Bachar el Asad viene jugando con fuego desde hace demasiado tiempo. Su represión de las movilizaciones que reclamaban libertades y reformas desencadenó la militarización de la revuelta y la irrupción de una miríada de grupos armados, incluidos los de orientación yihadista. Para tratar de contener el avance rebelde, el régimen recurrió a métodos cada vez más expeditivos, entre ellos el empleo de misiles balísticos y barriles explosivos. Las poblaciones alzadas también fueron sometidas a brutales asedios, en los que se impedía el acceso de alimentos, medicinas y ayuda humanitaria, para doblegar su resistencia, lo que representa un crimen de guerra. Esta estrategia de tierra quemada desencadenó un masivo éxodo. En estos seis años de guerra, la mitad de la población se ha visto obligada a abandonar sus hogares convirtiéndose en refugiada o desplazada.
Durante su campaña presidencial, Donald Trump se mostró a favor de una mayor coordinación con Putin para abordar el espinoso dosier sirio. No obstante, el ataque químico contra Jan Sheijun parece haber puesto punto final a esta luna de miel. De la noche a la mañana, El Asad ha pasado de ser contemplado como un mal menor a ser considerado el principal responsable de la sangría siria. El ataque contra la base aérea de Shayrat evidencia que la paciencia de Trump se ha agotado y que no está dispuesto a seguir jugando al gato y al ratón. Al optar por una acción en solitario y sin el respaldo de la ONU, el nuevo inquilino de la Casa Blanca muestra su desprecio por los canales multilaterales y sienta un peligroso precedente.
La principal incógnita reside ahora en saber si el ataque es un hecho aislado destinado a evitar el empleo de armas químicas o, por el contrario, marca el principio de una escalada militar contra el régimen. Debe tenerse en cuenta que el de Jan Sheijun no es el primer ataque de estas características, ya que en el bombardeo de Guta con gas sarín en verano de 2013 murieron 1.466 personas. Putin y Obama alcanzaron entonces un acuerdo para que dicho crimen no fuera investigado ni sus responsables juzgados a cambio de que el régimen se deshiciera de su arsenal de armas químicas. El mensaje de era nítido: la aviación siria podría seguir bombardeando a su propia población con armas convencionales.
A estas alturas parece evidente que la única manera de frenar el incesante goteo de muertes es imponer zonas de exclusión aérea para evitar que episodios similares vuelvan a repetirse. En cuanto al futuro de El Asad, Rusia e Irán, que han instaurado un protectorado sobre el país, han dejado claro que no permitirán su caída, aunque como dice el refrán ‘quien juega con fuego al final se acaba quemando’.
Ignacio Álvarez-Ossorio es coordinador de Oriente Medio y Magreb en la Fundación Alternativas y autor del libro Siria. Revolución, sectarismo y yihad.