El centenario del nacimiento de John F. Kennedy es una ocasión propicia para reflexionar, no solo sobre su papel en la historia, sino también sobre el liderazgo y los líderes políticos en su conjunto, incluida los de la época actual, una época en la que se están produciendo cambios culturales, sociológicos, económicos, políticos, tecnológicos y científicos que podrían llegar a generar un hábitat en el que los seres humanos tendrían condiciones vitales muy diferentes y objetivos y valores profundamente distintos. A lo largo de la historia han existido varias épocas en las que eventos transcendentes (la escritura, la caída del Imperio Romano, la revolución industrial, la revolución francesa, la imprenta, los descubrimientos geográficos, la reforma protestante, etc.) alteraron la vida de los ciudadanos y su forma de hacer y de pensar. En esta época esa alteración puede ser mucho más esencial y sería importante contar con líderes capaces de asumir las nuevas realidades y guiarnos –muchas veces tocando de oído– en un proceso en el que ni siquiera será posible definir anticipadamente los retos a los que nos enfrentaremos.
El presidente Kennedy sí conocía cuales eran –y eran muchos– los retos de su país. A lo largo de su vida (1917-1963) el mundo vivió –entre otras cosas– el drama y la tragedia de dos guerras mundiales que dieron paso a décadas de una «guerra fría» entre la Unión Soviética y los Estados Unidos por la supremacía mundial. Durante ese largo periodo se mantuvo una alta tensión política con dos momentos especialmente peligrosos: la fracasada invasión –fue un auténtico desastre– de la Bahía de los Cochinos en Cuba y sobre todo la crisis de los misiles que durante dos semanas mantuvo al mundo en vilo porque estuvimos al borde de una guerra nuclear. Concluyó este episodio con la retirada por Rusia de los misiles que pretendía colocar en Cuba a cambio de algunas concesiones por parte americana que no se hicieron públicas en aquel momento.
A partir de entonces Kennedy luchó a fondo por desarrollar una estrategia de paz que se inició en 1961 con la Alianza para el Progreso con Latinoamérica que firmaron todos los países menos Cuba, al que siguió el Tratado de Prohibición de armas nucleares que se firmó en agosto de 1963 –unos meses antes de su asesinato– después de vencer muchas resistencias internas.
En todo caso lo que define y describe de una manera más cierta la presidencia de Kennedy –que duró poco más de mil días– es sin duda su concepto de la «nueva frontera» que el mismo diferenció de la propuesta de la «new liberty» de Woodrow Wilson en la que este presidente prometía un nuevo marco político y económico y la del «new deal» de Franklin Roosevelt que hablaba de la seguridad y el socorro a los más necesitados. «La nueva frontera de la que os hablo –estas son sus palabras en el discurso de aceptación de su candidatura– no es un conjunto de promesas, es un conjunto de desafíos» y lo concretó así: «más allá de esa frontera están los inexplorados ámbitos de la ciencia y del espacio, los problemas no resueltos de la paz y la guerra, los invictos refugios de la ignorancia y los prejuicios, de las muchas preguntas sin respuestas, de la pobreza y de la abundancia». Estas ideas las reiteró en su toma de posesión como presidente el 20 de enero de 1961 en el que figura la famosa frase de «compatriotas, preguntad no que puede hacer vuestro país por vosotros; preguntad, que podéis hacer vosotros por vuestro país».
Kennedy –el presidente más joven en ocupar la Casa Blanca y el primer y, hasta el momento, único, presidente católico– aportó a la vida política americana y a la del resto del mundo un nuevo estilo, unas formas diferentes, un lenguaje distinto y una imagen estética. Fue, en efecto, una persona consciente de su enorme atractivo físico y mental y se comportaba siempre como un actor representando un determinado papel. Sus ruedas de prensa acababan siendo un verdadero espectáculo teatral. «El mito de Kennedy, como dice su biógrafo francés André Kaspi, lo inventó el propio Kennedy». La defensa absoluta de los derechos civiles, su religión, sus tendencias al elitismo, su vanidad, su riqueza y otros factores acabaron generándole muchos enemigos y resistencias a su acción pública, tanto en la ciudadanía, como en ambientes conservadores y también en su propio partido. Muchos analistas aludieron a la envidia como un factor decisivo en este proceso.
Con motivo del centenario de su nacimiento, se van a celebrar en los Estados Unidos todo tipo de actos en su memoria en el que van a colaborar muchos países del mundo. El Kennedy Center de las Artes ha programado toda una serie de espectáculos culturales, en donde se recuerden sus valores y sus virtudes, que él resumía con las palabras «coraje, libertad, justicia, servicio y agradecimiento». La Escolanía de Montserrat participará en el ciclo de conciertos y es de esperar que participen más representantes españoles.
La imagen de Kennedy sigue estando viva. Al pronunciar su nombre aparece automáticamente su figura física. La figura de un líder auténtico, un líder positivo y optimista, un líder generoso –como afirma el historiador Salvador Rus en una reciente y muy completa biografía de JFK– de los que «conciben la política como un servicio público, y comprenden que sus iniciativas y sus logros los disfrutarán otros».
Vamos a necesitar líderes que afronten esta época con un mínimo de grandeza de espíritu y de dignidad humana y en estos momentos es imposible encontrarlos en la escena mundial. La única excepción sería Angela Merkel que ha demostrado que la solidaridad con la emigración y el refugio están por encima de los intereses políticos. En su conjunto todos los demás líderes están enredados y enmarañados en disputas estériles, en asuntos menores, en estrategias de desgaste y en enfrentamientos gratuitos en donde el interés nacional carece de la menor significación. El estamento político no está a la altura de los tiempos. Nadie nos pregunta, nadie tiene la autoridad moral que tenía Kennedy para preguntarnos qué podemos y debemos hacer por nuestro país. España, en concreto, lleva esperando una respuesta desde hace demasiado tiempo.
Antonio Garrigues Walker, jurista.