Juan Rulfo: ‘Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte’

Juan Rulfo
Juan Rulfo

Este martes 16 de mayo, don Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que solo necesitó doscientas páginas para convertirse en uno de los grandes de la lengua, habría cumplido cien años. Hace ya 34, en Buenos Aires, pude entrevistarlo. Quiero recordar aquel momento.

El señor Juan Rulfo es mexicano, tiene 65 años y trabaja como editor de obras científicas en el Instituto Nacional Indigenista. Esta tarde está vestido con un traje de excelente alpaca gris y es bajito, un poco encorvado, un aspecto pequeño. El señor Rulfo ha escrito dos libros: uno de cuentos, El llano en llamas, y una novela, Pedro Páramo, editados en 1953 y 1955; cada uno de ellos ha vendido millones de ejemplares en castellano y están traducidos a –digamos– infinidad de lenguas: es inquietante la infinidad de lenguas.

Eso es lo sustantivo. El problema es adjetivar a alguien que odia los adjetivos, aunque ya se adjetivará con los más tristes, esta noche. Pero eso será más tarde. Por ahora, el señor Rulfo está en Buenos Aires, en un puesto de la Feria Internacional del Libro. Llueve sobre el techo de chapa, una gotera pertinaz cae sobre una copia del Himno a la Noche de Novalis y el señor fuma un negro sin filtro; lo mira, lo disfruta, con infinito cuidado deposita en su mano izquierda la ceniza pendiente. El señor Rulfo se llena la mano de ceniza.

La gente pasa, y algunos se detienen. Lo reconocen y le piden, por ejemplo, un autógrafo: “Es para mi hermana, sabe”. El señor Rulfo lo borda con letra trabajosa. O le hablan de las cosas más diversas, que él soporta con paciencia tímida: de Borges (alguien le explica que el argentino, en su perfecto realismo, ha creado nuevamente Buenos Aires con laberintos, espejos y tigres; él dirá: “Sí, me gusta mucho”); de la deuda externa (“Nosotros también la tenemos: lo que hay que hacer es declararse insolventes y que nos busquen, nomás”); de la caída del imperio colonial español (y le brillan por un momento los ojitos opacos para decir: “Todos los grandes imperios caen, ahorita falta solamente el de Reagan, pues”).

El señor Rulfo escucha, escucha, murmura –el primer nombre de Pedro Páramo era Los murmullos–, hasta que llega alguien que le dice que Manuel Mujica Láinez está firmando libros acá cerca, si no querría ir a conocerlo. “No, gracias”, dice el señor Rulfo, “ahorita estoy mirando libros”. “¿Tal vez más tarde?”. “Tal vez”. Y se calla: sus silencios a veces se llenan de ironía, son filosos. Alguien le pregunta si no le interesa conocer a Mujica: mirada socarrona. Pocos minutos más tarde aparece el prestigioso polígrafo nativo, su bastón en ristre. “No quería dejar pasar esta oportunidad de decirle que lo considero el más grande escritor de América Latina”, dice Mujica Láinez. “Gracias”, dice el señor Rulfo, “igualmente”. El encuentro fue breve, muy trabado.

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Se llama tabú a aquello que las normas de un determinado grupo humano prohíben nombrar explícitamente. Así el tabú, lo innombrable, carga de su contenido a todas las otras cosas, a los otros nombres. El tabú es aquello a lo que siempre se alude sin nombrarlo.

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El señor Rulfo me miró con ojitos resignados cuando le recordé que había llegado la hora fijada para la entrevista: con ojitos resignados asintió. El señor Rulfo caminaba delante, yo detrás; no redoblaban cajas destempladas y, sin embargo, yo me sentía infelizmente verduguesco:

Discúlpeme una vez más por molestarlo. ¿No le gusta nada todo esto, no?

No, es muy odioso.

Ya le han hecho tantas entrevistas… Debe tener todas las respuestas estereotipadas.

No, al contrario; me sé las preguntas, pero las respuestas no. Cada vez tengo menos respuestas.

¿Podemos hablar de bueyes perdidos?

Como usted quiera. Pero a mí nunca se me perdió un buey. Nunca he tenido bueyes.

¿Usted no cree en Dios?

(El señor Rulfo se detiene, me mira con alarma).

Sí, yo sí creo en Dios.

Entonces no cree en los curas…

Bueno, es que la iglesia ha perdido mucho en todas partes, debido a su… bueno, en realidad, lo perdieron cuando se quitó el ritual latino, que era una especie de rito mágico, que atraía a la gente. Pero desde que se impuso la lengua de cada pueblo, para hacer sus actos religiosos… En castellano, en español, la misa perdió toda su magia.

¿Y ve la muerte desde un punto de vista cristiano?

El señor Rulfo habla de la muerte, dice que la toma como una cosa natural, que nosotros los latinoamericanos tenemos un modo muy diferente al de los europeos de pensar en la muerte: “Ellos nunca piensan en la muerte hasta el día en que se van a morir”, dice. “Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte, hasta para despedirse en la noche dicen ‘Dios mediante’ o ‘si Dios nos da vida’, dicen ‘Hasta mañana si Dios nos da vida’. Porque siempre conviven con la muerte”, dice. Y describe –se lo he preguntado– la fiesta del 2 de noviembre, Día de Muertos. “Sí, van todos a los cementerios y comen calaveras de azúcar. Le hacen una ofrenda al muerto y después se comen la ofrenda. Y, según ellos, el muerto viene a visitarlos y se emborrachan y se comen la ofrenda y se ponen unas borracheras feroces… porque le ponen aguardiente al difunto, porque le gustaba tomar aguardiente, emborracharse, entonces también ellos se emborrachan, con aguardiente, mezcal, pulque, lo que sea”, dice el señor Rulfo con risita y los ojos todavía más entrecerrados.

Juan Rulfo: ‘Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte’

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El señor Rulfo habló de la muerte. Pedro Páramo es un libro de muertos. Pero esta es una entrevista con tabú.

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¿Y lo de la chingada también tiene que ver con la muerte?

No, la chingada es una mala palabra… Allá decir “Chinga a tu madre” es una ofensa, es la ofensa, es la peor ofensa…

Pero ¿también se llama chingada a la muerte?

No, a la muerte le dicen calaca, le dicen la silliqui… ¡quién sabe qué! La calaca se dice mucho. La chingada es una mala palabra que se dice cuando se quiere ofender a alguien. “Me está llevando la chingada”, por ejemplo, es como decir “me está llevando el demonio”. Pero, además, decir “Chinga a tu madre” es una ofensa muy grande, para sacar la pistola y darse de balazos.

¿Sacan muy fácil la pistola?

Bueno, la sacaban. Ahorita como ya no tienen pistola…

¿Por qué?

Se las quitaron, se despistolizaron a toda la gente. Hubo una despistolización general.

De chingada en Malinche, de Malinche en laberinto, le pregunto por Octavio Paz. El señor Rulfo dice que esa lectura de la historia de México a través de la Malinche, de la gran madre violada, entregada al enemigo, que postula El laberinto de la soledad está tomada de un libro de Samuel Ramos, un filósofo mexicano que fue profesor de Paz. Y que Octavio Paz maneja una mafia intelectual en México y que muchos no pertenecen a esa mafia. “Y el que no es amigo de Octavio Paz es su enemigo”, dice. “Usted no es amigo”, creo entender, arriesgo. “Sí, yo soy amigo”, corrige. Quiero entender eso de mafia, entonces. “¿Qué pretende?”, pregunto. “Controlar la cultura”, dice el señor Rulfo, “revistas culturales, los suplementos culturales, los premios culturales que se dan en los concursos de novela o de cuento, todo eso. Controlar la cultura”.

A Paz también lo cuestionan por problemas ideológicos…

Claro, la izquierda mexicana es enemiga de ellos. La izquierda de todas partes, no solo la mexicana. Todo lo que sea de izquierda para ellos es… es el demonio, ¿no?

¿Y viceversa?

Sí, claro.

Entonces le digo que algo similar pasó aquí durante mucho tiempo con Borges, que la izquierda intelectual argentina le cuestionaba sus elecciones políticas, y le pregunto si se podría hacer un paralelo. “Sí”, dice el señor Rulfo; “pero tiene más fuerza la derecha que la izquierda”. “¿Allá?”, le pregunto. “Allá”, me contesta. “¿Culturalmente?”, le pregunto. “Sí”, me contesta. Estamos en la oficina del director de la Feria Internacional del Libro. El alfombrado es rojo borravino, los sillones de imitación cuero y el escritorio macizo y de caoba. La luz son tubos de neón: es el único lugar que conseguimos para hablar con cierta calma, y el señor Rulfo sigue contestando bajito y lento y a trozos y a nuestro alrededor cuatro o cinco señores maduros con trajes maduros se esfuerzan por escuchar nuestras (sus) palabras. “Allá”, me contesta.

Y seguirá hablando –se lo he preguntado– sobre la pureza del castellano, la libertad que los escritores deben tener para utilizar palabras del idioma usual de cada país (“en México eso es muy fuerte, siempre se escabullen muchos nahuatlismos, del náhuatl”), y que últimamente el director de la Real Academia Española (“que ya no limpia ni fija ni da esplendor”) hizo una gira por América y dijo que a cada país había que dejarle el idioma que acostumbraba usar. “Si nosotros usamos muchas palabras en náhuatl es porque es el lenguaje común, de la gente”, dice el señor Rulfo. “No nos las han impuesto, sino que… como dijo él, si ustedes quieren decir ‘vos tenés’, pues es la forma como se entienden y no tenemos por qué impedirlo… Lo dijo la Real Academia Española”, dice. Y que es América Latina la que va a conservar el castellano, que en España se está perdiendo. “Uno a los madrileños ya no los entiende”, dice, y casi se sonríe.

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Esta es una entrevista con tabú, pero juro que fue él quien empezó con esta cosa de las letras.

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¿La literatura tiene alguna posibilidad de transformar la realidad?

Sí, hay una transformación de la realidad, si no, no es literatura…

No, quería decir alguna acción sobre la realidad para transformarla.

Claro, precisamente la literatura testimonio es menos valiosa que la literatura que transforma la realidad. La realidad tiene sus límites… Entonces hay que apoyarla con la imaginación. En el momento en que viene la imaginación o la intuición, entonces transforma la realidad. La realidad es muy limitada.

Sí. Lo que quería preguntarle es si lo escrito, a su vez, puede accionar sobre la realidad para modificarla.

No, la literatura no puede actuar ni puede modificar nada. Pueden la sociología, la antropología, la economía; pueden hacer algo por transformar las realidades. Pero la literatura… el escritor no puede lograr hacer nada. La literatura es ficción, y si deja de ser ficción, deja de ser literatura.

“Y la ficción es mentira”, dice el señor Rulfo, citando una frase de él mismo aparecida en un reportaje reciente.

Y después me dirá –se lo he preguntado– que, a diferencia de muchos escritores latinoamericanos, él nunca se expatrió, que vivió siempre en México. “El mexicano no se desarraiga fácilmente”, dice. “Hay pocos escritores que han vivido fuera, en el extranjero, pero ha sido porque eran diplomáticos, después regresan al país. A los turistas españoles les exigían treinta mil pesos para entrar al país, que entonces eran treinta mil pesos de este tamaño… ahora son así chiquitines”, dice el señor Rulfo y se ríe, y sigue contando: “En cambio a los mexicanos nos cobraban doscientos pesos para ir a España. Y le reclamaron al secretario de Gobernación por qué les exigía a los españoles tanto dinero por venir como turistas a México. Y contestó: ‘Bueno, porque los españoles vienen y se quedan; los mexicanos van y regresan’. El mexicano es muy arraigado… No es el chile ni los frijoles, no es la nostalgia por esas cosas. Es una costumbre ya, un arraigo que se tiene… Por ejemplo, mire, Ciudad de México: es una ciudad caótica, infernal, horrenda, ¿no? Y, sin embargo, vive uno allí y la extraña… Tenemos posibilidades de irnos a otras partes, a ciudades que son bonitas, Querétaro, Morelia, donde no hay esmog, donde la gente no es neurótica como en Ciudad de México y, sin embargo, no queremos salir de Ciudad de México”, dice, por una vez entusiasmado.

Y eso se nota en los escritores mexicanos.

Son escritores muy intimistas, que no conocen ni siquiera el país. No han salido de Ciudad de México.

No es su caso…

No, no. Yo conozco todo el país. He vivido en muchas ciudades del interior. Viví bastantes años en Guadalajara… Yo soy de allá, de occidente. Y además conozco otros países también. Casi conozco todos los países… Menos China y la Unión Soviética.

¿Por alguna razón particular?

No, porque me da flojera ir tan lejos… Está muy lejos.

En los años cincuenta, en sus viajes por el país, Rulfo hacía fotos que salieron publicadas hace poco en un libro.

Le pregunto por esas fotos, si hay algún lenguaje común entre la fotografía y la literatura. “No, no hay nada”, dice el señor Rulfo, “en absoluto”. Pero sigue: “Dicen que sí hay ciertas similitudes con las fotografías”, dice, citando seguramente a algún crítico. “Porque en realidad, como son de la época pasada, representan un México muerto ya, que ya no existe”.

“Y entonces, ¿la similitud?”, pregunto. “No la hay”, responde. “Además, cuando yo tomaba fotografías no pensaba en la literatura, son dos géneros muy diferentes”. No es el caso de la música. Allí sí reconoce puntos de contacto, y habla de la música medieval, renacentista, barroca, el canto gregoriano. “Yo considero que la música es un gran estímulo”, dice, “serena el espíritu, el ánimo, es muy estimulante, hacia la calma, y deja uno de pensar en… ciertos problemas”.

Uno de los problemas, por ejemplo, fue siempre su relación con el alcohol. Pero ahora lo ha dejado, ya lleva algunos años sin beber. Aunque, a veces, cuenta que le cuesta.

¿Usted sueña mucho?

Sueño, pero no me acuerdo nunca de lo que sueño.

Pero ¿son sueños agradables?

Pues no sé decirlo, nunca los recuerdo.

Pero ¿no son pesadillas?

Se ríe. “No, no tengo pesadillas”, dice. Y se ufana: “He soñado a colores. Es bonito. Son muy brillantes, muy fuertes los colores”.

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El tabú es lo que no se puede nombrar, aunque todo lo aluda. ¿Cómo hablar con el señor Juan Rulfo de esos dos libros que escribió a principios de los cincuenta, esos dos clásicos latinoamericanos, esos dos libros solitarios? ¿Cómo preguntarle cómo se siente un hombre que mira desde el llano su propio monumento? O sobre la unicidad del acto de escribir, sobre su permanencia: si alguien es escritor por escribir, o por haber escrito. Estoy hablando con él por algo que hizo hace más de treinta años. Si le preguntara por qué no escribió más me miraría con odio y me diría, como lo dijo tantas veces, que le faltaba un libro en su biblioteca y por eso lo hizo, para llenar el hueco, y hasta quizá me diría que está escribiendo algo, como lo dijo tantas veces, para sacudirse la pregunta acosadora, acusadora. Todo mirándome con odio. No quiero que me odie. Lo admiro. Quizá en otra ocasión se lo pregunte.

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¿Usted tiene una relación especial con los adjetivos?

Yo soy enemigo de los adjetivos. Cuando yo estaba estudiando literatura nos imponían mucho a Pereda, que era uno de los caballitos de batalla de los maestros de literatura. Pereda usaba a veces hasta seis u ocho adjetivos para un solo sustantivo. Y el sustantivo es la sustancia del lenguaje y el adjetivo pues es un adorno, una cosa superficial. Entonces… yo luché mucho y combatí mucho al adjetivo, la adjetivación la odio… Pero fue por eso, llegué a odiar hasta la literatura porque nos imponían el adjetivo como norma. En la literatura española de esa época, que era la mayor influencia que teníamos, pensaban que sin el adjetivo no había ornato, no había esplendor en las letras, ¿no?

¿Y si pese a eso le pidiera tres adjetivos para describirse a usted mismo?

Hay una larga pausa y, de verdad, parece como si pensara. “Un… un pobre diablo”, dice.

“Ahí hay un adjetivo y un sustantivo”, me atrevo a decirle, porque lo dijo con una sonrisa ladeada. “Un pobre miserable diablo”, dice. Y completa: “Deprimido y desanimado”. “¿Por qué?”. “Así tengo ratos”, dice, y su voz es cada vez más baja, “ratos de depresión y de desánimo”. Se abre la puerta y entra un señor de traje. “Está el embajador”, dice. El señor Rulfo se incorpora: “Ya está el embajador”, dice.

¿Cinco minutos más, señor Rulfo, por favor?

Pero ya caminaba. “A los embajadores no se los puede hacer esperar”, dijo, y cerró la puerta.

Posdata: Juan Rulfo murió menos de tres años después de esta entrevista, el 7 de enero de 1986, en México, de un cáncer de pulmón.

Martín Caparrós es periodista y novelista argentino, y vive en España. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría.

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