Juezas, abogadas, médicas y miembros

Hace pocos días, un conocido comunicador de la derecha, en uno de estos debates televisivos que sólo hay cuando gobierna la izquierda, tras decir "la jueza" con toda naturalidad, se desdecía: bueno, la señora juez. Y no digo que levantara la veda de las críticas a la ministra -y decimos ministra, y no señora ministro- que han llovido hasta el hartazgo. Abría, por así decir, esta vuelta a la pureza del idioma, mancillado por los femeninos de oficio con prestigio. Unos femeninos que siempre existieron en nuestra lengua, pero para nombrar otra cosa. La jueza era la señora del juez, y no la señora juez. Más que nada, porque las señoras juez, que ahora son de uso normal, o sea, las juezas, eran impensables. Sencillamente, no existían.

No es que crea que las juezas sean de uso, que con esto del idioma hay que tener cada vez más cuidado. Al idioma le está pasando lo que a la tierra misma, que se degrada y hay que cuidarla. Con una diferencia importante, que no evita el miedo: la lengua no deja de ser un instrumento, una creación, un producto virtual. Vital, por supuesto, aunque de una utilidad que no lo exime, como a tantas cosas y hasta personas, de la belleza. Que nunca deja de ser colectivo ni funcional, y que, por su propia rareza, va con leyes propias, que no pueden dejar de depender de la gente. Si algo, material o espiritual, verdadero o falso, imaginario o real, necesita ser nombrado, la gente encontrará la palabra para hacerlo. Cambiando el sentido de una palabra anterior, importándola de otras lenguas como las frutas fuera de estación, inventando una nueva, recuperando una vieja que ya no tenía nada que hacer, y que podía llevar siglos dormida en el idioma.

Cuando una realidad nueva pide ser nombrada, se la nombra. Ahora hay arquitectas y médicas, hay ingenieras y abogadas, hay alcaldesas y diputadas. Y hasta alguna presidenta de depende qué. Y ministras, tantas como ministros. Y juezas. Y las academias pueden hacer poco para evitar que esa realidad nueva encuentre en los propios mecanismos de la lengua, en los más cómodos y en los más fáciles -adecuando el género de las palabras al sexo de las personas, por ejemplo, la manera de que no haya agujeros de sentido ni zonas vacías de significado en el conjunto de la lengua.

Género de las palabras, sexo de las personas: en castellano, las palabras tienen género. Más de dos, por supuesto (estaban el neutro, el epiceno y el ambiguo, si no recuerdo mal: cuántas realidades prevé la lengua). Pero en todos los idiomas, las palabras tienen sexo. Y edad. El sexo y la edad del emisor. Las palabras cambian con las feromonas que se emiten, vaya si cambian, y si no, vean qué difícil es hacerse oír cuando se tienen cincuenta. Y qué difícil es hacerse oír cuando se es mujer.

Me parece que ahí está el quid de esta cuestión. La gran novedad del siglo que acabó, lo que va a definir el naciente, es precisamente el sexo de los emisores, para ser más exacta, la aparición de las "emisoras". El hecho de que las mujeres hayan tomado -hayamos tomado- la palabra y se decidan a poner género a las que nombran su trabajo o su estatus. El que se haga con humor y un poco como si nada, forma parte del juego. Y así lo hemos visto en el gran congreso internacional Mundos de Mujeres 08, que se celebró en Madrid la segunda semana de julio. Cuatro mil mujeres de todo el mundo, que vinieron a hablar de sus cosas. Convocadas desde hace tres años por Teresa Langle de Paz, su coordinadora general, bajo el paraguas de la Complutense, transmitían de manera plástica, física, ese poder real que la mujer va adquiriendo. En todos los terrenos. Por ejemplo, Voces Mediterráneas II, un congreso dentro de ese gran congreso, permitió que un montón de señoras de los dos márgenes del mar hablaran sin tapujos de los problemas de la zona y el papel de las mujeres en su compleja solución. Pero a lo que íbamos: había algunos varones. Muy pocos. Poquísimos. ¿Cómo reducir al masculino? Un poco ridículo llamar "señores" a un auditorio de cien mujeres y siete varones, ¿no? Y tampoco decir "señoras", porque sería como excluirlos, encima de que habían venido... Pues ese es el problema siempre. Que en la reducción gramatical prevista, las mujeres no somos visibles.

Bibiana Aído, la ministra de Igualdad, abrió una caja de ruidos que, rápidamente, está poniendo en campaña a los puristas y a la derecha a un tiempo. A mí también me resulta pesada la duplicación ésa de "compañeras y compañeros", etc., aunque creo que ha sido beneficiosa para el lado de las compañeras. Ha nombrado su existencia. Pero, claro, la ministra ha puesto el dedo en una llaga complicada. ¡Lo de miembras! Tendría que haberse dado cuenta de que miembro no hay más que uno. Y es masculino, y donde más les duele.

Rosa Pereda es escritora y periodista.

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