Jugar al juego del gallina con la democracia

En el enfrentamiento cada vez más crispante entre Grecia y la Unión Europea, las autoridades griegas parecen estar reivindicando un mandato democrático que va más allá de las fronteras de su país. El nuevo gobierno, liderado por el partido de extrema izquierda Syriza, se presenta no solo como un negociador que procura un buen resultado para Grecia, sino como el adalid de una solución al problema supuestamente europeo del exceso de deuda gubernamental. Esa postura no reconoce que los interlocutores de Grecia tienen sus propias responsabilidades democráticas.

Puede considerarse que la política democrática moderna implica dos tipos de tareas: la formulación de leyes basadas en principios generales y la redistribución de recursos a través de los impuestos y el gasto gubernamental. En un mismo país, esas tareas son relativamente poco complicadas, pero las relaciones internacionales de los países pueden imponer poderosas restricciones a sus gobiernos.

Esas restricciones son especialmente fuertes cuando el gobierno debe operar dentro de una política más amplia, como ocurre con Grecia debido a su pertenencia a la UE. Pero cualquier proceso de integración, Europeo o mundial, requiere un cierto ajuste de las preferencias y las leyes internas. La capacidad de un gobierno para redistribuir la riqueza también se verá limitada si elevar los impuestos lleva a que el capital o quienes tienen altos ingresos abandonen el país.

Para justificar la reducción de la carga de la deuda griega, Syriza recurre en gran medida a la historia de Alemania, su mayor acreedor y, ante los ojos de muchos griegos, su principal antagonista. Según la descripción de los eventos de Syriza, el experimento alemán de democracia de entreguerras fracasó debido a que los acreedores internacionales le impusieron austeridad. Alemania y la UE, según su argumento, debieran aplicar esa lección a Grecia.

Eso ciertamente suena convincente y otro aspecto de la analogía de Syriza parece, a primera vista, dar por cerrado el caso: Grecia fue uno de los países que más sufrió después del colapso de la República de Weimar en 1933. Durante la ocupación nazi, el gobierno se vio obligado a dar un crédito a Alemania, que nunca fue devuelto. Alemania es entonces históricamente responsable frente a sus socios del sur de Europa.

Pero la historia nunca puede ser resumida tan sencillamente y la interpretación de Syriza sufre algunas lagunas fatales. Por ejemplo, aunque las reparaciones exigidas por quienes triunfaron en la Primera Guerra Mundial ciertamente fueron onerosas, para 1932 había quedado claro que nunca se pagarían; sin embargo, el cese de los pagos no estabilizó la política alemana. Por el contrario, preparó el camino para agendas cada vez más radicales.

Si los populistas del país (los nazis) hubieran asumido el poder antes de 1932, hubieran enfrentado una decisión imposible. Si continuaban con los pagos de la reparación o intentaban negociar con los «acreedores» de Alemania, se hubieran desacreditado a sí mismos frente a los ojos de sus partidarios. Pero la alternativa –la implementación de su programa y el incumplimiento de los pagos de la deuda alemana– hubiera disparado una crisis financiera más profunda (y, posiblemente, una invasión militar).

Solo después de la suspensión de los pagos es que la respuesta alemana a la Gran Depresión se tornó tan destructiva. Cuando Adolf Hitler llegó al poder, planteó una solución completamente nueva al problema de la redistribución. Si los recursos alemanes eran limitados, redistribuiría los recursos de otros países: los recursos de países como Grecia.

Esta postura revierte completamente el argumento de Syriza. Al igual que la solución de Hitler, la cancelación de la deuda griega propuesta es un intento de redistribuir las ganancias de otros países. Si fuera exitosa, ejercería demasiada presión sobre todos los demás países de la zona del euro, incluidos aquellos que, como Italia y España, han tenido que ajustar sus propios cinturones.

El carismático ministro griego de finanzas, Yanis Varoufakis, citó recientemente una lección de la historia antigua de su país: «A veces, las democracias más grandes y poderosas se debilitaron a sí mismas por aplastar a otras más pequeñas»; debiera considerar el corolario: los países pequeños que buscan ganancias fáciles haciendo estallar al sistema internacional también pueden terminar debilitándose a sí mismas.

Cuando se usa la democracia para justificar la asignación de la carga de un país a sus vecinos, la integración se vuelve imposible y tanto la democracia como el orden internacional pueden verse en peligro. Así como el contagio financiero puede difundir las incertidumbres de mercado a través de las economías vecinas, el contagio político también puede diseminar la adopción de una mentalidad de suma cero.

Si Europa ha de encontrar una solución a sus problemas económicos, tendrá que superar primero sus desafíos políticos y crear una forma de deliberación que incluya a todos los gobiernos electos de la zona del euro (actualmente, lo que más se aproxima a esto es el Eurogrupo de ministros de finanzas de la eurozona). Mientras las negociaciones se reduzcan a juegos del gallina entre gobiernos nacionales, el único resultado será el caos... y no solo en los mercados.

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University, Professor of History at the European University Institute, Florence, and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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