José Nicolás de Azara

En otoño de 2012, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte adquirió, con destino a los fondos artísticos del Museo del Prado, un excelente cuadro realizado por Antón Rafael Mengs (Aussig, Bohemia, 1728-Roma 1779), que representa al famoso polígrafo español, objeto de estos párrafos, al que cabe la calificación de aragonés universal, en razón de sus conocimientos, actividades yes critos, todos el los propios de un ilustrado en el mejor estilo del siglo XVIII. El conocido pintor, a quien se incluye en la escuela alemana de la época por familia, biografía y tareas, consiguió una efigie elegante y directa en la que el modelo, manteniendo un libro en la mano derecha, semeja haber suspendido la lectura para meditar serenamente acerca de lo que el texto le ha sugerido. De hecho, es una de las más penetrantes plasmaciones del carácter de un personaje, lograda por el artista merced a un magistral ejercicio de los pinceles y al mutuo aprecio entre ambos, no en vano mantenían una estrecha relación; la firma, situada al reverso, lo proclama: Mengs a su amigo en Florencia por enero 1774. A su vez, Azara escribió en sus Obras: «Hizo mi retrato en el poco tiempo en que me detuve en Florencia y su amistad le empeñó en hacer una maravilla del Arte». Tal opinión queda constatada contemplando la imagen, que semeja asomarse al presente del que le separa un fingido antepecho en trampantojo.

Azara nació en Barbuñales (Huesca) el 5 de diciembre de 1730 y murió en París el 26 de enero de 1804. Perteneció a una familia infanzona y, entre sus hermanos, destacó Félix –marino, ingeniero militar, naturalista, escritor y colonizador en el Río de la Plata–, que fue retratado por Goya en un formidable lienzo, hoy conservado en Zaragoza. También otros hermanos alcanzaron cargos sumamente distinguidos: uno murió siendo obispo de Barcelona, otro fue presidente del cabildo de la catedral y maestre - escuela dela Universidad Sertoriana, ambas de Huesca, etc. En la siguiente generación hubo un sobrino varias veces ministro, otro cardenal, un tercero reputado marino…

El joven José Nicolás hizo el bachillerato en Leyes, cultivó el dibujo y el grabado, poseyó una gran afición por las artes y fue amigo de teóricos de la nueva estética neoclásica –como Winckelman– y protector de artistas, resaltando el caso de Mengs, a quien animó a trabajar en España, y del que publicó además sus afamados escritos, después de su muerte. Estudió en la Universidad de Salamanca, consagrándose a destacadas tareas literarias; allí fue nombrado bibliotecario del Colegio Mayor de San Salvador de Oviedo, dedicación desempeñada a lo largo de una década, lo que le facilitaría la creación, más adelante, de su extensa biblioteca privada de textos clásicos en Roma.

En marzo de 1760, recién iniciado el reinado de Carlos III (1759-1788), entró a formar parte de la Secretaría de Estado, en la Corte de Madrid, inclinándose decididamente al campo diplomático. Después de un periodo de cinco años, en el que adquirió una gran experiencia, fue nombrado agente general y procurador del Rey en Roma, mientras ejercía el pontificado Clemente XIII (1758-1769). A partir de entonces vivió treinta y dos años en la Ciudad Eterna, conociendo a Clemente XIV (1769-1774), Pío VI (1774-1799) y Pío VII (18001823). Se fue convirtiendo en un hombre estimado por los Papas y los grandes soberanos europeos, que recurrieron a sus buenos oficios, como el emperador de Alemania José II, los de Rusia, Catalina «la Grande» y Pablo I, Federico II de Prusia, los reyes de Suecia y Dinamarca... Desde noviembre de 1771 también se ocupó de la política de Parma y estuvo vinculado a la crisis de la expulsión de la Compañía de Jesús a la vez que a otras delicadas cuestiones eclesiásticas. Fue nombrado caballero de la Orden de Carlos III y Bailío Gran Cruz de la Orden de San Juan de Jerusalén.

En 1784 obtuvo el puesto de embajador en Roma y en 1789 accedió al Consejo de Estado, reinando ya Carlos IV (1788-1808). Su situación se hizo más comprometida en medio de las tormentas inducidas por la Revolución Francesa y, debido a sus buenas relaciones en la gran política europea, fue requerida su presencia en numerosas situaciones espinosas y conflictivas, no siendo las menores aquellas derivadas de la invasión francesa de Italia. Trató con Bonaparte, que le admiraba, y, aunque era Caballero Romano, los odios y calumnias de los habitantes de la Ciudad Eterna causaron su destierro. En 1798 llegó a París en calidad de embajador; estuvo dos años, regresó a España y de nuevo fue enviado a la capital de Francia con la misma función; incluso el duque de Parma le nombró su ministro plenipotenciario y le otorgó el título de marqués de Nibbiamo.

Participó, como representante español, en los preliminares para la Paz de Amiens, de 1802, donde coincidió con José Bonaparte, consiguiendo la devolución de la isla de Menorca a la Corona de España. A fines de 1803, cansado y envejecido, previendo los males que Francia iba a desencadenar sobre el reino español, solicitó el retiro, falleciendo poco después en París.

Fueron muchas las publicaciones que redactó, tradujo e impulsó. Aparte de su formidable biblioteca, reunió una magnifica colección de bustos clásicos, extraídos de las excavaciones de la Villa Adriana, de Tívoli. Tales esculturas decoraron su palacio romano y luego fueron regaladas al rey, encontrándose hoy repartidas entre el Museo del Prado y el Patrimonio Nacional. También le interesaron los descubrimientos arqueológicos de Pompeya y Herculano, promovidos por Carlos III, cuando era rey de Nápoles.

Con su muerte desapareció un gran europeo, inteligente servidor de los intereses españoles, activo defensor de los derechos de los Papas, consejero de muchos monarcas extranjeros, amante de la cultura, extraordinario escritor, coleccionista de piezas artísticas y experto bibliófilo.

Juan J. Luna

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *