Juan Carlos I, Rey de España

El 2 de junio de 1976 Juan Carlos I pronunció ante una sesión conjunta de las Cámaras legislativas de los Estados Unidos un discurso cargado de expectativas -era la primera vez que el Rey de España exponía ante la gran democracia americana los perfiles de la nueva España tras la muerte de Franco- y del que merecen ser recordados estos párrafos: «La Monarquía española se ha comprometido desde el primer día a ser una institución abierta en la que todos los ciudadanos tengan un sitio holgado para su participación política sin discriminación de ninguna clase y sin presiones indebidas de grupos sectarios y extremistas. La Corona ampara a la totalidad del pueblo y a cada uno de los ciudadanos garantizando a través del Derecho y mediante el ejercicio de las libertades civiles el imperio de la justicia... La Monarquía hará que bajo los principios de la democracia se mantenga en España la paz social y la estabilidad política a la vez que se asegura el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno según los deseos del pueblo libremente expresados. La Monarquía simboliza y mantiene la unidad de nuestra nación, resultado libre de la voluntad de incontables generaciones de españoles a la vez que coronamiento de una rica variedad de regiones y pueblos de la que nos sentimos orgullosos».

El Rey había llegado a serlo como sucesor en la Jefatura del Estado de Francisco Franco, heredando la integridad de los poderes del régimen autoritario. El último de los presidentes del Gobierno anterior, Carlos Arias Navarro, había de ser el primero de la recién instaurada Monarquía y albergaba claramente la esperanza de establecer un «franquismo sin Franco». Juan Carlos I pronuncia sus palabras de rotunda voluntad democrática cuando Arias Navarro era todavía jefe del Ejecutivo. Tres semanas después Arias Navarro, al que Juan Carlos I, en una entrevista con el periodista americano Arnaud de Borchgrave, había calificado de «desastre sin paliativos», fue sustituido por Adolfo Suárez. Era el Rey el que propiciaba el comienzo del proceso de transición hacia la democracia, abandonando cualquier tentación totalitaria y aspirando en el mejor de los casos a convertirse en Jefe de Estado en una democracia parlamentaria. Sus palabras en Washington contenían un proyecto de conducta que sin vacilaciones habría de convertirse en la columna vertebral de su comportamiento público durante su extenso reinado. Y también en la mejor etapa que la ciudadanía española ha conocido en el curso de los últimos doscientos años. Y en la mejor reputación exterior del país durante ese largo periodo: la «Transición hacia la Democracia» española ha sido, y sigue siendo, motivo de admiración, envidia y emulación por parte de muchas de aquellas sociedades que aspiran a convertir sistemas dictatoriales en fórmulas democráticas. Su éxito sería incomprensible sin la aportación y el impulso que a ello prestó Juan Carlos I desde el principio de su reinado.

Conformada la democracia española en una «Monarquía parlamentaria» según la Constitución de 1978, el Rey, en el mismo texto, es «símbolo de la unidad y permanencia» del Estado y, entre otras funciones, «mando supremo de las Fuerzas Armadas». Juan Carlos I, que siguió con atención e impulsó con decisión los debates constitucionales, sentó las bases del respeto con que los españoles ven reflejados en la Constitución el catálogo de sus derechos y libertades e inspiró la adhesión de los ciudadanos a la formula monárquica promulgada por la Constitución. Bien que no pocos de entre ellos, según las encuestas del momento, lo fueran no tanto por ser monárquicos de corazón sino «juancarlistas». Popularidad a la que no era extraña la contundente manera con la que el Rey cumplió con sus obligaciones constitucionales como mando supremo de las Fuerzas Armadas al impedir que triunfara el golpe de estado militar del 23 de febrero de 1981. Esa progresiva implantación de la Monarquía en una sociedad que apenas tenía noticia de ella ha dado amplia noticia de su validez para consolidar el Estado de Derecho en España y al mismo tiempo facilitar la continuidad y el respeto debido a la Institución y a sus representantes, incluyendo los momentos en que se produce la sucesión al Trono. Juan Carlos I fue un acabado ejemplo de todo ello en su comportamiento público e institucional.

Están siendo algunos comportamientos privados del hoy Rey Emérito los que están dando lugar a poner en duda la ejemplaridad de su conducta -en lo que pueden estar cargados de razón- y no menos en entredicho la virtualidad de la Monarquía como forma constitucional -en lo que están seguramente inducidos por razones ajenas a cualquier voluntad moralizante-. La vieja polémica entre Monarquía y República, justificada en momentos del pasado cuando la contraposición era entre absolutismo y democracia, es ahora utilizada por algunos que prefieren la República como vehículo para un cambio constitucional que predica la ruptura de la unidad nacional y la aplicación de formas sociales y económicas experimentados con fracaso en los países socialistas. El legado de Juan Carlos I no puede servir como pretexto para alterar los principios democráticos de convivencia que bajo su reinado comenzaron a existir. Y a los cuales prestó siempre cuidadosa adhesión. La reivindicación de su figura pública es también la reafirmación de nuestra fe en la «patria común e indivisible de todo los españoles». Y en la permanente virtualidad de la Transición española hacia la democracia.

Javier Rupérez es académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

2 comentarios


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