Juan de la Cierva y el estatuto de limpieza de sangre

La Inquisición ha impregnado la imagen de España en el exterior durante cientos de años, con su mezcla de leyenda y realidad. Más olvidados se encuentran los estatutos de limpieza de sangre, que llenaron de angustia a generaciones de españoles que debían probar que no tenían sangre judía o musulmana. No bastaba con convertirse al catolicismo o ser cristiano desde varias generaciones. Había que demostrar que ningún ancestro había sido judío o musulmán; ya que, si esa sangre corría por las venas, ello equivalía a tener una mancha indeleble que le apartaba del espacio público.

Esos horrores del pasado están volviendo bajo un nuevo rostro, pero la lógica es la misma. EEUU encabeza ufana la cultura de la cancelación y el revisionismo histórico, como denunciaba Arcadi Espada en estas mismas páginas hace unos días. En España se había alcanzado un amplio consenso en la idea de que no podían exaltarse los símbolos del franquismo y sus principales adalides. Después, con mezcla de ignorancia y estupidez, vimos cómo el Ayuntamiento de Palma de Mallorca eliminaba de sus calles el nombre de grandes almirantes de la guerra de Trafalgar o de Cuba. Ahora se quiere impedir que el aeropuerto de la Región de Murcia lleve el nombre del ingeniero aeronáutico más internacional que tiene nuestro país, murciano, por más señas. Y amenaza con quitar el nombre de Juan de la Cierva y Ramón y Cajal a las becas más prestigiosas que tiene la universidad española.

La nueva cultura de la cancelación, heredera del espíritu inquisitorial de la limpieza de sangre, avanza segura de sí misma por España. Veta la presencia pública de cualquier individuo del que pueda sospecharse la más mínima connivencia con posiciones ideológicas opuestas a las de izquierda, y singularmente el franquismo, interpretado de forma laxa. El estatuto de limpieza de sangre ponía el peso de la prueba en el sujeto en cuestión, que debía demostrar que estaba libre de mancha. Ahora el peso de la prueba recae en todos aquellos que no sean claramente de izquierdas, pues a estos la nueva iglesia perdona todos los pecados.

Este mecanismo de discriminación reclama como fundamento de su ejercicio criterios morales. La razón es que estos se presuponen superiores a los históricos, jurídicos o políticos. Por ello, no encuentra nada raro ni sectario que se pida informe al único historiador, Ángel Viñas, que cree que el papel de Juan de la Cierva en la sublevación del 36 fue equivalente al de Franco o Mola. Y que no se ofrezca ni un solo argumento para justificar que se deje de honrar a algunos de nuestros mayores científicos en las becas españolas. La perversidad del mecanismo radica en que, finalmente, lo moral acaba teniendo consecuencias jurídicas y políticas. Pero en el ámbito moral impera la subjetividad, la libertad y el pluralismo. Por ello, la invasión de otras esferas (derecho, política, economía o historia) por una opción moral particular conlleva el peligro de imponer tiránicamente la propia visión del mundo, de considerarse superior a los demás, de denostar como carente de valor las otras visiones de la vida y a quienes las defienden. Ello no significa, para el caso que nos ocupa, que cualquier tesis histórica sea igualmente verdadera; ni siquiera que sea posible describir los hechos pasados evitando contaminarlos con los propios puntos de vista. Ahora bien, las descripciones históricas, si pretenden tener valor científico, deben estar en condiciones de contrastarse públicamente con las descripciones alternativas de los mismos hechos, sin invocar criterios morales para autolegitimarse. Leyes como la de Memoria Histórica, además de toda una Secretaría de Estado para dicha memoria, son ejemplos de cómo las particulares opciones ideológicas pueden determinar las instituciones y reducir el pluralismo moral que –más allá de los consensos mínimos necesarios– caracteriza a las sociedades democráticas. Con la excusa de imponer el bien (la visión correcta de la historia, de la vida, de la economía y de la sociedad), las instituciones acaban convertidas en herramientas totalitarias, pues basan sus decisiones en un juicio moral sobre el adversario que lo expulsa de la vida pública y lo condena sin derecho a defensa.

Por supuesto, los familiares de las víctimas tienen todo el derecho a recuperar la memoria y los restos de los represaliados. Y, además, es posible y legítimo que una sociedad exhiba un gran consenso en torno al rechazo a una determinada figura de su historia. Pero no parece razonable extender y presuponer dicho consenso para cualquiera que haya tenido el más mínimo contacto con la figura principal denostada (entre otras cosas, porque ello implica banalizar la maldad de ésta, como cuando se insulta al adversario llamándolo nazi). Nuestros representantes deben decidir si nuestras calles deben llevar el nombre de personajes homófobos y de gatillo fácil, como el Che (y hay muchas que lo llevan), u honrar a Juan de la Cierva o Ramón y Cajal. Los ciudadanos decidirán en las urnas si las respaldan o rechazan. Pero lo importante es que, aparte del acuerdo en torno a los principios fundamentales, queremos que España siga siendo una democracia pluralista, en la que sean posibles diferentes concepciones del bien, ideales de vida contrapuestos y visiones alternativas sobre la historia, el presente y el futuro. Tal aspiración es incompatible con la existencia de la ley y de una Secretaría de Estado de Memoria Democrática destinada a juzgar moralmente a los demás ciudadanos y que utiliza los recursos del Estado para imponer un particular juicio moral. Hoy sobre los muertos; mañana sobre los vivos.

Alfonso Galindo Hervás y Enrique Ujaldón son filósofos y autores de Diez mitos de la democracia (Almuzara).

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