Joselito está vivo

Hace cien años, el 16 de mayo de 1920, murió Joselito El Gallo. Tenía veinticinco años. Su muerte marcó el final de la Edad de Oro de la Tauromaquia. ABC dio la mejor información de la tragedia porque su ilustre crítico, Gregorio Corrochano, fue el único que presenció la corrida.

En muchas tertulias, acabamos hablando todos de José y Juan, aunque ninguno los hayamos visto torear. No es tan raro. Una persona culta sabe cuál es el sentido de la filosofía de Platón y de Aristóteles aunque no se haya ido de copas con ellos.

Representan dos polos opuestos y complementarios: el predominio (no la exclusividad) de la técnica frente a la estética; la cabeza o el corazón; lo apolíneo o lo dionisíaco... Históricamente, el final de la lidia clásica y el comienzo del toreo moderno. Con el tiempo -como dijo Dámaso Alonso de Don Quijote y Sancho-, Joselito se «belmontiza» y Belmonte se «joselitiza»: asimilaron, los dos, muchas cosas de su rival. ¿A dónde hubiera llegado José si no lo mata un toro? Nunca lo sabremos...

Joselito está vivoFueron seguidores de Joselito los grandes profesionales que yo he leído (Ignacio Sánchez Mejías, Gregorio Corrochano, Camará) o conocido: Marcial Lalanda, Domingo Ortega, Alfredo Corrochano, los Dominguín, los Vázquez, los Lozano… Se apasionaron por Belmonte los grandes escritores y artistas, a partir de Valle-Inclán y Pérez de Ayala.

Otro dato objetivo los diferencia: Juan Belmonte era un personaje genial, hubiera destacado en cualquier terreno, tenía múltiples inquietudes: soñaba con explorar África; se apasionaba por las novelas francesas... Joselito, en cambio, no era nada más que torero; no podemos imaginarlo dedicado a ninguna otra cosa.

Me contaba Marcial Lalanda que, en agosto, si le quedaba una fecha libre -por ejemplo, viajando de Almería a Bilbao-, Joselito pedía que le encerrasen un toro: no podía estar ni un día sin torear. Escribe Corrochano: «Cuando no torea, piensa y habla de toros. No sabe hablar de otra cosa ni ser otra cosa».

Eso determina el tipo de libro que se escribe sobre cada uno. Sobre Belmonte, una biografía novelada, la que redacta, casi al dictado, el gran periodista -no taurino- Chaves Nogales: «Juan Belmonte, matador de toros». Sobre Joselito, uno de los tratados de técnica taurina más completos, el de Gregorio Corrochano: «¿Qué es torear? Introducción a la Tauromaquia de Joselito». Para introducirse en la Fiesta, el libro de Chaves Nogales es apasionante. Para profundizar en su conocimiento, el de Corrochano es esencial. Lógicamente, una biografía es más atractiva, para el gran público, que un tratado técnico. (Por eso dice Antonio Burgos que Juan le ganó la batalla a José... en Alianza Editorial).

Los dos rivales eran también grandes amigos. Una vez, Joselito le dijo a Belmonte: «Tú puedes torear un toro mejor que yo, pero yo soy mejor torero que tú». Estaba definiendo sus Tauromaquias: él era un torero más completo, quería dominar todos los toros y todas las suertes. Ésa es la cumbre de la lidia clásica, según Corrochano: «Torear es mandar en el toro». Es la línea que siguen, hasta hoy mismo, todos los diestros poderosos, dominadores.

Había nacido Gallito -así le llamaban, al comienzo- en una ilustre dinastía de toreros, los Gallos: era hijo de Fernando y hermano menor del genial Rafael. En 1899, Victoriano de la Feria fue a hacerle una entrevista a Rafael, a la casa familiar de Gelves, y se sorprendió al ver a un niño «que cuenta cuatro años de edad, ejecutando, con una destreza impropia, varias suertes del toreo».

Eduardo Miura le contó a Corrochano cómo se reveló Joselito, en un tentadero de su casa, al torear con la izquierda una becerra difícil, que había derribado a su hermano Rafael, ya matador de toros: «José, riéndose, le hizo el quite. “¿Por qué habías visto que no se podía torear con la mano derecha?”, le preguntaron. “Pues porque, desde que salió, hizo cosas de estar toreada. No pueden haberla toreado más que en el herradero y, como los muchachos que torean, al herrar las becerritas, torean con la derecha, comprendí que, al achuchar por el lado izquierdo, por el derecho no se podía ni tocar. Y ya lo han visto ustedes”. Entonces se cayó en la cuenta de que, efectivamente, la habían toreado los muchachos del herradero».

Tenía entonces Joselito trece años. Uno más tenía Mozart cuando escuchó, en la Capilla Sixtina, el «Miserere» de Allegri, una obra que estaba prohibido copiar, y, después de haberla oído sólo una vez, la transcribió entera, de memoria. No siempre degeneran los genios precoces…

Esa capacidad para ver al toro la mantuvo José toda su vida y le permitió dominar a las reses más difíciles. Son innumerables las anécdotas que lo prueban. Toreaba un Miura que parecía imposible y un espectador le gritó que, con ése, no iba a poder. Contestó: «A ver si se deja picar». Cuando lo picaron, añadió: «Ya puedo con él. Al quinto pase, le cojo el pitón». Y así lo hizo. Por eso decían que le había parido una vaca; que un toro no le podía coger, si no le tiraba un cuerno...

En siete años de alternativa, toreó veintidós corridas como único espada (en casi todas, además, estoqueó el sobrero). A lo largo de toda su carrera, mató más de mil quinientos toros; sólo en Madrid, ochenta y una corridas...

Tenía el orgullo profesional que todo gran torero necesita.

Toreaba seis toros en Valencia y un espectador le gritó: «Eso, con Miuras». Contestó: «Al año próximo». Y así exigió que se anunciara. Cuando le hablaban de que, en Madrid, despuntaba un joven, pedía: «¡Que me lo pongan!». Así acabó con más de uno.

Además de torear, se preocupaba por todos los aspectos de la Fiesta: inspiró las Plazas Monumentales -la de Sevilla, la de Madrid- para que las entradas no fueran demasiado caras y no se perdiera la raíz popular. Vio claro que el toro debía evolucionar para permitir un toreo más perfecto.

Todo esto son, como pedía Stendhal, «detalles exactos», indiscutibles. Añado mi opinión personal. Hay artistas que se identifican tanto con su arte que acaban encarnándolo (y así lo reconocen los profesionales): Bach es la música; Cervantes, la novela; Shakespeare, el teatro; Joselito, el toreo.

Acercó la lidia a una ciencia exacta... hasta donde eso es posible. Lo reconoció Corrochano, consternado: «¿Qué es torear? Yo no lo sé. Creí que lo sabía Joselito y vi cómo lo mató un toro».

Cuando murió, sentenció El Guerra: «Se acabaron los toros». Se equivocaba: mueren los artistas pero el arte nunca se acaba. Lo decía Valle-Inclán: «Sirve para pasar el invierno: es la eterna primavera».

Acertó Ignacio Sánchez Mejías, que lo adoraba: «El torero no tiene más peligro que dejar de existir. Su muerte no está en la Plaza, sino en la casa. Joselito está vivo, más vivo que nunca».

Totalmente vivo sigue su legado, cien años después.

Andrés Amorós es catedrático de Literatura española.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *