Joe Biden solo ha dicho de Taiwán lo que ya sabe todo el mundo

La decisión del presidente Joe Biden de afirmar categóricamente que Estados Unidos intervendrá militarmente en caso de que China ataque Taiwán, como hizo durante la conferencia de prensa conjunta del lunes en Tokio con el primer ministro japonés, Fumio Kishida, ha provocado indignación en Pekín y mucho malestar en gran parte, incluso la mayoría, de los responsables de la política exterior estadounidense, entre ellos muchos partidarios del presidente tanto fuera como dentro de la Administración. Un hecho que lo demuestra fue que, pocas horas después de las declaraciones de Biden, el Departamento de Estado estaba, como dicen eufemísticamente en Washington, “retractándose” de los comentarios del presidente e insistiendo en que la política de Estados Unidos respecto a Taiwán no había cambiado.

El problema es que esta política, que se remonta a 1979, año en el que Estados Unidos decidió reconocer a la República Popular China (RPC) como “único Gobierno legal de China” y dejar de reconocer a la República de China —es decir, Taiwán—, era totalmente incoherente y contradictoria cuando se acordó y lo es más hoy, si cabe. Por un lado, Estados Unidos aceptó y sigue aceptando la opinión de Pekín de que Taiwán no es, como asegura la isla, una entidad soberana separada. Pero, por otro lado, Washington nunca ha aceptado la declaración de la República Popular de que Taiwán forma parte de China. Esta contradicción aparece ya en el c omunicado conjunto chino-estadounidense de diciembre de 1978, en el que el texto en chino dice que Estados Unidos “reconoce” que Taiwán es parte de China pero en inglés dice que Estados Unidos “reconoce la declaración china” de que Taiwán es parte de China.

Joe Biden solo ha dicho de Taiwán lo que ya sabe todo el mundoPor si fuera poca la confusión, poco después de que Estados Unidos cerrara su Embajada en Taiwán y Washington y Pekín intercambiaran embajadores, el Congreso aprobó la Ley de Relaciones con Taiwán, que establece que los lazos de Estados Unidos con la RPC se basan “en la expectativa de que el futuro de Taiwán se determinará por medios pacíficos”, algo a lo que Pekín no se comprometió entonces ni se ha comprometido después. Asimismo, Estados Unidos se comprometió a proporcionar a Taiwán “armas de carácter defensivo” y a “mantener la capacidad de Estados Unidos para hacer frente a cualquier uso de la fuerza [por parte de Pekín] u otras formas de coerción que pongan en peligro la seguridad o el sistema social o económico del pueblo de Taiwán”.

En Washington, esta postura de Estados Unidos se denomina “ambigüedad estratégica”. Este término puede aplicarse a la política de Israel de no reconocer que tiene un arsenal de armas nucleares que podría utilizar si sintiera su existencia amenazada por sus enemigos (léase Irán). Pero no tiene sentido en el caso de Taiwán. En todo caso, un término más apropiado sería “contradicción autodestructiva”. Estados Unidos no reconoce a Taiwán pero lo defenderá (sin concretar los medios), y proporciona a Taiwán los medios militares para defenderse… pero solo con “armas defensivas”, lo que en términos militares no solo es ambiguo sino que carece de sentido, puesto que seguramente podrían calificarse de armas defensivas incluso las armas nucleares (en la medida en que se acepte la doctrina de la destrucción mutua asegurada).

En realidad, la política de ambigüedad estratégica de Washington solo ha funcionado, y solo puede funcionar, si China no se toma en serio reconquistar su provincia renegada (que es como la considera) por la fuerza. En el momento del reconocimiento mutuo entre Estados Unidos y la RPC, China era demasiado débil para hacerlo. Cuando los chinos adoptaron la perestroika (aunque, por supuesto, no la glasnost) y se convirtieron en capitalistas (autoritarios), durante la era de Deng Xiaoping, y ascendieron hasta convertirse en el taller del mundo y en la segunda economía más grande, quizá pareció razonable suponer que, cuanto más se incorporara China al sistema global —un proceso que sacó a cientos de millones de personas de la pobreza—, menos probabilidades habría de que lo pusiera todo en peligro con una guerra.

Por supuesto, esta era la misma lógica en la que se apoyaba la opinión generalizada de que, cuando China recuperara Hong-Kong, cumpliría sus compromisos de permitir que la ciudad funcionara bajo normas más democráticas. El argumento era que permitir que el centro financiero se rigiera por normas distintas a las del resto de la RPC redundaba en beneficio de los intereses económicos y la reputación política de Pekín. Pero esa esperanza se desvaneció con la imposición en 2020 de duras leyes de seguridad nacional y la represión del movimiento democrático que surgió como consecuencia. Cuando China habla de “una sola China”, está claro que quiere decir precisamente eso: una sola China con un solo sistema.

Por lo que respecta a Taiwán, ya ni se habla de la esperanza de que China pudiera permitir una reunificación suave, como hizo al principio en Hong-Kong, y dejar que la isla conserve su identidad democrática y cierto grado de autonomía. Las únicas dudas son si, como algunos creen, China acabará intentando apoderarse de la isla por la fuerza y si el ruido de sables de los dos últimos años —aviones militares que invaden el espacio aéreo taiwanés, ejercicios navales que parecen simular lo que haría la armada china si tuviera que apoyar la invasión— debe considerarse una señal de guerra inminente.

El presidente Biden ya endureció su postura a favor de Taiwán el pasado mes de agosto, cuando prometió que Estados Unidos acudiría en su ayuda si sufría un ataque y causó la misma consternación y confusión en el Departamento de Estado como con su declaración de esta semana. Pero es evidente que la invasión rusa de Ucrania ha reforzado aún más esa tendencia. Así lo dijo en la rueda de prensa de Tokio, cuando afirmó que los acontecimientos de Ucrania habían hecho que la responsabilidad de Estados Unidos con la defensa de Taiwán fuera “todavía mayor”.

Biden cree claramente que existe el peligro de que la ofensiva de Rusia anime a los chinos a iniciar su propia invasión. Es imposible saber si tiene razón, aunque muchos de los que descartan esos temores también desestimaron las predicciones de Biden antes de que Moscú atacara Ucrania. Otra teoría sostiene que la alarma de Biden está fuera de lugar, no porque el ataque ruso no envalentonara al principio a Pekín, sino porque la inesperada y sólida resistencia con la que han topado las fuerzas rusas ha servido de advertencia a los estrategas chinos. Quienes defienden esta opinión dicen que una invasión sería carísima para un Ejército chino que no tiene ni una mínima parte de la experiencia de combate que tienen las fuerzas rusas, y recuerdan que la última guerra en la que participaron los chinos fue la que libraron contra Vietnam en 1979, en la que sufrieron una tremenda derrota.

El problema fundamental para Washington es que la doctrina de la ambigüedad estratégica desarrollada a finales de los años setenta parece haber superado hace mucho su fecha de caducidad. Esto es lo que Biden ha comprendido, aunque su Departamento de Estado no lo haya hecho. China es ahora diferente: más segura de sí misma, más intransigente y probablemente con más competencia militar. Y Taiwán es muy diferente, puesto que se ha convertido en una democracia ejemplar en una época en la que la democracia parece estar en retroceso en casi todas partes (en mi opinión, incluso en Estados Unidos). Después de la invasión rusa de Ucrania, pensar que la posibilidad de que China emprenda una acción similar es remota parece el colmo del autoengaño. Si alguna vez fue realidad la llamada “larga paz” posterior a la II Guerra Mundial, en Bucha y Mariupol ha llegado a su fin, y esa verdad se palpa en Asia oriental tanto como en Europa del este.

En realidad, es secundaria la cuestión de si Biden fue prudente o no al decir pública y categóricamente algo que todo el mundo, tanto en Pekín como en Washington, sabe a la perfección: que la doctrina de la ambigüedad estratégica es tan inútil como la Línea Maginot. Pekín puede fingir indignación, pero entiende muy bien que, a pesar de Ucrania, Estados Unidos sigue apartando su centro de gravedad militar de Oriente Medio y Europa y acercándolo al Pacífico, y que está cimentando o reforzando las relaciones militares con Australia a través del acuerdo Aukus, con Corea del Sur y, lo más importante de todo, con un Gobierno japonés que parece tener la voluntad y los apoyos políticos necesarios para modificar su Ley Básica y aumentar seriamente su poder militar —con la recién anunciada subida del presupuesto de defensa, que pasará del 1 % del PIB en 2021 al 2 % en 2022—.

No cabe duda de que es esto, y no las florituras retóricas de Biden, sobre lo que los estadounidenses deben tratar de reflexionar y llegar a un acuerdo. ¿Es China la principal amenaza militar para Estados Unidos y sus aliados asiáticos? Si es así, ¿cómo se puede hacer frente a esa amenaza y hasta dónde debería estar dispuesto a llegar Estados Unidos? ¿Hasta el punto de entrar en guerra con China para defender a Taiwán? ¿O debería retirarse, confiar en que se mantenga el statu quo, e intentar todos los medios diplomáticos posibles, pero, en caso de que China invada, reconocer que no puede hacer nada?

Si esta última es verdaderamente la opción que prefieren los norteamericanos, entonces es difícil ver qué sentido tiene seguir manteniendo el inmenso aparato militar del que dispone hoy Estados Unidos. Pero parece muy poco probable que esa sea la opción que tome Washington; de hecho, todos los indicadores apuntan en sentido contrario. Que Estados Unidos abandone a Taiwán a su suerte supondría, de hecho, decir que las garantías militares de Estados Unidos no tienen ningún valor. Y asimismo hay una dimensión ideológica: la de la legitimidad del poder de Estados Unidos. Un realista y, por supuesto, un antiimperialista dirían que la legitimidad es falsa desde el principio. Pero incluso los defensores del punto de vista contrario se verán en apuros para defender la legitimidad del poder de Estados Unidos si no se utiliza para defender a Taiwán. Porque si no vale la pena defender esa democracia por la fuerza de las armas, ¿qué país vale la pena defender? Este es, en mi opinión, el debate que deberíamos mantener.

David Rieff es periodista y escritor. Uno de sus libros es Elogio del olvido: las paradojas de la memoria histórica (Debate). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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