Juan Carlos I, de rey a villano

Retrato del rey emérito Juan Carlos I de España. Credit Jon Nazca/Reuters
Retrato del rey emérito Juan Carlos I de España. Credit Jon Nazca/Reuters

Juan Carlos I de España se ha dirigido por carta a su hijo, el rey Felipe VI, para comunicarle su decisión de abandonar España. El exsoberano ha tomado la resolución bajo graves y persistentes acusaciones de corrupción. Su reinado (1975- 2014) cierra un ciclo histórico de casi cuarenta años en el que su popularidad ha ido de más a menos. Con su salida del país Juan Carlos I intenta facilitar la regencia de su hijo, el actual Felipe VI, en un momento de crisis económica y creciente desconfianza hacia la monarquía.

Nadie habría podido pensar que la historia, aunque con diferentes matices, se iba a repetir. Hace casi un siglo, el abuelo de Juan Carlos I, el rey Alfonso XIII, emprendió el camino del exilio tras la victoria electoral de los partidos de izquierda. Se marchó solo mientras dejaba a su familia en el palacio. “Esta es la casa en la que nací y quizá no volveré a ver”, dicen que declaró con gran tristeza. Nunca más regresó a España.

Juan Carlos I nació en Roma, en el exilio, y hasta los diez años no pisó suelo español.

Es paradójico que aquel monarca tan bien recibido por la sociedad española tenga que hacer el camino de vuelta en su vejez. Ahora está solo y con pocos amigos mientras su pasado se arrastra por el suelo.

Juan Carlos I ha comprometido gravemente, con su descarado desdén por la legalidad, el futuro de la monarquía en España y el de su propio hijo, quien se ha visto obligado a suspender la asignación real a su padre y renunciar a su herencia.

Felipe VI tendrá que desandar el camino seguido por su padre si quiere mantenerse en el trono. Hasta ahora ha tenido que recorrer una senda dura y repleta de decisiones difíciles en su papel como monarca y como hijo. Son, precisamente, esas arduas tareas a las que cabe añadir la ejemplaridad de la cabeza del Estado, las únicas que hoy pueden justificar la existencia de la monarquía. Puede que el dilema no sea entre monarquía o república, sino entre mejor o peor democracia, pero para ello es imprescindible que la inviolabilidad jurídica de los monarcas desaparezca.

Aunque el amor del emérito por el dinero era de sobra conocido, ha sido su última amante, Corinna Larsen, empresaria alemana de origen danés y casi treinta años más joven que él, la que ha destapado las oscuras intimidades financieras del emérito mandatario después de haber dado por terminada su relación sentimental. Las irregularidades se extienden por diversos países.

Un juez español ha citado a Corinna Larsen como imputada y participe de los escabrosos negocios reales. Larsen fue la afortunada receptora de 65 millones de euros de su generosa majestad. Algunas investigaciones apuntan a que la procedencia del dinero viene del cobro de comisiones en Arabia Saudí. El torbellino judicial no ha hecho más que comenzar, pero es fácil de prever las graves consecuencias que puede alcanzar para el futuro de España.

La responsabilidad no es exclusiva del antiguo monarca, los políticos de diferentes partidos, los cortesanos y los propios medios de comunicación miraban para otro lado con la excusa de que la monarquía se tenía que asentar y fortalecer para encarar un tiempo menos traumático que el de la dictadura de Francisco Franco (1939-1975). La transición entre el fin de la dictadura y la llegada de la democracia fue una época de relativa bonanza económica y modernización del país que sirvió también como gran alfombra para guardar las inmundicias de un régimen dictatorial y corrupto.

Durante años el monarca español, entronizado por el vencedor de la guerra civil, el general Franco, gozó de la estimación de sus gobernados o, al menos, de muchos de ellos que veían en aquel joven espigado y rubio tiempos de cambio político tras casi cuatro décadas de dictadura. Casado con la princesa Sofía de Grecia, hermana del rey Constantino, Juan Carlos I gozó de las simpatías, incluso de numerosos republicanos que afirmaban ser “juancarlistas”, pero no monárquicos. El soberano era de trato fácil y campechano. La ideología “juancarlista” parecía ganar adeptos: una patulea de agasajadores se arremolinaba en torno a él. Sabino Fernández Campo, quien fue secretario general de la Casa Real, lo resumió en pocas palabras: “Su majestad tiene amistades peligrosas”.

Pero también hubo esquinas nunca bien iluminadas: su papel en el intento de golpe de Estado de 1981 nunca se aclaró suficientemente y, aunque fue presentado como el salvador de la democracia, algunos analistas creen que el monarca incitó de alguna manera el golpe. Su vida privada, jalonada de un reguero de amantes, nunca fue cuestionada por los ciudadanos, ya que pertenecía al ámbito privado. La transparencia, ese bien tan fundamental en democracia, brillaba por su ausencia.

La inviolabilidad jurídica del rey sustentada en la propia Constitución ha supuesto la falta de escrutinio por parte de los medios y de la clase política durante más de cuatro décadas. Ha sido un grave error. Los “negocios” de Juan Carlos I: aparentes comisiones de jeques árabes, regalos costosos de otros monarcas y la ocultación de una parte de sus bienes al fisco ha sido el resultado de hacerse la vista gorda con su majestad. Su propio yerno, Iñaki Urdangarín, está sentenciado a casi seis años de cárcel por delitos fiscales, prevaricación, fraude y tráfico de influencias.

La situación no es sostenible: nadie está por encima de la ley, como Juan Carlos I ha repetido en más de un discurso aunque sin ser consecuente con sus palabras. Las reticencias a actuar contra el exsoberano no han ayudado a fortalecer la monarquía en un país azotado por la pandemia, la crisis y donde las críticas a la institución real han arreciado en estos últimos años. La decisión de abandonar España era y es la única salida viable para el emérito y la institución que representa.

Ahora se acerca un nuevo tiempo: Felipe VI se verá libre de la sombra de su padre y podrá decidir sus pasos con mayor libertad. La prioritaria debería ser cambiar la Constitución, piedra angular del sistema jurídico español, y que hasta ahora, salvo en un par de ocasiones, ambas propiciadas por la Unión Europea, ha permanecido inamovible desde su aprobación en 1978. La medida será una prueba de fuego necesaria que requiere de valor y visión por parte de Felipe VI.

Hay un temor bastante extendido en la sociedad española más conservadora de que el cambio constitucional pueda abrir la caja de Pandora y rompa los consensos imprescindibles para la convivencia. Sin embargo, sin el oxígeno de los cambios constitucionales la monarquía se marchitará irremediablemente en un próximo futuro.

Alberto Letona es periodista español.

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