Juan Carlos I-Felipe VI

Es tan inútil comparar monarquía y la república como peras y manzanas, días y noches, películas y obras de teatro. En primer lugar, porque existen tantas variedades de peras, manzanas, días, noches, películas y piezas teatrales que compararlas llevaría indefectiblemente al error. Luego, porque depende del gusto de cada uno, lo que impide la justa evaluación. Sabemos que hay monarquías que funcionan y otras que siguen en la Edad Media, repúblicas que cumplen el requerimiento democrático de ser «la menos mala de las formas de gobierno» y otras que no cumplen ninguno. Sin embargo, siguen haciéndose comparaciones con una ligereza que bordea la frivolidad.

Otra cosa es confrontar a personajes de la misma época, según el modelo de Plutarco en sus «Vidas paralelas», que sigue teniendo éxito al permitir contrastar semejanzas y diferencias, junto al ambiente en que vivieron. Es lo que voy a intentar con el Rey y el Rey emérito, con todos los riesgos que conlleva y el desafío que representa no disponer de todos datos, sobre todo del desenlace de lo que ha sido al mismo tiempo un pulso y una colaboración, tan importante para ellos como para 47 millones de españoles.

Que estamos ante dos personalidades muy distintas lo detecta todo el que haya tenido la curiosidad de observarles y no digamos la oportunidad de conocerlos, aunque sea a distancia, que es como se conoce a los reyes. Comparten los rasgos físicos, ambos son altos y bien parecidos. «Las chicas se lo rifaban», ha dicho la Infanta Pilar de su hermano, y posiblemente ocurrió con su sobrino, al que se le conocieron varios idilios. Pero ahí se acaban sus semejanzas, pues cuando conoció a la que terminaría siendo la mujer de su vida y hoy es Reina de España, se convirtió en marido modelo, mientras su padre seguía rindiendo homenaje a las mujeres bellas y fáciles, costándole el final de su reinado. Aunque no es eso sólo lo que les diferencia, sino su actitud ante los demás y ante la vida, que son completamente distintas. Voy a explicárselos con un ejemplo, la mejor forma de ver las cosas. En todas las recepciones a las que he asistido con ellos, el primero en marcharse era Don Felipe, con gran pena de los asistentes que deseaban intercambiar con él algunas palabras o al menos ver cómo se desenvolvía con la gente. Mientras su padre siempre era de los últimos en marcharse. Lo que quiere decir que Don Juan Carlos es abierto, directo, trata a todo el mundo como si lo conociera del colegio y se permite bromas de todo tipo. «Simpático» es la palabra que más he oído sobre él. Mientras su hijo es mucho más reservado. Amable, sí, y educado, incluso cuando estrecha con su inmensa mano la tuya procurando no hacerte daño, pero siempre pone una distancia entre él y los demás que nadie osa cruzar. Las preguntas que hace tienen miga y hay que pensar antes de responder. «Serio» es el adjetivo más oído y se debe posiblemente a la parte alemana heredada de su madre, ya que los griegos son tanto o más gregarios que nosotros. Tuvo que influir también que mientras Don Felipe tuvo una niñez todo lo normal que puede ser la de un príncipe heredero, la de Don Juan Carlos no pudo de ser más desquiciada, entre Madrid y Estoril, con dos hombre de enorme personalidad, Franco y Don Juan, ejerciendo su tutoría y disputándose su rumbo. Don Juan Carlos tuvo que aprender a callar, a decir lo apropiado en cada momento y, curiosamente, sólo empezó a gozar de cierta libertad en las academias militares, aunque tuvo bastantes arrestos. Pero un par de días sin salir o unas horas en la cofa, se cumplen y en paz. Mientras no creo que Don Felipe tuviera muchos, sí alguno. Al amante de la Historia le surge la tentación de compararlos con Carlos I y su hijo Felipe II, animoso el uno, prudente el otro, pero las circunstancias son demasiado distintas para hacerlo. Mientras el emperador tuvo que vencer únicamente la resistencia de algunos prohombres castellanos que se sintieron postergados por los cortesanos flamencos que traía, Don Juan Carlos tuvo que sortear de entrada el dilema entre su padre que quería reinar y tenía títulos para ello, y Franco que deseaba que él reinase. Con el añadido de que el país, a aquellas alturas, había dejado de ser monárquico en su mayoría. Cómo lo consiguió es uno de los capítulos más brillantes de la política y diplomacia cortesana, como reconocen historiadores de prestigio nacionales y extranjeros. Sin duda le sirvió de mucho haber estudiado con hijos de personalidades del Régimen que querían homologarlo a los del entorno. Como su paso por las tres academias militares, que resultó decisivo para desactivar el 23-F. Pero si tenemos en cuenta que de él dependía el camino que iba a seguir España y que podía haber elegido entre continuar con lo que había y lo que hay hoy, debe reconocérsele un gran olfato.

Su hijo tuvo muchos menos problemas para acceder al Trono, aunque tampoco estuvo falto de conflictos. Tras la llegada de los socialistas al poder, que legitimaba la Monarquía española como constitucional, Don Juan Carlos se convirtió en el mejor embajador de España, así como uno de los personajes más populares de la escena política mundial. Recuerdo que en los funerales de Hiro Hito, que congregó a los principales líderes, el matrimonio Reagan eligió a los Reyes de España para cenar aquella noche. Es posible que, tras haber pasado infancia, juventud y principios de madurez siguiendo instrucciones de instancias más altas y severas -le oí otra vez quejarse de no permitirle llevar otros coches que negros-, Don Juan Carlos quisiera volar por su cuenta, como esos hombres que se han pasado media vida montando un imperio. Y es todavía más posible que creyese que, tras lo logrado, todo le estaba permitido. Grave error. De haber mantenido el régimen que heredó, posiblemente hubiera podido hacerlo, aunque nadie lo sabe. Pero en el que instauró, donde la responsabilidad alcanza a todos, permitirse safaris africanos con caza de elefantes, acompañado de quien podía ser su hija, era desafiar la razón y el destino. Y como sabían los griegos, cuando se vengan lo hace a fondo: esta vez con la cadera rota. Lo reconoció el mismo al salir del hospital: «Me equivoqué. No volverá a ocurrir». Y dimitió. Cuando aquí no dimite nadie.

Lo malo es que estas cosas traen complicaciones. Los 65 millones de euros regalo del Rey de Arabia Saudí, aparecieron en una cuenta de su compañera de safari y, por si faltara alguien, aparece el excomisario Villarejo, diablo cojuelo de todos los enjuagues españoles. La reacción de Felipe VI fue fulminante: renunció a la herencia de su padre y le cortó la asistencia de la Casa Real. Don Juan Carlos desapareció en Abu Dabi, donde al menos le dejarán tranquilo hasta que el fiscal del caso le llame, si le llama, pues está lejos de aclararse.

Pero Don Juan Carlos ya es Historia y quien importa es Don Felipe, cuyo proceder no tiene mácula. Y si no puede cargarse a los padres los errores de los hijos, menos puede cargarse a los hijos los errores de los padres. Sólo me queda añadir que si Don Juan Carlos fue el hombre indicado para 1978, Don Felipe reúne todas las condiciones para serlo en 2020, no menos crítico. Aunque, volviendo a los griegos, el futuro está en el regazo de los dioses.

José María Carrascal es periodista.

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