Juan Pablo II y la idea de Europa

En 1949, cuando la ciudad se encontraba en ruinas tras la II Guerra Mundial, el Ayuntamiento de Aquisgrán instituyó el Premio Internacional Carlomagno. Desde entonces, el más prestigioso galardón en el ámbito europeo se entrega como reconocimiento de los servicios prestados a la paz y a la unidad del Viejo continente. Lo han recibido, entre otros, los padres fundadores de Europa Schuman, Adenauer y De Gasperi; seguidos de una amplia lista en la que se encuentran Churchill, Mitterrand, Kohl, Havel y, en el ámbito más próximo, el Rey Juan Carlos, Felipe González y Javier Solana. Hace dos lustros, en marzo de 2004, Juan Pablo II recibió el premio «a título extraordinario» por ser modelo de los valores europeos. El jurado consideró reflejados en su vida el «respeto por la dignidad y libertad del ser humano, por la igualdad, por la solidaridad y por el sentido de responsabilidad». Durante toda su vida afirmó el carácter inalienable de los derechos humanos y de la paz. Han pasado diez años desde entonces y los azares de la historia han hecho coincidir, en fechas próximas, dos acontecimientos que guardan estrecha relación con Europa. De una parte, las cruciales elecciones al parlamento europeo el 25 de mayo. La nueva cámara, resultado de los primeros comicios con el Tratado de Lisboa en vigor, será la de mayor poder en la historia de la UE. Unos días antes, el 27 de abril, Juan Pablo II habrá sido declarado santo junto con Juan XXIII.

En los 27 años de pontificado, Karol Wojtyla tendió un puente entre los pulmones eslavo y occidental del Viejo Continente. Así lo reconoció el entonces canciller socialista alemán, Gerhard Schröder, en su carta de felicitación por el premio: destacaba el mérito de «haber contribuido a la unificación pacífica de Europa, de haber promovido sin descanso los contactos y el diálogo». Es la misma idea que en octubre de 2004 expresó Mijail Gorbachov, quien en 1989 contribuyó de manera decisiva a la caída del muro de Berlín. Con ocasión de la tesis que defendí sobre «El pensamiento ético-político de Juan Pablo II», recibí una carta del antiguo secretario general del Partido Comunista soviético entre 1985 y 1991 en la que reconoce el papel decisivo del Papa eslavo «como defensor sincero y activo en todo el proceso de la unificación de Europa».

La salud de Juan Pablo II se iba deteriorando con el paso de los meses, y se procedió a la entrega del premio en el Vaticano. En su intervención para agradecer el galardón, Wojtyla destacó la decisión de Carlomagno (741814) de establecer en Aquisgrán la capital del reino, como una importante contribución a los fundamentos políticos y culturales del continente. Por medio de sus conquistas en el extranjero y sus reformas internas, sentó las bases de lo que sería Europa Occidental en la Edad Media. La unión de la cultura clásica y de la fe cristiana, con las tradiciones de los diversos pueblos, adquirió consistencia en el imperio. Con el paso de los siglos se desarrolló como un patrimonio espiritual y cultural. El discurso contenía también una propuesta: «permítanme trazar aquí un rápido bosquejo de la visión que tengo de una Europa unida». Las ideas presentadas en un marco tan «europeo» como el premio Carlomagno pueden contribuir a la reflexión sobre el proyecto de integración.

El Papa soñaba con un continente donde las naciones fueran centros vivos de una riqueza cultural, que merece ser protegida y promovida para el beneficio de todos. Propuso un continente abierto a las conquistas de la ciencia, de la economía, y del bienestar social, en ningún caso orientadas a un consumismo sin sentido, sino al servicio de los más necesitados. Reivindicó una Europa solidaria con los países que tratan de alcanzar la meta de un mayor desarrollo; una Europa, con tantas guerras sangrientas en el curso de su historia, que fuera agente de paz en el mundo; una Europa fundada sobre la libertad, de modo particular sobre las libertades sociales, incluidas la de religión y pensamiento. «El estado moderno –insistió– es consciente de no poder ser un estado de derecho si no protege y promueve la libertad de los ciudadanos en sus posibilidades de expresión, ya sean individuales o colectivas».

Juan Pablo II abogó por una Europa unida gracias al compromiso de los jóvenes, pues, como confirma el éxito del programa Erasmus, «se comprenden con mucha facilidad entre sí, más allá de las fronteras geográficas». Clamó por una generación abierta a la verdad, a la belleza, a la nobleza, a lo que es digno de sacrificio. Y destacó la importancia de la familia, de la que también forman parte los ancianos, a la hora de promover la transmisión de los valores y del sentido de la vida. «La Europa a la que me refiero –concluyó el próximo santo– es una unidad política, mejor, espiritual, en la que los políticos, hombres y mujeres, se comprometan en hacer que estos valores sean fecundos, poniéndose al servicio de todos por una Europa de las personas».

La elección de un nuevo Parlamento, representando a 500 millones de ciudadanos, es una oportunidad para volver a pensar en Europa. Se echa en falta un proyecto atractivo, capaz de suscitar el interés y la complicidad de una mayoría para avanzar hacia el futuro. En ese empeño, entre otras muchas voces bueno será escuchar también la de ese gran europeo que fue Juan Pablo II, próximo santo, y quién sabe si algún día también co-patrón del Viejo Continente.

José R. Garitagoitia, doctor en ciencias políticas y en derecho internacional público.

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