En medio del actual estado de emergencia sanitaria, el Ministerio de Justicia ha anunciado la decisión de retomar la modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Nadie discute que esta reforma es necesaria. De hecho, así se acordó en el Pacto por la Reforma de la Justicia de 2001. Pero desde entonces los numerosos anteproyectos propuestos han «encallado» en un obstáculo hasta ahora insalvable: la falta de consenso sobre el modelo de proceso penal. Ese desacuerdo se manifiesta con particular rotundidad en una cuestión clave: quién debe dirigir la instrucción.
En España, formalmente, es el juez de instrucción quien dirige la investigación del delito, bajo la vigilancia del Ministerio Fiscal, quien además ha ido asumiendo una creciente responsabilidad pudiendo ordenar diligencias de investigación. En las opciones de reforma presentadas hasta ahora se ha propuesto transferir la instrucción a la Fiscalía. Para ello se aducen principalmente motivos de eficiencia y de coherencia del sistema. Quien es responsable de acusar -se afirma- debe decidir sobre los elementos de prueba que han de recabarse, y quien vela por las garantías del investigado no puede ser el mismo órgano que se hace cargo de la investigación.
Este debate, en rigor, sólo debería plantearse en términos técnicos y de garantías del Estado de Derecho y, sin embargo, se ha visto en no pocas ocasiones polarizado y politizado, con planteamientos que dificultan el análisis jurídico sereno y abierto que exige el juego democrático. A quienes han defendido mantener al juez de instrucción se les ha tachado de conservadurismo y de defender un proceso «inquisitivo». Y en cambio, la propuesta de eliminarlo y conferir sus competencias a la Fiscalía ha sido identificada con modernidad, avance democrático y políticas de izquierdas. Pero lo cierto es que los estándares internacionales no imponen ningún modelo específico de investigación penal o de fiscalía. Así, en Europa encontramos fiscalías más próximas a los ejecutivos (como la «prokuratura» de ciertos países del Este, y también las fiscalías danesa o alemana); y otras soluciones como la italiana, donde el fiscal tiene el mismo estatus de independencia que un juez.
Lo que sí resaltan los documentos internacionales de Naciones Unidas y del Consejo de Europa, o los de las propias asociaciones europeas de jueces y fiscales, es el riesgo de injerencias y presiones políticas a las que se ven sometidos los fiscales. En los «Estándares europeos de independencia de los sistemas de Justicia» se reconoce que «el intento de interferir políticamente en la actuación de la Fiscalía es tan antiguo como la propia institución», y se da tanto en sistemas totalitarios como en algunos sistemas democráticos en los que se imponen la tiranía de la mayoría y las presiones de partidos populistas, especialmente cuando están apoyadas por campañas mediáticas. De ahí que todos los organismos internacionales de derechos humanos, empezando por el Consejo de Europa, hayan abogado por reforzar la independencia de la Fiscalía.
En España, fiscales y jueces se seleccionan de la misma manera, están igualmente preparados, y ambos actúan bajo el principio de legalidad e imparcialidad. Por ello, transferir la instrucción no debería suscitar mayor debate. Ahora bien, si ambos cuerpos están integrados por profesionales igualmente cualificados e imparciales, y deben actuar únicamente sometidos a la ley, ¿por qué tanto afán en cambiar el modelo? El cambio otorgaría mayor poder al Ministerio Fiscal, lo cual en la inmensa mayoría de los asuntos no sería problemático; incluso podría ganarse en agilidad, eficiencia y en coherencia procesal. Pero los riesgos podrían incrementarse en relación con asuntos «sensibles» por sus implicaciones políticas o económicas; es decir, procesos en los que el poder puede presionar a la Justicia porque el sistema judicial intenta hacer prevalecer la legalidad en la persecución del delito. No hay que olvidar que, como decía Niklas Luhmann, el poder actúa con sigilo, y que este no consiste necesariamente en la neutralización de la voluntad del subordinado, sino en lograr que el súbdito por sí mismo quiera expresamente lo que el soberano quiere.
En ese escenario, cada juez individual, al gozar de absoluta «independencia», dispone de más capacidad de resistencia que el fiscal, que tiene autonomía funcional pero no deja de estar sometido al principio de «dependencia jerárquica» (artículo 124.2 de la Constitución). En términos económicos diríamos que el «índice de estrés» o de riesgos en ese tipo de situaciones es mayor para los fiscales que para los jueces. Y aumentar riesgos o reducir garantías en el contexto de la Justicia nunca es favorable para el Estado de Derecho. Por eso, de cara a esta futura y necesaria reforma del proceso penal, no debemos perder de vista que el debate no debe centrarse sin más en quién instruye el proceso penal, sino en asegurar que ese órgano goce de la máxima independencia. A fin de cuentas, lo importante no es «quién» instruye, sino que el órgano que decide quién y cómo será investigado, y si será acusado, goce de la independencia necesaria para hacer prevalecer un principio básico de la justicia: el sometimiento exclusivo a la ley, incluso en contra de poderosos intereses externos, sabiendo que ello no le va a generar consecuencias negativas.
Desde mi experiencia de muchos años cooperando en reformas de sistemas de Justicia de democracias en transición y estudiando los diferentes modelos de fiscalía, lo que en todo caso desearía es que, para justificar una reforma de esta envergadura, no se recurriera al argumento mediocre y vacío de que la instrucción por parte del fiscal es el modelo vigente en la práctica mayoría de países de nuestro entorno. Quien conozca algo de reformas legislativas sabe que las soluciones de un país no son sin más exportables a otros, como hace años señaló Watson en su obra «Legal trasplants». Estar en minoría no significa estar equivocado. Recordemos que, cuando casi ningún país europeo permitía a la víctima intervenir en el proceso penal, en España se garantizaba ese derecho, que posteriormente la Unión Europea ha terminado exigiendo que cumplan los demás Estados. Sabiendo que no hay sistema perfecto, en la instrucción penal quizás debamos plantearnos si conviene mantener un sistema de mutual checks entre juez de instrucción y Ministerio Fiscal, y no abrir vías que puedan hacer más vulnerable el sistema ante populismos autoritarios.
Lorena Bachmaier Winter es Catedrática de Derecho Procesal de la Universidad Complutense.