Jordi Pujol o el deshonor de Cataluña

«Los príncipes son compañeros, si no dueños de las leyes; el poder que la justicia no ha ejercido sobre sus cabezas, es razonable que lo ejerza sobre su reputación y sobre los bienes de sus herederos, -cosas que a menudo preferimos a la vida-.» Michel de Montaigne

Han pasado siete años desde que el expresidente de la Generalitat emitió su mendaz confesión sobre la fortuna oculta en paraísos fiscales, durante más de treinta años, proveniente de un inverosímil legado de su padre, acompañada de un presunto arrepentimiento, demandas de perdón y voluntad de expiación.

Al conocerse la noticia, en 2014, apenas hubo reacciones airadas en Cataluña. La más extemporánea fue el iconoclasta derribo de una estatua que representaba a Pujol encaramado en lo alto de un pedestal, y que en un acto de egolatría propio de los regímenes totalitarios fue inaugurada por el propio representado. Del impacto emocional de la noticia se pasó al silencio y al olvido, como si nada hubiera ocurrido.

Hasta que de forma sigilosa Pujol fue haciendo apariciones públicas. Primero de forma ocasional hasta alcanzar el paroxismo al convertirse en nonagenario. Los exégetas hicieron esfuerzos por desentrañar su personalidad, tal que si fuera un jeroglífico indescifrable. Sobre su obra de gobierno se derramaron los elogios necesarios para convertirla en ingente, aunque Cataluña, comparativamente, hubiese progresado menos que España, Madrid o Barcelona en el mismo plazo de tiempo.

No hay que olvidar que Pujol lograba holgadas victorias gracias a que la mitad de los electores no se sentían impelidos a votar en unos comicios catalanes. Ejercía un poder omnímodo, cuasi por asentimiento, lo que el presidente Tarradellas vaticinó como una «dictadura blanca», con la aquiescencia de la oposición socialista que bendecía sus ensoñaciones identitarias mientras que una élite de la burguesía catalana buscaba refugio en un ‘capitalismo clientelar’ o de ‘amiguetes’ sin precedentes en nuestro país y que dio lugar a una corrupción propia, ‘made in Cataluña’, con reiteradas imputaciones a miembros del gobierno o dirigentes del denominado ‘sector negocios’ de su partido. Amordazó a los medios de comunicación hasta tal punto que -salvo alguna excepción en un semanario irreverente al inicio de su mandato- nunca desvelaron a la opinión pública un caso de corrupción. Ni uno solo.

El definitivo enjuiciamiento de Pujol, de todos sus hijos y de los colaboradores necesarios para la comisión de los delitos que permitieron, según el fiscal, un enriquecimiento de todos ellos aprovechando el cargo de presidente de la Generalitat, ha acelerado su práctica rehabilitación pública. En Cataluña, está hoy más vigente que nunca lo que decía Hanna Arendt: «Lo que define a la verdad factual es que su opuesto no es el error, la ilusión ni la opinión, sino la falsedad deliberada o la mentira».

En el imaginario colectivo se ha implantado un corpus hermenéutico. Hay explicaciones endógenas que hacen de lo sucedido un simple error humano, un borrón sin importancia en la hoja de servicios de Jordi Pujol. Su delito fiscal, no se sabe si «por miedo, por desidia, por ligereza, por debilidad» (según declara en su reciente libro de conversaciones) estaría justificado por su exclusiva dedicación a la misión que tenía encomendada como padre la patria. Se le exonera, también, trasladando la responsabilidad de la corrupción a sus vástagos, alegando un imposible desconocimiento de sus fechorías, así como su autoproclamada incapacidad para ejercer como padre. Tampoco faltan quienes convierten a su esposa, Marta Ferrusola, en una figura shakesperiana, el ‘deus ex machina’ de todo lo sucedido.

La alardeada exigencia ética de líder nacionalista, su inveterada condición de predicador con sus arengas de moralina barata, finalmente le habría jugado una mala pasada, aunque no cese de repetir la letanía de que «No soy un corrupto. No soy un corrupto…», convertida ya en un sonsonete, ni deje de compararse con Helmut Kohl, el canciller que logró la reunificación de Alemania pero que cayó en desgracia por un caso también de corrupción. A pesar de su inusitado interés por pasar a la Historia, incluso su propio cuñado Francesc Cabana ya ha sentenciado que «La Historia no absolverá a Jordi Pujol».

Por si todo ello no bastara siempre se puede recurrir al malvado ‘Estado español’. El origen sería la famosa entrevista televisiva que le hizo Jordi Évole en 2012, en que Pujol se declaraba partidario de la independencia en un hipotético referéndum de autodeterminación. Sería, a fin cuentas, una maniobra del Gobierno del Partido Popular para tratar de frenar, a través de una mala praxis policial, el llamado ‘procés’ independentista. De ahí el ‘pantallazo’ de sus cuentas en Andorra, y el convencimiento general en Cataluña de que no podrán demostrarse las acusaciones allí vertidas a causa de los años transcurridos y de que al final la cosa acabará en nada, o casi nada como ya ocurrió con Banca Catalana.

Es un precedente nada desdeñable. La respuesta del nacionalismo al enjuiciamiento de Pujol fue una demostración de fuerza ante la aún débil democracia española, tras el fallido golpe de estado del 23-F. La inhibición como inculpado de Pujol, tras sus bravatas de que «a partir de ahora de ética solo hablaremos nosotros» proclamadas desde el balcón de la Generalitat ante una multitud enfervorecida, le concedió un régimen de absoluta impunidad con la condescendencia de los sucesivos gobiernos de España, hasta el punto de convertirse en un auténtico virrey de Cataluña, tal como reza el título de una hagiografía.

También lo es para los actuales líderes del independentismo, como escribe recientemente el politólogo Albert Aixalà en la revista de pensamiento en catalán, ‘Política & Prosa’: «Pujol no solo supo construir una estrategia de agitación para enfrentarse a la Justicia, sino que consiguió que una mayoría de la Audiencia de Barcelona decidiese no juzgarlo. Esto es ejercer el poder: hacer que los otros hagan aquello que tú quieres, aquello que a ti te conviene. No solo los tuyos sino también los demás».

El día que finalmente se inicie la vista oral no serán solo Pujol, sus hijos y el resto de los implicados quienes se sienten en el banquillo de los acusados, sino que también lo hará Cataluña, aquella que Pujol moldeó a su antojo y semejanza y que nos ha llevado hasta la actual situación de ruina económica y fractura social, al colapso total.

Manuel Trallero es escritor y periodista.

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