Jordi Solé Tura, en su pueblo

No hace mucho, a principios de noviembre, la ciudad de Mollet del Vallès rindió homenaje a su hijo Jordi Solé Tura. Lo hizo con motivo de la creación del Centre d'Estudis per la Democràcia, instaurado por el ayuntamiento, que ahora ofrece el Premio Jordi Solé Tura a la mejor tesis doctoral sobre democracia.

Es muy apropiado que lo haya creado una población como Mollet, abanderada a través de los siglos de la tradición cívica catalana: no solo sus raíces son de las más antiguas del país, sino que, como Carrer de Barcelona desde el siglo XIV, la ciudad --¡que no pueblo!-- tuvo representación en el Consell de Cent y participó de la difícil, pero fundamental desfeudalización de la sociedad de la que nuestro pueblo ha sido adalid entre otros pocos de Europa. Mollet del Vallès participó con empuje en los procesos de modernización e industrialización de Catalunya. Fue bombardeado por la aviación fascista con un derramamiento de sangre en los Quatre Cantons que lo único que hizo fue reforzar su fidelidad republicana y catalana.

Jordi Solé ha sufrido, en plena vida, una cierta mitificación. Como suele pasar, esta mitificación ha arrastrado, a mi parecer, más de una tergiversación. A lo largo de mi invariable y profunda amistad con él, las he oído de todos los colores. Solo unos pocos parecían haberse dado cuenta de que aquel al que hoy se considera --con razón-- uno de los padres de la Constitución de 1978 o uno de los politólogos y sabios constitucionalistas más notables de España o, más mediáticamente, el ministro que llevó e instaló el Guernica de Picasso en el Museo Reina Sofía, es un ciudadano firme como una roca que nunca ha cambiado ni de opinión ni de talante.

Mucho antes de publicar su obra maestra Catalanisme i revolució burgesa, Jordi Solé, uno de los primeros miembros universitarios del clandestino partido comunista de Catalunya (PSUC), ya había tomado posiciones que nunca cambiaría. La independencia intelectual que le llevó --armado de una interpretación progresista del catalanismo y de un análisis riguroso de las bases sociales y actitudes democráticas, pero tradicionalistas, del Noucentisme-- a emitir un juicio histórico severo de la burguesía catalana, le llevaría a un enfrentamiento gravísimo --en pleno franquismo-- con aquellos que no pudieron admitir que la historia de aquella burguesía fuese también la historia de lo que él sin tapujos consideró un fracaso histórico. Simplemente decirlo, a pesar de que lo razonara, matizara y explicara con datos y argumentos racionales, era para algunos peor que una herejía.

Reformsita serio, Jordi Solé nunca ha creído que la violencia revolucionaria fuese necesaria, y menos aún que la intolerancia antidemocrática fuese tolerable. Por esto fue expulsado del partido comunista, acusado de tonterías como la de ser un "social traidor", entre otras expresiones rancias, que no sirven para nada hoy ni servían para nada ayer. Todo lo contrario.
Su pertenencia a movimientos de renovación del PSUC, como Bandera Roja, recibió tanta opinión hostil como su incorporación ulterior al socialismo del PSOE, este, en su mejor momento. Mientras, los menos interesados en la importancia (capital, ¿tengo que decirlo?) de las ideas despreciaban o ignoraban sus aportaciones a la teoría general de la izquierda, como introductor en Catalunya del pensamiento fundamental de Antonio Gramsci, o al pensamiento político del ámbito hispánico, o sus devastadores ataques al aparato jurídico de la dictadura franquista.

El documental que su hijo Albert ha realizado sobre la vida de su padre --Bucarest, la memòria perduda-- acaso habrá ayudado bastante, durante el último año, a hacer justicia a la obra y aportación de Jordi Solé Tura a la democracia contemporánea en nuestro país. La deuda de los catedráticos de Ciencia Política y Derecho Constitucional que, quizá un poco menos emocionados que aquel que pronunciaba unas palabras sobre la vida de su amigo y compañero de ilusiones (y derrotas, es preciso decirlo), solo se puede captar hoy en las aulas de las universidades y en la formación de una nueva generación de académicos y pensadores dedicados a edificar y cultivar la democracia aquí. La herencia del sabio politólogo molletense será al fin y al cabo la de haber construido y consolidado, a escala universitaria, un pensamiento político racional, patriótico y esencialmente participativo, en plena modernidad.

Jordi, no pudiste venir a tu pueblo el otro día. Si lo supieras, estarías muy contento de ser profeta en tu tierra, un conciudadano querido por todo el mundo. Incluso, dejando de lado tu socarronería vallesana, que tanto nos ha acompañado, te hubieses encontrado a gusto. Nada incómodo, a pesar de tu proverbial modestia. Lo que el ayuntamiento de tu ciudad ha decidido hacer --promover prácticamente tu causa, que es la de la democracia y la de una Catalunya tolerante, paciente, trabajadora, amable-- ha sido un acierto. Que sea por muchos años.

Salvador Giner, presidente del Institut d'Estudis Catalans.