Jóvenes y viejos

Hace poco, en una conferencia sobre el envejecimiento, presencié un duro intercambio de opiniones. La conferenciante defendía que el Estado se volcara en el apoyo a los jóvenes pues eran ellos los principales perjudicados de una crisis que comprometía su futuro mientras los viejos no habían sufrido merma alguna. Fue recriminada de forma muy directa por un participante que le señaló que los pensionistas se habían ganado su derecho a la jubilación por méritos propios. ¿Quién tenía razón? Ambos. La conferenciante acertaba acerca del sufrimiento de los jóvenes, pero su contrincante también atinaba al afirmar que las pensiones no eran un regalo del Estado y que muchos pensionistas apoyaban a sus propios hijos con sus limitados ingresos.

La sociedad española está comenzando a adentrarse en un tipo de debate que promete ser largo, duro y a menudo desagradable. Tendrá como novedad profundamente divisiva e inquietante el hecho de que terminará enfrentando a personas de diferentes edades. Estamos viviendo la fase final de una era donde la dialéctica oponía revolucionarios contra reaccionarios o ricos contra pobres. Esas diferencias han pasado a ser casi anecdóticas gracias al gran invento del siglo XX: el Estado de bienestar. Ese Estado benefactor, con dimensiones educativas, sanitarias, de pensiones, de desempleo y un largo etcétera, se fue construyendo a lo largo del siglo pasado. No fue producto exclusivo de ningún grupo o régimen sino que se fue edificando con el esfuerzo de todos.

Basándose en una dinámica contable, tuvo profundas consecuencias para el cuerpo social: los servicios los recibían aquellas personas con menos recursos y los pagaban los que generaban ingresos. De esa forma, unía la suerte de unos a la de otros, la de los viejos y jóvenes a la de los activos. Todos formaban parte de un gran pacto social que unía y daba coherencia a la sociedad. Dependiendo de su edad, unos contribuían y otros recibían, pero considerando el conjunto del ciclo vital todos salían beneficiados.

Ese pacto está ahora en cuestión y de ahí el profundo peligro de un debate capaz de enfrentar a la sociedad en lugar de unirla. El peligro nace del progresivo resquebrajamiento de la base demográfica que daba sentido contable a todo: el número de dependientes mayores aumenta de forma imparable y los grupos en edad de trabajar apenas crecen e incluso decrecen. La causa son los bajísimos niveles de fecundidad acompañados de las mejoras continuas en la longevidad y en la salud. Desde esta perspectiva, España está mucho peor posicionada que otros países desarrollados, pero en modo alguno es un caso atípico.

Ante estos acontecimientos, y ante el debate ineludible que de ellos deriva, se impone cautela, tanto en las formas como en el fondo, ya que se corre el riesgo de hacer un daño irreparable a la convivencia entre las distintas generaciones, base misma de la sociedad. Los distintos grupos tienen intereses y perspectivas diferentes. Ello es normal, e irá a más. Pero ambos se necesitan, ya que son a la vez parte del problema y de la solución.

Se avecinan tiempos difíciles caracterizados por decisiones que no complacerán a nadie. Ya es hora de que superemos la idea de que es posible mantener o aumentar los niveles actuales de prestaciones sociales. Esa época ya pasó y todos los cambios por venir serán a menos, ineludiblemente. Los números no dan para otra cosa, ni aquí ni en ninguna parte. Cualquier observador atento de la cosa social y política sabe que desde hace años viene habiendo ya reducciones en la provisión de bienestar. Asegurar lo contrario es torpeza o mentira. Es imposible tener un debate sensato sobre estas cuestiones si no se parte de la realidad, por desagradable que sea.

La cuestión clave para la sociedad es ver cómo se puede conservar lo más posible del Estado de bienestar, aunque sea con prestaciones menores. Nos va a todos mucho en este intento, muchísimo. Pienso que la única manera de gestionar con eficacia este reto es con la colaboración de todos los agentes sociales, conscientes de los problemas y de la necesidad de tomar decisiones difíciles. Y todo ello explicando a la sociedad lo que realmente está en juego, sin engaños. La gente es mayor de edad y capaz de entender las cosas. También es capaz de contribuir a esta gran tarea.

David Reher es catedrático de la Universidad Complutense, investigador principal del Grupo de Estudios Población y Sociedad (GEPS) y promotor del Centro de Estudios del Envejecimiento (CEE).

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