Juan Marsé, donde vive el recuerdo

Muchos han considerado el franquismo como un vasto páramo cultural. Y es verdad que el mundo del arte y del pensamiento estuvo siempre bajo sospecha. También es cierto que los exiliados de la España peregrina se llevaron consigo, sobre todo a América, el patrimonio incalculable de sus conocimientos y que el oro del exilio tardó en brillar en España, o no brilló hasta la muerte del dictador. Todo eso es cierto. Pero, como ya dijera en su momento Julián Marías, el mito del páramo cultural oculta la vegetación; es decir, la continuidad, en circunstancias distorsionadas, por medio de hilos finísimos, con el gran momento cultural de la Edad de Plata.

Y es que León Felipe se equivocó cuando dijo que España se había quedado sin canción después del último parte de la guerra civil. Prueba de ello es la poesía de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Luis Rosales, Blas de Otero, José Hierro, Salvador Espriu… o la generación poética de los años cincuenta: José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma...

En cuanto a la novela, los nombres y las fechas hablan por sí solos. En 1944 el Premio Nadal descubrió a los españoles la conmovedora e inteligente novela de Carmen Laforet, «Nada», libro germinal al que el tiempo no ha hecho perder ni un átomo de potencia expresiva y aleccionadora sencillez; en 1951 Cela termina «La colmena», que nos remite a «Dos Passos»; en 1956 se premia «El Jarama», la novela aviesamente perfecta de Rafael Sánchez Ferlosio; y en 1965 Juan Marsé se llevaba el premio Biblioteca Breve gracias a «Últimas tardes con Teresa», relato irónico y sutil sobre los deseos y la imposibilidad de integración de un charnego que trata de ligar con una pija progre, un deslumbrante ejercicio de inteligencia narrativa, que nos traslada a un momento de la historia de España mediante unos personajes que sobreviven al tiempo y siguen respirando en la actualidad.

Otro tópico repetido hasta la extenuación consiste en decir que el paso de la dictadura a la democracia se hizo a costa de la memoria, echando una losa de silencio y olvido sobre la guerra civil y la dictadura franquista. No es cierto. La memoria de la guerra civil a partir de una interpretación no maniquea de la misma y la reflexión sobre la Segunda República fueron claves en la reconstrucción de la democracia a la muerte de Franco. Cualquiera que haya vivido aquellos años repletos de incertidumbre puede recordar, además, la profusa publicación de novelas y libros de historia sobre el drama fratricida de 1936. Max Aub y Arturo Barea -«El laberinto mágico» del primero y «La forja de un rebelde» del segundo- llegaron en esa época a las librerías españolas, donde coexistirán, por ejemplo, con «Días de llamas», de Juan Iturralde, o los relatos de «Largo noviembre en Madrid», de Juan Eduardo Zuñiga.

De hecho, ni siquiera hubo que esperar al final de la dictadura para leer grandes novelas sobre estos temas: «Volverás a región», de Juan Benet, aparece en 1967, y en 1973 se publicó «Si te dicen que caí», de Juan Marsé, donde la leyenda y la desmitificación constituyen la pantalla donde se evoca el mundo degradado de la postguerra, un mundo al que el autor de «Últimas tardes con Teresa» volvería asiduamente. Y esto último porque Marsé siempre entendió que todo sucede en los primeros diez años de nuestra vida.

Sí, la infancia, el recuerdo, la postguerra, están siempre en las novelas de Marsé. Años marcados por el miedo y la miseria. Años de muerte y supervivencia, racionamientos y piojos, autarquía y demagogia. Años sin grandeza. Años de silencio, de homenajes a los caídos e infortunios privados, de atropellos y desventuras, de guerrillas imposibles y cabezas rendidas, de susurros y denuncias, una época donde las palabras vivían bajo vigilancia, donde había cosas que parecían no tener nombre, porque nadie las nombraba, y otras que se volvían equívocas y ya no era posible reconocerlas.

«Tanto recuerdas, tanto vales», dice un personaje en «La oscura historia de la prima Montse», y quizá por eso Marsé siempre regresó a la Barcelona de su infancia en sus novelas: un mundo degradado, de rencores y carencias elementales, pero también de sueños y nostalgias, donde unos personajes condenados al desencanto -el Java de «Si te dicen que caí», la Susanita y el Daniel de «El embrujo de Shanghai», el pequeño Julivert de «Un día volveré»- sobreviven inventado héroes de barro que luchan contra la dictadura o contándose historias que sitúan a sus padres y familiares fuera del ámbito de lo cotidiano, en días de peligros y batallas. Como en el cine, tan presente siempre en Marsé. Como en esa luz tornasolada y polvorienta que surge tras la ventanilla de la cabina de proyección, y que al llegar a la pantalla se convierte prodigiosamente, en cabalgadas, en ataques sioux y tempestades marinas...

Juan Marsé es la invocación de la memoria y sus mitos. Es la Barcelona malherida de la inmediata postguerra: el cine Rovira, la barriada de la Salud, las correrías aventureras por los barrios de Horta, del Guinardó o de Gracia. Es la Barcelona del Pijoaparte, cuya historia de amor imposible con Teresa abre en canal el vientre de cierta burguesía que sólo admite al inmigrante si se disfraza de comunista. Y es también esa Barcelona de los años sesenta y primeros setenta que arropó su irrupción literaria. Una ciudad múltiple, cosmopolita, polifacética, un centro cultural que trascendía las fronteras españolas. No sólo porque en ella escribían Gil de Biedma o Marsé, sino porque se convirtió en la capital de la literatura en lengua española, la segunda patria de los novelistas del boom hispanoamericano, como Vargas Llosa y García Márquez.

Hoy sabemos que las ciudades pueden desaparecer. La Barcelona de la Exposición Internacional de 1929 fue devorada por la guerra civil; la de los años sesenta y setenta fue presa del nacionalismo clientelista, acaudillado por Pujol, que, ridiculizada la inteligencia y enfangada la moral, sustituyó una sociedad abierta por el culto a la personalidad de una comunidad insegura. Nos queda, sin embargo, la literatura. Como dijera Joseph Brodsky de la Alejandría de Kavafis, las Barcelonas de Marsé aún están ahí, existirán siempre, nítidas, próximas y lejanas a un tiempo, igual que en un sueño, igual que el anhelado tesoro de John Silver, ocultas en la indómita isla de la palabra. Allí, donde habita el recuerdo.

Fernando García de Cortázar es Director de la Fundación Vocento.

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