“Señor presidente del Tribunal Constitucional (...) Reciba usted de este pobre batueco aquello que le parezca más adecuado al trance: la cordial felicitación o el sentido pésame, y que Dios le ayude a salir de este berenjenal en que se ha metido o en el que le metieron”. (Jaime Campmany. A Francisco Tomás y Valiente. ABC. 17/03/1986)
Estas tres palabras con las que titulo la tribuna de hoy y que viene a cuento de la renovación de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional (TC), muy bien pudieran haber sido otras. Por ejemplo, Este Tribunal Constitucional no es para cándidos. También pensé poner Lo que el Tribunal Constitucional esconde e incluso Manos grasientas sobre el Tribunal Constitucional, que quizá fueran rótulos más ciertos y precisos. Encabezar con El Tribunal Constitucional ha muerto hubiera sido excesivo, pues a pesar de los males que le acechan, la institución sigue viva.
Vaya por delante que no es cuestión de poner en duda la capacidad ni la honradez profesional de los designados, sino de sumarme a las críticas de la forma de realizar los nombramientos y que, obviamente, no es la querida por la Constitución, ni tampoco por los ciudadanos que asisten atónitos al espectáculo de como dos partidos políticos, el PP y el PSOE, se han repartido cuatro plazas de magistrados e incluso, al parecer, también han decidido el nombre del próximo presidente.
No es que la previsión del artículo 159.1 CE de que el Congreso y Senado elijan a cuatro miembros cada uno por una mayoría reforzada de tres quintos sea errónea. El fallo está en quienes han hecho las propuestas. De ahí que sería injusto satanizar a alguien y convertir a los elegidos por el dedo del político en la encarnación de la perversión del sistema.
Tienen razón, por tanto, quienes han calificado el acuerdo entre PP y PSOE de “cambalache partidista”, “componenda”, “fraude” y “escándalo”. Hasta Margarita Robles, diputada del PSOE y presidenta de la Comisión de Justicia del Congreso, ha censurado severamente el pacto al tacharlo de “reparto de cromos” y afirmar que “la imagen en nada ayuda a la despolitización de la Justicia”, lo cual se parece a lo que León Felipe, el poeta maldito, decía cuando con su garganta rota y en estribillo de matraca afirmaba que la justicia mezclada con la política era “una pantomima, un truco de pista, un número de circo”. Si con la justicia se buscan rentabilidades políticas, entonces sobran los tribunales y basta la intriga.
De acuerdo en que el TC debe reflejar la orientación política de la sociedad, pero una cosa es que los magistrados mantengan legítimos puntos de vista conservadores o progresistas, y otra muy diferente que el Parlamento los elija por cupos partidistas. Según el diccionario de la Real Academia Española, “consensuar es adoptar una decisión por común acuerdo entre dos o más partes”. En ningún sitio se dice que sea un reparto de cuotas alcanzado en una feria de ganado judicial.
El método del “dos para ti y dos para mí” no es la mejor manera de sacar al TC del atolladero del descrédito en el que se encuentra. Lo mismo que otros órganos constitucionales o de relevancia constitucional, el supremo intérprete de la Constitución lleva años padeciendo la paulatina y sistemática colonización de la política que, en su afán por controlarlo todo, lo ha degradado hasta cotas muy bajas, aunque no han faltado las resistencias de algunos miembros de la institución, esforzados en vencer al virus de la politización del propio tribunal.
Por mucho que se pretenda disimular con púdicas vestiduras, el empeño de los políticos es que los magistrados del TC sean los fulanos, menganos, zutanos o perenganos de turno en la seguridad de que responderán a la confianza depositada en ellos. Hace ahora 10 años, concretamente el 4 de octubre de 2007 publiqué en el diario EL MUNDO un artículo que titulé Yo recuso, tú recusas, ellos recusan. Fue a propósito de las abstenciones de varios magistrados en el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la Ley 6/2007 que, entre otros, modificó el artículo 16 de la LOTC regulador de la prolongación de funciones de los magistrados en el momento de aprobarse la ley.
Entonces escribí que el hecho de que el TC quedase ante los ojos de la gente como un órgano compuesto por magistrados que intervienen en los asuntos y los deciden en función de sus adscripciones ideológicas, sus fobias y filias políticas, era algo que a cualquiera llenaba de preocupación. A mi juicio, toda la batalla por el nombramiento de los magistrados del TC introduce al alto tribunal en un estado de sospecha permanente y la idea que predomina en la opinión pública es que se trata de una institución en el que los intereses de los partidos priman sobre la Ley y el Derecho.
Hoy, diez años después, visto lo ocurrido en el Senado con la propuesta de nombramiento de los cuatro magistrados –en realidad, tres, pues el señor Enríquez ya lo era– no parece que los ciudadanos puedan pensar de manera diferente. Ojalá que los hechos logren que muchos cambien de opinión. Antes tendrán que convencer a quienes creen que con “sus jueces” todo está ganado y se empeñan en ser los amos de los tribunales. A más de uno y de dos habría que advertirles que mercadear con un tribunal de Justicia es menester de traficantes que alteran su esencia, envenenándola.
Llevo mucho tiempo insistiendo en el drama de la politización de los altos tribunales del país y me parece ocioso repetir ahora lo que casi todo el mundo sabe. Mientras los políticos y los profetas judiciales sigan entreteniéndose con las clasificaciones de jueces, colocándolos en sus ejes, a sabiendas, o ignorantes, del daño que hacen, el mal no tendrá arreglo. Es una lástima que algunos gobernantes no sepan que aunque la justicia es un género confuso, sin embargo no lo es tanto como para que cuele el dar gato por liebre.
En el acceso a los órganos constitucionales o de relevancia constitucional del Estado pueden concurrir razones misteriosas. Lo que no cabe son sinrazones vergonzosas y quienes realmente tachan a los magistrados del TC de politizados son los propios políticos a la hora de nombrarlos. De una puñetera vez –dado el asunto, escribir puñetas viene al pelo– y para no perdernos en el laberinto, convendría saber el TC, una de las instituciones fundamentales del Estado, no puede seguir siendo tributario del poder de los partidos. Es hora ya de que dependa de sí mismo y que se desentienda de tanto seudopolítico y parapolítico al uso que lo que quieren es tener jueces siervos, no jueces libres.
Quien esto escribe profesa una fe casi ciega en el Poder Judicial, en el Tribunal Constitucional, en suma, en la Justicia, cosa que declaro públicamente. No son convicciones asumidas más allá de la razón, sino de creer en principios indiscutibles. Por eso no concibo una Justicia como forma de poder y patrocino un TC independiente, en el sentido gramatical de la palabra; o sea, que sus miembros no dependan de nada ni de nadie. Lo cierto, sin embargo, es que entre el magistrado y el partido que lo designa se producen vínculos. El individualismo del independiente, antes respetado y respetable, resulta coartado por la fuerza, conocida de antemano, de unas instituciones políticas que ya sabemos lo que son y como son. En estas circunstancias comportarse de forma independiente es muy difícil, aunque no imposible y ejemplos no faltan.
Ratifico lo que decía al principio de este comentario. Me consta que los magistrados propuestos –incluyo a la catedrática de Derecho Constitucional doña María Luisa Balaguer– merecen la consideración de juristas de reconocida competencia en sus respectivas especialidades. Por eso, al examinar los sobresalientes currículos que cada uno tiene, me viene a la memoria la anécdota de aquel banderillero de Juan Belmonte que llegó a gobernador civil y que cuando le preguntaban cómo había podido ser, se limitaba a contestar:
-Pues ya ve usted, degenerando.
Dicho esto con los debidos respetos y en estrictos términos de defensa. Por supuesto, de defensa del Tribunal Constitucional y de sus miembros.
Javier Gómez de Liaño es abogado, juez en excedencia y consejero de EL ESPAÑOL