocasiones del necesitado o del perseguido, y fue un marido y padre ejemplar de una familia harto numerosa que generación tras generación se honra en llevar su nombre.

Nunca fue un político al uso, guiado como siempre estuvo por lo que él interpretó como demandas de su profunda fe católica y permanentemente dedicado a las búsqueda de la paz, el entendimiento y la reconciliación entre personas de diversa creencia y condición. Interpretaron sus críticos como debilidad oportunista los meandros de su trayectoria, cuando en realidad siempre estuvo guiada por la misma y alta exigencia moral: que en sus banderías los españoles, y en el fondo todos los hombres, antepusieran las virtudes de la convivencia a los estragos del enfrentamiento. Latía en sus convicciones una reconocible veta liberal y laica, seguramente heredada de su padre, el que fuera alcalde de Madrid y que da nombre a una de las conocidas glorietas de la capital, y en la que cabían, con valor tan religioso como civil, la tolerancia, el respeto por el contrario, la apuesta por el diálogo y la renuncia al grito.

Fue precisamente en torno al diálogo como construyó la que seguramente fue la mejor, más conseguida y más permanente de sus obras: la revista «Cuadernos para el Diálogo», aparecida hace cincuenta años, en 1963, lanzada con tanta ilusión como pocos medios por don Joaquín y algunos pocos de sus antiguos y nuevos amigos, y que en el tiempo de los quince años de su vida –desapareció en 1978, cuando, de manera nada paradójica, la generalización de la libertad hacía innecesario su testimonio– supo convertirse en vivero y laboratorio de la democracia que debía venir, concitando en la tarea común a una buena parte de las gentes que harían posible la transición política unos años más tarde. No fue aquella una tarea fácil ni exenta de dificultades y contratiempos. «Cuadernos», que, a imagen y semejanza de su fundador, nunca se quiso violenta ni dinamitera, topó desde el inicio de su andadura con la todavía ofuscada censura del franquismo, que para mayor abundamiento consideraba a Ruiz Giménez como un desertor de sus filas, y sobre la humilde pero influyente publicación, y sobre su cabeza más visible, cayeron multas, cierres y otros desmanes. Muchos ignoran que en aquellos tiempos de tribulación el siempre suave don Joaquín supo dar muestras de la rara fibra de acero que templaba su ánimo ante la adversidad. Aquellos que malévolamente le comparaban con una monja de clausura sabían poco de su temple y determinación cuando se trataba de defender la causa que él entendía estaba guiada por la justicia y la razón. «Cuadernos para el Diálogo» fue una escuela de democracia para los muchos que la elaboraron y los tantos más que fielmente la siguieron cuando el término era sólo un deseo que no tenía ni tiempo ni forma de plasmación, y su misma existencia, y el profundo surco que dejó en la posibilidad de la recuperación de la libertad para los españoles, tiene la huella imborrable de don Joaquín. Que no sólo lidió con la censura y sus diversas manifestaciones, sino que además supo mediar, poner orden, mantener el sentido del propósito y en definitiva sostener a flote un barco cargado de esperanzas pero también de incertidumbres, frustraciones y, a la postre, que en ellas también está la democracia, divergencias. El resultado debería ser ampliamente conocido, porque no sólo está en la memoria y en los anaqueles de los que puntualmente siguieron las entregas periódicas de la revista y la prolífica producción editorial de la marca, sino que fructificó felizmente en la atmósfera de entendimiento y conciliación que hizo posible la Constitución de 1978 y con ella la libertad en España. No es en absoluto exagerado, sino más bien de estricta justicia, situar a Joaquín Ruiz Giménez entre aquellos próceres –y nunca mejor empleada la palabra– que posibilitaron el retorno de España y los españoles hacia la vida democrática.

Pero, cual nuevo Moisés, el profeta no llegó a la tierra prometida, y las urnas electorales en 1977, las primeras pluripartidistas que el país conocía en 41 años, le negaron a don Joaquín el derecho a representar en las Cortes Generales al pueblo por cuya libertad tanto había luchado. Supo arrostrar el sarcástico resultado con entereza cristiana y tranquilidad cívica, orillando desde entonces la querella partidista –para la cual nunca se sintió especialmente inclinado– y profundizando en sus convicciones como hombre de concordia y paz. Fue siempre un ejemplo de honradez y entrega, de proximidad y afecto, de inteligencia y razón. Luchó por lo que creyó justo y no temió enfrentarse a los poderosos cuando le pareció imprescindible –su gestión como Defensor del Pueblo fue tan impecable que ni PSOE ni AP quisieron prorrogar su mandato–, pero mantuvo permanentemente como norma la de respetar la dignidad del otro, por muy contrario que resultara. A los cien años de su nacimiento, justo y necesario resulta evocar su recuerdo. La Patria y los españoles se lo deben.

Javier Rupérez, académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Fue uno de los fundadores de «Cuadernos para el diálogo»

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