Juan Pablo II, la fuerza de un santo

Seis años después de su muerte, la tumba de Juan Pablo II se ha convertido en el lugar más visitado de la Basílica de San Pedro. Los peregrinos no tienen la sensación de visitar un lugar de muerte, sino de vida, como lo testimonian miles y miles de mensajes que le dejan. Se trata de un gran fenómeno transversal: niños, jóvenes, matrimonios, ancianos, creyentes y no creyentes se dirigen a Juan Pablo II como a un amigo, a un padre, a un abuelo, a un santo. En sus mensajes lo llaman Papa o bien Karol, Lolek (sobrenombre cariñoso que le dieron sus amigos), padre, hermano, o simplemente amigo, para demostrar ese trato vivo que sienten con él. Es una relación sincera, porque lo ven como un faro, un hombre de coraje, un hijo de Dios, una referencia en un mundo de hoy lleno de nubes. Le piden todo tipo de gracias y consejos prácticos cotidianos. Se acercan incluso quienes no estuvieron de acuerdo con su doctrina: divorciados que le piden una bendición, o mujeres que han abortado y le imploran una nueva oportunidad para ser madres. Algunos peregrinos incluso le añaden su dirección y teléfono, como esperando que Karol Wojtyla se ponga en contacto directo con ellos. Ven un Papa vivo y cada uno establece con él un diálogo, una relación personal y directa. En realidad se trata de un fenómeno que responde a la extraordinaria capacidad que tuvo Juan Pablo II para saber comunicar con el mundo, logrando una relación directa con la gente: cuando recorría las calles y saludaba desde el papamóvil o se dirigía a una muchedumbre de un millón de personas, la gente tenía la sensación de que se dirigía individualmente a cada uno de ellos. En el fondo, ese era también el sentimiento de Juan Pablo II: él dirigía su mensaje universal y su afecto por igual a cada mujer, a cada hombre, cada niño o anciano, a creyentes o no creyentes.

En ese afán por llegar directamente al corazón de la gente, Juan Pablo II hablaba fluidamente una docena de idiomas y en sus viajes por el mundo utilizaba el de cada país. «¡Yo estoy contra el imperialismo del inglés, quiero hablar la lengua local!», protestó más de una vez, según ha revelado quien fue su portavoz durante veintidós años, Joaquín Navarro Valls, periodista y psiquiatra, de 74 años.

Tras haberle acompañado en setenta viajes internacionales por más de cien países durante quince años como corresponsal de TVE en Roma, de Juan Pablo II me han impresionado seis virtudes que sirven para entender su personalidad y las claves de su pontificado: Karol Wojtyla era un genial comunicador, un misionero incansable, un Papa carismático, con una fe rocosa, tenía una extraordinaria pasión por el hombre, y conservó siempre el buen humor, aunque estaba muy familiarizado con el sufrimiento.

Un magnífico comunicador como Bill Clinton, uno de los presidentes más populares de Estados Unidos, cuenta en sus memorias que Juan Pablo II «me dio una lección de política con una extraordinaria entrada teatral en una catedral estadounidense, rodeado de monjas que gritaban como adolescentes en un concierto de rock. Meneé la cabeza y comenté: me horrorizaría tener que presentarme a unas elecciones contra él».

Su capacidad de comunicación la describe así Joaquín Navarro Valls: «Tenía una voz y una dicción excelentes: cada sílaba era audible, el acento correspondía con la idea, aunque estuviera utilizando idiomas no familiares, y tenía la cualidad humana del gesto, que siempre era natural y medido, comprensible y no enigmático, genuino, no preparado». El director polaco Krzystof Zanussi, evocando la pasión de Karol Wojtyla por el teatro en su juventud, cuenta: «Juan Pablo II era un gran actor, y con una bella voz. La cámara lo quería: cualquiera de sus gestos tenía gran fuerza en televisión». Un crítico de The New York Timeslo definió como «un Papa que domina la televisión simplemente ignorándola». Pero más allá de sus gestos y extraordinarias dotes de comunicación, lo más importante era el contenido: «La parte central de su mensaje —dice Navarro Valls— era plantear el carácter trascendental de la persona. A toda una generación mostró que es inevitable afrontar el tema de Dios y que no se puede entender el ser humano sin Dios. Para Juan Pablo II, comunicar significaba mostrar la verdad». Esa verdad se expresaba en todos sus gestos, ya fuera cuando abrazaba a un niño, acariciaba a un enfermo o se ponía un sombrero. Todo partía de su gran humanidad. Fue un papa también de grandes e históricos gestos: pidió perdón por los pecados de la Iglesia, se arrodilló ante el mausoleo de Ghandi, fue el primer Papa que entró en una sinagoga, en Roma, y en una mezquita, en Damasco.

Su pasión por revelar al mundo que lo más grandioso sobre la tierra es el amor de Dios lo convirtió en misionero, en un incansable anunciador del Evangelio en todos los rincones del planeta. Convirtió así al mundo en su parroquia. Se inventó las Jornadas Mundiales de la Juventud y fueron los jóvenes grandes protagonistas de su pontificado. Con ellos vivió siempre en sintonía: «Soy un joven de 83 años», les gritó en la base aérea de Cuatro Vientos en Madrid, el 3 de mayo 2003.

Su mensaje calaba en todos por su carisma. El premio Nobel de la Paz (1975) y defensor de los derechos humanos en la Unión Soviética Andrei Sajarov dijo: «Es un hombre que irradia luz». A Juan Pablo II las palabras le salían del corazón. Por eso se indignaba y daba voz a los que no la tenían, para pedir la paz y gritar contra las injusticias y las guerras.

Juan Pablo II es conocido como el Papa de los récords, pero, personalmente, siempre me impresionaron su fe rocosa y su recogimiento en oración. Se quedaba inmóvil rezando durante horas. En su viaje a México, en enero de 1999, pasó una noche entera orando de rodillas en la capilla de la nunciatura, me reveló el nuncio español Justo Mullor García. En sus rodillas se habían formado callos, algo típico en los místicos. Reflexionando sobre la forma de orar del cristiano Wojtyla, muchas personas se han convertido a la fe.

Karol Wojtyla era un Pontífice místico, familiarizado con el dolor y el sufrimiento. «Lo he visto sufrir, pero nunca triste», ha revelado Benedicto XVI a Andrea Ricardi, en el último libro que acaba de aparecer sobre el Papa polaco: «Juan Pablo II. La biografía». Precisamente, su permanente buen humor es una de las virtudes que Joaquín Navarro Valls destaca del futuro beato.

Juan Pablo II fue el principal líder mundial en el último cuarto del siglo XX. Sin duda, el más influyente. El ex presidente soviético Mijail Gorbachov, tras su histórica reunión de hora y media en el despacho de Juan Pablo II en el Vaticano, el 1 de diciembre de 1989, llamó a su esposa, que esperaba en la antesala, y le dijo: «Raisa, te presento la más alta autoridad de la Tierra, que es eslavo como nosotros». Clinton, Gorbachov y otros líderes de esa época en bandos opuestos, como Lech Walesa, el general polaco Jaruzelski y el ex presidente de Estados Unidos George H. W. Bush, consideran decisiva su influencia en la caída del comunismo en 1989, aunque no sea demostrable.

Nos dejó un gran legado Karol Wojtyla. Imposible será olvidar su mensaje, simbolizado en una frase llena de esperanza pronunciada al inicio de su pontificado: «No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo».

Por Ángel Gómez Fuentes, periodista y corresponsal de ABC en Roma.

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