Jueces y política

Es conocida la frase de Thomas McKean, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia, presidente entonces del Tribunal Supremo de Pensilvania, cuando se ofreció por carta al presidente George Washington postulándose para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo federal: A good judge cannot be very popular. Que un buen juez no pueda ser muy popular resulta razonable, aunque McKean no llegase al Supremo; en 1799 fue elegido gobernador de Pensilvania.

Hace años almorzaba cada sábado con amigos jueces y fiscales, casi todos ya más allá del tiempo. Entre juristas relevantes –algunos habían ostentado u ostentaban responsabilidades en el Gobierno, en el Parlamento o en la Justicia– me sentía como un cura de aldea entre un grupo de obispos. Aprendí mucho en aquellas reuniones y acaso fuese lo primero que los jueces se manifiestan –al menos lo hacían entonces– a través de sus sentencias; sólo en papel de oficio. Luego aparecieron los «jueces estrella» buscando en las televisiones y en los periódicos la popularidad que McKean negaba a todo buen juez. Podían ser buenos comunicadores –o buenos filtradores– pero dudo mucho que fuesen, y en su caso lo sean hoy, buenos jueces.

La diosa Iustitia de la Antigua Roma, representada con una balanza, una espada y los ojos vendados, bajó a la calle. Lo anunció gráficamente un antiguo fiscal general del Estado: «El vuelo de las togas de los fiscales no eludirá el contacto con el polvo del camino». Y se ha llegado a esa situación que se concreta en la respuesta del abogado cuando un ciudadano le plantea un pleito: «A ver qué juez nos toca». Es el temido subjetivismo.

Los jueces deciden sobre la vida y la hacienda de los ciudadanos. Ello supone un inmenso poder real. Para llegar a la toma de sus decisiones quienes tienen la responsabilidad de impartir justicia no deben dejarse influir por circunstancias ajenas a lo que han de sentenciar. Deben decidir en derecho. Han de omitir opiniones y juicios personales, no aplicar la ley desde perspectivas no estrictamente jurídicas, no dejarse presionar por campañas mediáticas, no temer las críticas, no buscar el aplauso en asuntos que pueden tener calado popular a menudo manipulado interesadamente.

Los jueces no están para enmendar desde sus opiniones personales los errores de las administraciones o de los políticos sino para resolver en derecho, desde su aislamiento de las influencias externas. Los jueces no toman decisiones de gobierno ni se espera de ellos ideas para enmendarlas, sino determinar si los concretos hechos que se enjuician son constitutivos de reprobación desde la ley. Se entiende que quienes tomaron las decisiones sometidas a instrucción judicial estaban legitimados para tomarlas; no se trata de que el juez opine sobre si fueron oportunas o no, sino de resolver si se ajustaron a la ley o no. Todo ello resulta obvio pero a veces no tanto.

Cada vez se ven más sentencias, más informes de fiscales, y no digamos de la policía judicial, que incluyen juicios personales, objetivamente temerarios. La figura de la acusación popular complica no poco esas virtudes deseables en toda instrucción, y también las complica la paralela repercusión mediática. Y las presiones. Hemos asistido a declaraciones impresentables de ministros sobre la libertad de los golpistas catalanes. Que el juez consiga ese aislamiento no siempre es fácil pero resulta vital para que la diosa Iustitia conserve la balanza en la mano y la venda sobre sus ojos, mientras la espada sólo caiga desde el rigor y la objetividad.

Las desviaciones se producen, sobre todo, en juicios de fondo político, y obviamente no me refiero al siniestro ámbito de la corrupción, sino a la utilización de la Justicia como arma arrojadiza entre partidos. Se ha judicializado la política desde meros intereses ideológicos. Para constatarlo basta leer los Diarios de Sesiones del Parlamento Nacional y de los Parlamentos Autonómicos. Se suceden los reproches, a menudo virulentos, apuntalados en supuestos delitos no probados. Compárense las cifras de investigados con las de quienes al final resultan condenados. Una de las consecuencias de la barra libre en las querellas políticas es que los funcionarios no firman nada; estampar una firma en un informe supone un riesgo nada insólito. El machaqueo partidista y la presión mediática señalan ante la opinión a quienes en muchos casos resultarán exonerados de culpa pero han sido previamente condenados por intereses ideológicos, lesionando el honor de personas y familias. La presunción de inocencia ha desaparecido de nuestra realidad cotidiana.

Los «jueces estrella» buscan una popularidad que a veces ha resultado decisiva en el ámbito de la política. Resulta preocupante para los ciudadanos más informados, me temo que menos de los que desearíamos, que un juez aporte munición para arbolar una figura constitucional como es la moción de censura, al incluir en una sentencia sobre un asunto distinto, su opinión personalísima de que un presidente de Gobierno mintió como testigo en un procedimiento diferente, y preocupa que no mereciera aclaración alguna, por las instancias a las que corresponda, la reiteración de la falsedad de que un determinado partido había sido condenado como tal por corrupción, cuando lo que se juzgaba eran dos elecciones en dos municipios madrileños hace bastantes años, y esa condena no existía. El voto particular de uno de los magistrados yace en el olvido.

Tal cobertura judicial, deseada o no por su causante, dio alas a una moción de censura que no contaba ni con el motivo esencial de reprochar acciones del Gobierno concreto al que se censuraba ni presentaba programa alternativo alguno. De hecho, esas carencias convertían la moción en una falacia y el resultado de aquel debate inútil en un golpe de mano parlamentario. Se me ocurre al menos un antecedente: la expulsión en 1936 de Niceto Alcalá-Zamora de la Presidencia de la República para colocar a Manuel Azaña, mucho más bizcochable para los propósitos de quienes ejecutaron la operación.

Los ciudadanos tienen una percepción negativa de la Justicia. Por su lentitud –necesita más medios humanos y técnicos– y por las actuaciones de ciertos jueces. El último ejemplo ha sido el duro reproche de la Fiscalía del Tribunal Supremo a la juez instructora que envió al Alto Tribunal una exposición razonada en la que apuntaba indicios de delito en el caso del máster de Pablo Casado. La Fiscalía del Supremo, tras discrepar de la juez, le reprocha que «a la hora de construir su tesis obvie completamente los requisitos y exigencias que al respecto exige la doctrina de este Tribunal». Esa carencia no es comprensible. ¿Otra vez las circunstancias –léase la política– planean sobre una instrucción judicial?

El anhelo de popularidad no identifica a los buenos jueces. McKean tenía razón.

Juan Van-Halen, escritor y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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