Por Antonio María Rouco Varela, Cardenal-Arzobispo de Madrid (ABC, 04/05/03):
De nuevo viaja Juan Pablo II a España, a Madrid, para una visita de corta duración, pero -como muy pronto veremos- densa de significados y frutos para la Iglesia y la sociedad españolas. «El estilo viajero» del Pontificado de nuestro actual Papa no es ninguna obviedad. En realidad ese ejercicio presencial del ministerio del Sucesor de Pedro en todas las geografías del mundo, donde está implantada con raíces más o menos profundas la Iglesia Católica, es de recientísimo dato. Dejando aparte la movilidad misionera que caracteriza la actuación de Pedro, el primer Papa, hay que llegar prácticamente a la segunda mitad del siglo XX, en concreto, al Pontificado de Pablo VI, para encontrarnos con un Sucesor suyo que se desplaza en visita apostólica del lugar de su sede y de su Iglesia Particular propia, Roma, a otras iglesias particulares distribuidas por los cinco continentes. Para explicar esta novísima y original forma de asumir la responsabilidad de ser el Supremo Pastor de la Iglesia se hace inevitable constatar la fuerza sociológica de un nuevo e inédito factor histórico que la posibilita: el fantástico desarrollo tecnológico de las comunicaciones que han convertido al planeta en «una aldea global». Las razones más hondas y específicas hay que buscarlas, sin embargo, en la progresiva conciencia teológica y pastoral que va tomando la Iglesia de las implicaciones universales del oficio y facultades inherentes a la misión de quien sucede a Pedro como cabeza del colegio apostólico y vicario de Cristo para toda la Iglesia. Conciencia de la que constituyen insigne testimonio los los dos grandes concilios ecuménicos de la historia contemporánea, los Concilios Vaticano I y II. Una expresión típica de esta nueva sensibilidad eclesiológica es la definición canónica de la potestad propia del Romano Pontífice que la doctrina conciliar del Vaticano II ha reafirmado con vigor: como ordinaria, inmediata, plena y universal tanto sobre los pastores como sobre los fieles (Cf. Vaticano II, LG 22; ChD 2). Sus raíces espirituales vienen de la experiencia más íntima, verdaderamente mística, de los santos, la más auténtica, que se manifiesta con progresiva y creciente explicitud, sobre todo a lo largo del segundo milenio de la historia de la Iglesia. ¿Cómo no recordar aquí a Santa Catalina de Siena, Copatrona de Europa, testigo vivo y protagonista providencial de uno de los períodos más problemáticos de la historia de los Papas, cuando llama al Sucesor de Pedro -residente entonces y «cautivo» en Avignon- «el dulce Cristo en la tierra»?
No es de extrañar, pues, con este trasfondo histórico-teológico y espiritual que el lugar existencial inmediato donde opera la más eficaz motivación de ese cambio de estilo papal sea una renovada vivencia personal del «carisma» de Pastor de la Iglesia Universal por parte de los últimos Sumos Pontífices y, de forma excepcional, de Juan Pablo II, al que conmueven con una inmediatez desconocida hasta ahora las necesidades de todos los pastores y de todos los fieles allá donde se encuentren, y, sobre todo, al que apremian las urgencias de llevar el Evangelio de Jesucristo y su buena noticia de salvación a la humanidad de nuestro tiempo, tan dramáticamente doliente, que busca y ansía ver el rostro del Dios verdadero. Si a esto se añade la nueva luz que la doctrina eclesiológica del Vaticano II proyectó sobre el valor de la Iglesia Particular en el organismo vivo de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica y su imprescindible papel misionero en la evangelización de las personas y de los pueblos -la inculturación del Evangelio es impensable sin el compromiso de las Iglesias Particulares-, dispondremos de los elementos esenciales que conforman «el sitio en la vida» -el «Sitz im Leben»- de los viajes de Juan Pablo II y, por supuesto, el de este inminente, el quinto de sus viajes apostólicos a España.
El Santo Padre, Juan Pablo II, llega a nuestra patria en un momento cumbre de su pontificado. Están a punto de cumplirse sus veinticinco años de ministerio pontificio -uno de los más prolongados de la historia de la Iglesia-, coincidiendo con una hora crítica para la comunidad eclesial y la familia humana. El Papa ha guiado a la Iglesia en la encrucijada posmoderna como un buen Pastor, por los caminos abiertos doctrinal, espiritual y pastoralmente por el Concilio Vaticano II según la medida del Evangelio, con un magisterio polifacético y clarividente centrado en el anuncio íntegro y vivificador del Misterio de Cristo, Salvador del hombre. Juan Pablo II ha sido el Papa por excelencia del Concilio Vaticano II, el de su profunda y esclarecedora aplicación. El ejemplo de su vida, entregada hasta límites martiriales por amor a su Señor Jesucristo, el Buen Pastor, y a sus hermanos, los hombres, está a la vista de todos. Juan Pablo II no se ha ahorrado ni una gota de su salud física en el servicio incansable a los hijos de la Iglesia, sin fronteras de ningún tipo -geográficas, étnicas, culturales, políticas, etcétera-. Es más, se ha acercado con extraordinaria, cálida y constante proximidad a los cristianos de otras confesiones y a los creyentes de otras religiones como ninguno de sus predecesores. El Papa actual se ha mantenido permanentemente alerta, como un vigía de la humanidad, ante todos los problemas y situaciones donde corrían peligro la dignidad personal de cualquier ser humano y sus derechos fundamentales, con preferencial atención al derecho a la vida y a los más pobres. Y siempre que se ha producido la amenaza terrorista o se gestaba el temor de la guerra, allí se ha hecho oír la voz del Papa como el adelantado permanente de la paz. No ha vacilado nunca, además, en la defensa y promoción firme y activa del matrimonio y de la familia, pilares de todo proyecto de progreso o renovación social, digna de tal nombre.
El momento de la visita de Juan Pablo II es también importante para España, grave y prometedor a la vez. La Iglesia es cada vez más consciente de la riqueza espiritual y humana del patrimonio cristiano recibido, que pastores y fieles, consagrados y laicos, han de saber transmitir con atrayente frescura y capacidad evangelizadora a las nuevas generaciones de españoles, discerniendo con lucidez la gran influencia intelectual, cultural y moral que se ha abierto el pensamiento materialista e inmanentista en la visión del hombre y del mundo de la sociedad española de las últimas décadas; pero apreciando con no menor intensidad la extraordinaria atracción humana y espiritual que se desprende de la historia de sus testigos, misioneros y santos que alcanzará esta mañana con la canonización de cinco españoles del siglo XX por Juan Pablo II un altísimo grado de plenitud. Sin dejar de reconocer sincera y humildemente sus errores, fallos y pecados del pasado, los católicos españoles no pueden ignorar la necesidad de referencias éticas y espirituales que se perciben en el ambiente cultural y social de la España de nuestros días. Especialmente la juventud precisa de luces e impulsos nobles que le ayuden a proseguir con generosa creatividad los caminos de su auténtica identificación: en torno a la riquísima historia común y los grandes objetivos de la unión solidaria, de la cooperación activa y comprensiva de ciudadanos y comunidades en aquello que afecta al destino y bien común de todos.
La sintonía -estoy seguro, cordialísima- de los jóvenes de España con los mensajes del Papa en estos días nos dará la medida de la gran esperanza con la que queremos y debemos vivir esta visita apostólica de Juan Pablo II a España en la alborada de un nuevo siglo y un nuevo milenio.