Jueces y científicos, tras la misma verdad

Un científico busca comprender la realidad con la intención de anticipar la incertidumbre. Un juez, también. La ciencia dispone de un acervo de leyes de la naturaleza aceptadas (en cada momento) como vigentes. La justicia también tiene el suyo. La ciencia ayuda a sobrevivir, la justicia a convivir. El científico usa un método para acercarse a la verdad. El juez, también.

El método científico respeta tres principios: el principio de objetividad (el observador elige la observación que menos afecta aquello que observa), el principio de inteligibilidad (la verdad vigente es la más comprensible entre todas las disponibles) y el principio dialéctico (la verdad vigente minimiza las contradicciones con la realidad). Ciencia es cualquier pedazo de conocimiento elaborado con estos tres principios.

La justicia no es muy diferente. Pero la ciencia no consigue aplicar su método al cien por cien durante todo el proceso de investigación. La justicia, tampoco. Y aquí aparece la primera diferencia. El científico se obliga, por oficio, a aplicar el método con la máxima fuerza posible en cada situación. En un proceso jurídico no ocurre lo mismo durante todas sus fases ni por parte de todos sus actores. Se puede admitir que lo hace el juez que dirige la instrucción y también el juez que dirige la vista. Incluso se puede admitir que, en principio, también lo hace el fiscal. Pero no se puede decir lo mismo del abogado defensor y del abogado acusador.

Ni uno ni otro se declaran contra la objetividad, la inteligibilidad y la dialéctica empírica, pero atención, la defensa defendiendo al defendido y la acusación acusando al acusado, tienen otra prioridad: el beneficio de su cliente. (El fiscal defiende la ley aunque, en la práctica, tienda a alinearse con la acusación particular).

Y esta tendencia, la de favorecer al cliente por delante de la verdad científica, no es algo que sencillamente se tolere. Forma parte del código deontológico del abogado. Así lo aceptamos y quizá no pueda ser de otra manera. No es una aberración faltar a la objetividad observando sólo aquello que favorece al cliente y ninguneando todo aquello que le perjudica. No es una aberración faltar a la inteligibilidad dando rodeos o trufando la esencia con matices. Y no es una aberración faltar a la dialéctica experimental acentuando unas contradicciones e ignorando otras.

Tampoco es una aberración contratar un detective para buscar sólo una clase de pruebas, las favorables, o convocar sólo a los intelectuales cuyas sinceras opiniones son justo las que convienen. Uno no deja de sufrir una ligera conmoción la primera vez que cae en la cuenta de que un abogado puede, por oficio de abogado, defender con igual profesionalidad y entusiasmo una causa como la contraria.

Gracias a la objetividad el conocimiento tiende a ser universal (no depende de quién lo elabora). Gracias a su inteligibilidad el conocimiento tiende a servir para anticipar la incertidumbre (cuando lo más cierto del mundo es que el mundo es incierto). Y gracias a la autoridad de la evidencia experimental, el conocimiento cambia, avanza, progresa. El defensor o acusador buscan la verdad que mejor defiende o acusa. El científico o el juez buscan la verdad más científica, la más objetiva, inteligible y dialéctica, la verdad más verdadera.

Apresurémonos a decir que ser científico no es una garantía de pureza objetiva, inteligible y dialéctica. El científico también puede pecar anteponiendo otros intereses, como su prestigio personal o su autoestima. A veces el científico se excede en su deseo de que la naturaleza encaje con su verdad y, con disimulo, le da una secreta ayudita. Hoy sabemos que Mendel, el padre de la genética, no pudo ver lo que dijo que vio. Sus resultados son mejores de lo que tocan estadísticamente. Fue más fe en la verdad que ánimo de engañar, pero mal hecho. Eddington estaba tan deseoso de confirmar la teoría general de la relatividad de Einstein en su célebre observación del eclipse de 1919 que lo consiguió, pero sabemos por sus cuadernos que unos datos le gustaron más que otros. Mal hecho también. En 2002 el físico Jan Hedrick Schön avergonzó a la comunidad científica inventándose los datos de más de 80 publicaciones en un solo año. Caso patológico. El pecado científico, sea éste venial o mortal, siempre acaba saliendo a la luz. El crimen perfecto es más difícil aún contra la verdad científica que contra la verdad jurídica.

En suma, el científico sabe muy bien cuándo peca porque sabe cuándo le falta al método científico. En cambio, defensores y acusadores no pecan cuando dan preferencia a sus clientes. La verdad jurídica descansa entonces en los jueces y en las leyes vigentes. Durante siglos, la verdad científica y la verdad jurídica han seguido caminos próximos pero disjuntos, por lo que no ha habido grandes colisiones. La órbita de un planeta o el metabolismo de una célula poco tenían que ver con un robo a mano armada o con la disputa de una herencia. Sin embargo, todo está cambiando en este siglo y los caminos de ambas clases de verdad dibujan una trama y una urdimbre de confusas bifurcaciones. Cada vez hay más objetos comunes al método científico y al método jurídico: materiales transgénicos, organismos clónicos, ciberespacio, energías alternativas, eutanasia, cambio climático... ¿He dicho cambio climático?

La comunidad científica está inquieta desde hace décadas por la cuestión. Sin embargo, hace sólo unos meses que los científicos han conseguido transmitir esta preocupación, masivamente, a los ciudadanos del mundo. Quizá sea la primera gran colisión entre el método científico y el método jurídico. Mientras centenares de los mejores especialistas hacen su diagnóstico de la salud del planeta con los principios del método científico, otras figuras acusadoras (o defensoras) anteponen otros intereses para desprestigiar (o sobrevalorar) a los científicos y para minimizar (o para exagerar) sus resultados.

Si hay que escoger, mejor alarmarse que no alarmarse. Es la diferencia entre un susto y una tragedia cósmica. El cambio climático aporta algunas novedades: es global (quizá sea la primera vez que todos los terrícolas tenemos un interés común), aún no existe el equivalente de un buen paquete de leyes para proteger la salud del planeta (universales para toda su superficie) y hay demasiados defensores y acusadores de toda índole para ninguna figura equivalente a la del juez o la del fiscal.

La ciencia, globalizada desde su nacimiento en el Renacimiento, da significados a conceptos (como método, crecimiento, progreso, competencia, colaboración, complejidad, irreversibilidad, incertidumbre o riesgo) que poco se parecen al de los conceptos homólogos fuera de ella. Una fabulosa diversidad cocida a fuego lento durante miles de millones de años (la inerte, la viva y la cultural) necesita ahora que la verdad científica y la verdad jurídica caminen de la mano. Es cuestión de empezar a entrenarse...

Jorge Wagensberg, director de la Nueva Área de la Ciencia de la Fundación La Caixa.