Judicialización

De forma genérica, la literatura en Ciencia Política define la judicialización como el mecanismo por el cual problemas políticos son transferidos hacia la esfera judicial para su resolución. En esta operación de transferencia se produce una alteración de las lógicas que rigen la solución de controversias. En la esfera política rigen el principio de oportunidad política, la regla de las mayorías y la legitimación democrática. La esfera judicial, por el contrario, está gobernada por el principio de legalidad, en el marco de un entramado institucional cuya legitimación se basa en la imparcialidad y la competencia técnica del que resuelve la disputa. La judicialización es entonces un fenómeno paradójico, en el que estas dos lógicas convergen: de una parte, problemas políticos son resueltos en base a criterios jurídico-técnicos; pero, por otra parte, los actores judiciales son sometidos en su actuación a tensiones políticas. La judicialización de la política implica, casi por definición, la politización de la justicia.

El fenómeno descrito, en realidad, ocurre en todas las democracias. Que una ley o un actor político puedan ser llevados ante un tribunal es, precisamente, parte esencial de la idea de separación de poderes y de Estado de derecho. Pero en España, por la cantidad de asuntos judicializados y la forma en que estos han sido tratados, la judicialización ha comenzado a ser un problema para la propia justicia.

En nuestro país, esta judicialización tiene en la actualidad dos caras. De una parte, el Tribunal Constitucional conoce, como corresponde a su función, de asuntos relativos a la constitucionalidad de las leyes, que le dan la oportunidad de ejercer su papel de “legislador negativo”. Por otra parte, y esto debería ser menos común, la jurisdicción ordinaria se enfrenta con frecuencia a la resolución de escándalos de corrupción, que en demasiadas ocasiones involucran a actores políticos. Al hablar de judicialización sería bueno comenzar a distinguir entre estas dos situaciones, pues sus implicaciones son notablemente distintas. Sin embargo, es preciso reconocer que ambas tienen algo en común: el potencial que, en su abuso, albergan para erosionar la legitimidad de los actores de tipo jurisdiccional. Dos de las principales fuentes de dichos abusos tienen que ver en realidad con dos tipos de estrategias usadas por parte de los propios actores políticos: las estrategias de judicialización y las estrategias de enmarcado.

Las estrategias de judicialización hacen referencia a los comportamientos que, siguiendo ciertos cálculos tendencialmente racionales, siguen los partidos y sus miembros para integrar los casos sustanciados ante los tribunales en sus estrategias políticas generales. Un actor político puede elegir de forma estratégica, por ejemplo, cuándo judicializa un asunto. En ocasiones, los partidos pueden recurrir la judicialización para convertir en actualidad un tema sobre el que les interesa generar debate. En otros casos, enfrentados a asuntos controvertidos, los políticos pueden recurrir a la judicialización para transferir a los magistrados la responsabilidad de tomar una decisión que saben impopular, evitando posicionarse ellos mismos. Esta parece ser la estrategia del Gobierno, por ejemplo, con el tema del aborto. La judicialización puede también ser utilizada para despolitizar un asunto político, haciéndolo pasar por una cuestión puramente técnica. Todas estas estrategias son por lo general irreprochablemente legales. Sin embargo, al instrumentalizar la justicia al servicio de sus intereses, los actores políticos suelen optar por no integrar en sus cálculos a los intereses de los propios actores judiciales, que pueden verse atrapados en situaciones verdaderamente penosas.

Otro ejemplo de los riesgos del abuso de la judicialización, acaso aún más problemático, tiene que ver con el enmarcado que los actores políticos hacen de las decisiones judiciales que les afectan. Sin entrar a valorar la decisión sobre el fondo, el reciente caso de la declaración de soberanía del Parlamento de Cataluña ante el Tribunal Constitucional se me antoja un magnífico ejemplo. Los marcos cognitivos son entramados de conceptos que se movilizan para definir una situación determinada, y que a menudo integran elementos normativos o emotivos. Los políticos son expertos en la movilización de marcos cognitivos, y los episodios de judicialización no son una excepción. En ocasiones, los partidos tienden a enmarcar resoluciones judiciales desfavorables, de forma más o menos abierta, como el resultado de tribunales politizados o activistas, explotando la, por otra parte, justificada insatisfacción ciudadana por el control partidista de la justicia. Las resoluciones favorables, por el contrario, son enmarcadas desde discursos “legalistas”, en los que los actores políticos piden respeto a las decisiones judiciales y al Estado de derecho. Tanto una como otra son, sin embargo, estrategias de enmarcado. Ambas constituyen estrategias políticas de poslitigación, en las que el objeto de controversia queda sutilmente sustituido: el debate público deja de centrarse en el asunto que el tribunal debía resolver, para convertirse en un debate sobre el tribunal mismo y su legitimidad.

La fuerte erosión a que el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional son sometidos en estos episodios de judicialización no será resuelta apelando a la buena voluntad de los políticos. Bien está exigir de nuestros servidores públicos altura ética, pero me temo que el ordenamiento jurídico existe precisamente ante la constatación desafortunada de que esta no siempre se produce de forma espontánea. Lo urgente, más que apelar a la conciencia individual, es realizar reformas institucionales de profundidad que resuelvan este fenómeno.

Por ejemplo, es preciso reconocer que las estrategias de enmarcado son efectivas porque, de hecho, la justicia está sometida a presiones partidistas en nuestro país. Ayudar a la justicia significa, en este contexto, liberarla del control de los partidos mediante reformas serias y valientes. Del mismo modo, liberar a la justicia del peso excesivo de su responsabilidad en la lucha contra la corrupción exige, con carácter inmediato, implementar reformas que atajen la corrupción antes de que sea preciso llegar a los tribunales. De no llevarse a cabo estas reformas, el panorama será cada vez más sombrío. Con diversas encuestas apuntando a una reputación bajo mínimos, lo que está en juego es la justicia misma en España, y con ella la salud de nuestro Estado de derecho.

Pablo José Castillo Ortiz es doctor en Derecho y Ciencia Política (UAM) y profesor en la Universidad de Sheffield (Reino Unido).

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