Juan de Villanueva, arquitecto español del siglo XVIII

Dos siglos y algunos meses separan el presente año de aquel en el que, en medio de la crisis provocada por la invasión napoleónica y la subsiguiente Guerra de la Independencia, falleció el arquitecto español más importante de toda la centuria precedente y uno de los más destacados de su generación en el mundo: Juan de Villanueva (15.IX.1739-22.VIII.1811). Hijo del escultor del mismo nombre y hermanastro de otro arquitecto, que sería su maestro y protector, Diego de Villanueva —distinguido teórico de los principios neoclásicos—, nació en Madrid durante la última fase del reinado de Felipe V, comenzó a labrarse un porvenir bajo Fernando VI y laboró activamente para tres reyes : Carlos III, Carlos IV y José Bonaparte.

Dotado de una poderosa vocación, bien cultivada en el ambiente del círculo familiar, ya en 1754 ganó su primer galardón, siendo alumno, en un certamen de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, lo que le supondría un inicial reconocimiento de sus capacidades; y tres años más tarde, obtuvo el premio de primera clase que le franquearía el camino para viajar a la Ciudad Eterna, donde residió desde 1759 a 1764. Después de haber recibido una sólida formación potenciadora de sus extraordinarias cualidades, en las que consolidó una expresión artística imaginativa y elegante, como demostrarían sus obras posteriores, regresó a España, a comienzos de 1765.

Villanueva constituye una figura especial y distintiva en la historia artística española, puesto que ninguno de sus posible competidores patrios le llegó a superar, ya que en su proceso formativo se dan muchos factores e influjos magistralmente concatenados en su extensa producción: las enseñanzas familiares en escultura y arquitectura, el aprendizaje en la recientemente fundada (1752) Academia de San Fernando, el múltiple adiestramiento adquirido en su estancia romana —tanto concerniente a las aportaciones de la estética y las técnicas del arte de la Antigüedad como a los de las obras renacentistas y barrocas—, la adopción de los nuevos supuestos del Neoclasicismo, el paso por el Monasterio del Escorial, cuyos principios constructivos y eurítmicos absorbió, así como el conocimiento de cierta estilización del espíritu palladiano pasado por el tamiz británico.

Sus tareas iniciales, encargadas por la Academia, consistieron en dibujar los vestigios árabes existentes en Córdoba y Granada en 1766 y 1767. En este segundo año comenzó su largo cursus honorum en la institución, al ser nombrado académico de mérito por la arquitectura. Al año siguiente inauguró su densa trayectoria profesional en El Escorial, al servicio de la Orden de los Jerónimos, y al del monarca —a la sazón Carlos III—, levantando la Casa de Infantes, así como las deliciosas casitasdel Príncipe (futuro Carlos IV) y del Infante don Gabriel.

Bien puede decirse que a partir de entonces nunca le faltaron importantes quehaceres que afrontar: ampliación de la catedral de El Burgo de Osma; en tierras sorianas, edificios de viviendas para instituciones eclesiásticas y para aristócratas, al tiempo que su propio domicilio y estudio en Madrid; proyectos de ingeniería, etc... Análogamente, recibió importantes nombramientos oficiales, tanto en la Academia, de la que llegaría a ser director general, como en ocupaciones al servicio de la Corte, de municipios y de la propia Familia Real, interviniendo en múltiples obras de detalle en el Palacio del Buen Retiro, nuevamente en El Escorial, en el Palacio Real de Madrid... hasta ser, en 1809, Arquitecto Mayor Inspector de las obras reales de José Bonaparte.

A lo largo de su vida fueron muchas las obras de nueva planta que llevó a cabo —al igual que las reformas de lugares, cuya envergadura y habilidad no deja de sorprender, sea por su creatividad, sea por su calculada integración en lo ya existente sin provocar efectos inarmónicos—. Así surgirían el pabellón de invernáculos del madrileño Real Jardín Botánico, el conjunto de los batanes de pólvora del Real Sitio de Ruidera o la Casita del Príncipe, de El Pardo, a los que se unirían el Oratorio del Caballero de Gracia de Madrid en 1786, pensado como una iglesia paleocristiana de tres naves, concluida en 1795, y la capilla del trascoro de la catedral de Segovia. Junto a él trabajaron otros arquitectos y a algunos les encargó la ejecución de proyectos de los que él no quería o no podía ocuparse.

No obstante, fue desde 1785 cuando se comenzó a plasmar su obra más brillante y representativa. Por encargo del primer secretario de Estado, el conde de Floridablanca, presentó a Carlos III proyectos durante ese año, y en 1787 (la maqueta en madera), para el Gabinete de Historia Natural y Academia de Ciencias —hoy Museo del Prado—, cuyas tareas de cimentación no tardaron en ponerse en marcha. También hubo de encargarse de la edificación de la Casa de Ministerios, en la lonja del monasterio escurialense, y de los Lavaderos de la Reina en la capital. Desde 1786 fue Arquitecto Mayor del Ayuntamiento de Madrid, lo que le supuso más responsabilidades, incrementadas tras el incendio en 1790 de la Plaza Mayor, reconstrucción que hubo de acometer, procediendo a la unificación de los soportales y creando los elegantes arcos que enmarcan el ingreso de cada calle en la espaciosa explanada interna.

Cuando Carlos IV (1788-1808) subió al trono, prosiguieron las obras iniciadas —de hecho, el futuro Prado continuaba levantándose (se abriría al público en 1819, después de múltiples vicisitudes, no todas gratas)— y le cupo a Villanueva emprender otras: en 1790 proyectó el Observatorio Astronómico sobre el Cerrillo de San Blas, cercano al Jardín Botánico que el arquitecto había concluido, sustituyendo a Sabatini, autor del proyecto. Después de la muerte del italiano en 1797, Villanueva fue nombrado arquitecto municipal y director de las obras del Palacio Real de Madrid.

También trazó otras obras: el Canal del Prior, en Argamasilla de Alba; el Nuevo Rezado (hoy sede de la Real Academia de la Historia); la Acequia del Rey, de Villena; edificios en la ruta por Navacerrada a La Granja de San Ildefonso, así como pabellones en el Jardín del Príncipe y Casa del Labrador del Real Sitio de Aranjuez. Conviene destacar la reforma del Convento de San Fernando, la reconstrucción de la Cárcel de Corte, la galería de columnas toscanas en la Casa de la Villa, distintos edículos en el Parque del Buen Retiro, reconstrucción del Teatro del Príncipe, Cementerio General del Norte —todos de Madrid—, etc...

Villanueva fue el máximo representante de la arquitectura neoclásica en España; rompió con el último barroco, aunque supo admitir algunas de las lecciones más aprovechables de tal estilo, siendo su influjo entre los colegas de la misma generación, y los de la siguiente, tan notable como intenso. Aun cuando intervino en muchos lugares de España, la ciudad que le vio nacer se benefició extraordinariamente de sus afanes, que contribuyeron a ennoblecer a la Villa y Corte propiciando su nuevo aspecto de urbe moderna y monumental, a la manera que deseaba Carlos III, para realzar el centro de su vastísimo imperio.

Juan J. Luna, conservador del Museo del Prado.

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