Juan Carlos R.

El Rey Juan Carlos I, cuyo reinado efectivo transcurrió entre 1975 y 2014, decidió no continuar sus menesteres institucionales cuando se cumple el quinto aniversario de su abdicación en su hijo el Rey Felipe VI. Me aparto de la cursilería de llamar a Don Juan Carlos Rey emérito, que no sé quién se inventaría. En estos días, con motivo de esa decisión del Rey padre, se han leído y escuchado no pocas majaderías y frivolidades, destacándose, además, con pésimo gusto, aspectos irrelevantes y desdibujándose el absoluto protagonismo del Rey de la Transición en la recuperación democrática de nuestro país y su vital papel después en momentos decisivos cuando esa democracia se enfrentó al riesgo de ser abruptamente cercenada.

El título de estas líneas corresponde a la firma del Rey Juan Carlos I. Sólo utilizó, que sepamos, «Yo el Rey», la forma común en la mayoría de sus antepasados, en el documento que trasladaba al Abad de la Basílica y comunidad monástica del Valle de los Caídos su decisión de que recibiese el cadáver de Francisco Franco y le diese sepultura «en el presbiterio, entre el Altar Mayor y el coro de la Basílica». Está fechado el 22 de noviembre de 1975 a las cuatro de la tarde.

La proclamación del joven Rey aquel mismo día iniciaba una etapa histórica que recuperaría las libertades y abría el más extenso periodo de paz y prosperidad de nuestro país. Don Juan Carlos recibía todos los poderes que había tenido Franco y desde sus primeras decisiones los fue transfiriendo al pueblo español, y ello no era una improvisación. Respondía a una convicción personal, firme, que venía de atrás.

Los medidos pero pertinaces pasos de este proceso para hacer normal en las leyes lo que es normal en la calle, según feliz expresión de Adolfo Suárez, fueron diseñados y realizados no sin alertar los recelos de unos y provocar las urgencias de otros. Era un encaje de bolillos minucioso, complejo y, por qué no admitirlo, arriesgado. El Rey siguió adelante y convocó a acompañarle en tan trascendental tarea a quienes, como a él, les movía el interés general de los españoles.

Una decisión fundamental del Rey fue la aceptación de la renuncia de Carlos Arias Navarro como presidente del Gobierno, y otra no menos acertada su opción por el joven Adolfo Suárez para sustituirle. Muchos entonces no lo entendieron. El Rey tenía con Suárez una coincidencia generacional y una complicidad de propósitos que no se habían dado con Arias Navarro. Antes ya había llamado a su lado a su antiguo profesor Torcuato Fernández-Miranda al que puso al frente de las Cortes y del Consejo del Reino, instituciones decisivas en la profunda transformación política que preparaba. La decisión inequívoca del Rey de ser respetuoso y leal con las normas asumidas desembocó en aquel célebre «de la ley a la ley» diseñado por la sabiduría de Fernández-Miranda que con la Ley para la Reforma Política, aprobada abrumadoramente por las Cortes franquistas el 18 de noviembre de 1976 -había transcurrido un año desde la proclamación del Rey-, y el posterior referéndum, dieron cobertura legal al cambio. La nueva norma tenía el carácter de última Ley Fundamental del franquismo pero abría las puertas a una normalización de España de acuerdo con la realidad de las naciones democrática.

Antes de cumplirse dos años de la muerte de Franco, España vivió el 15 de junio de 1977 sus primeras elecciones generales desde 1936, que sin haber sido convocadas como constituyentes de hecho lo fueron. El ritmo de los cambios era acelerado y desmentía a quienes pedían urgencias desde un desconocimiento de las cautelas que la situación imponía. Es obvio que las cautelas supusieron prudencia y no pausa.

Aquellas Cortes elaboraron un proyecto constitucional pactado, moderno y realista en el que se arbolaba el llamado Estado de las Autonomías. El referéndum del 6 de diciembre de 1978 ratificó el texto que el año pasado cumplió su XL aniversario, celebrado con la lógica solemnidad. Es la primera Constitución consensuada y no otorgada en nuestra atribulada historia constitucional, además de ser respaldada mayoritariamente por el pueblo español, y por cierto con los más altos porcentajes de apoyo en Cataluña.

Juan Carlos I es el gran protagonista, el motor del cambio democrático en España. Desde el primer día de su reinado, en el camino de ceder al pueblo los poderes recibidos. Con el Rey como ariete, la Transición no la hizo una oposición exterior en buena parte fuera de la realidad salvo excepciones señeras, sino la oposición interior que vivía la realidad sobre el terreno, y el reformismo de dentro del sistema que buscaba los cambios que el pueblo español precisaba, y en su seno una muy amplia clase media prácticamente ausente en épocas pasadas. Quienes consideran viva y cierta, sin sentido histórico ni realismo, una República inexistente, quimérica, se obcecan al no reconocer que lo logrado en los últimos cuatro decenios se inscribe en la forma política de la Monarquía parlamentaria. Cada cual asume la ideología que cree conveniente, pero el republicanismo del griterío, la pancarta y las quemas de banderas no nos acerca a modelos republicanos como Francia o Alemania sino a modelos totalitarios como Venezuela o Cuba.

He recordado estos días mis encuentros con el Rey antes de serlo, incluso antes de ser elegido sucesor a título de Rey. El primero, muy lejano, formando parte de un grupito de jovenzuelos preocupados por la política, en su mayoría no precisamente monárquicos, que salimos de la larga y abierta conversación convencidos de que aquel hombre conocía perfectamente los problemas de España y estaba decidido a afrontarlos con decisión. Aquellos amigos, hoy tan veteranos en la vida como yo mismo, me darán la razón si leen estas líneas.

Cuando el Rey de la Transición solicita de su hijo Felipe VI que le libere de tareas institucionales ello no supone dar un portazo y dedicarse al ocio -que lo tendría merecido-, como cualquier funcionario que llega a la jubilación, porque siempre estará al servicio de España y a lo que disponga su Rey. Sencillamente pasa página en una etapa de su intensa vida, tan ligada como protagonista a la recuperación de las libertades. Su carta a Felipe VI es una carta a España, a la que se ha entregado tantos años y a la que, como anotaba ABC al dar la noticia, «enseñó a manejarse en libertad».

Felipe VI ha cumplido y cumple con su deber desde ese impulso de renovación y superación que le marcó su padre cuando abdicó, y no precisamente en un tiempo fácil. Don Juan Carlos decidió dar un nuevo paso cinco años después de aquella abdicación. No es admisible que ciertos medios reciban esa decisión regia con una ligereza que no desentonaría en espacios televisivos desenfadados, incluso frívolos. La obra del Rey padre es admirada y reconocida en todo el mundo. Seamos serios ante las cuestiones serias.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia.

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