Jugar con fuego

Los salvapatrias de pacotilla han vuelto a atentar. Con muertos, esta vez. Dos guardias civiles han caído de forma estúpida, en una zona preparada para acoger al turista que quiere tomarse unos días de vacaciones. Y, como siempre, al horror que esta estupidez sangrienta provoca en la inmensa mayoría de la población se han unido esas voces, de vecinos nuestros, tan ocurrentes ellos, para indicarnos -llevados por su bien reconocida discreción- que no es el momento de opinar o, todo lo más, para recordarnos que estamos muy equivocados quienes pensamos que ETA acabará desapareciendo por la presión policial. Una quimera, vaya.

Todos tendemos a amoldar la realidad de acuerdo a nuestra conveniencia. Tendemos a percibirla así, moldeada a nuestro gusto, como si fuera algo natural, y aunque en el fondo vemos las cosas con el color de nuestro propio cristal, la naturaleza humana nos lleva a pensar que los demás también ven las cosas del mismo modo que las vemos cada uno de nosotros. Tendemos a pensar que esas paredes que nosotros creamos sin cesar para limitar y encerrar la realidad de nuestro entorno son objetivas, y que todo el mundo comparte unas creencias comunes, aunque éstas siempre sean subjetivas. Esto no es preocupante, porque al final la realidad no es sino la suma de las distintas percepciones que los humanos tenemos de ella.

La sorpresa surge cuando el vecino nos lleva la contraria. Entonces podemos hacer dos cosas: intentar entender las razones del vecino, o emperrarnos en que sólo nosotros tenemos razón. De forma absoluta, además. En el segundo de los casos podemos pensar que si el vecino no comparte nuestra apreciación de la realidad, está equivocado el pobre y necesita que le corrijamos. Algunas personas manifiestan una incapacidad absoluta para aceptar que puedan existir también otros puntos de vista y otras formas de ver las cosas, legítimos, bien argumentados e incluso más interesantes que los propios. Cuando una persona se encierra en sus propias paredes, es incapaz de ponerse en el pellejo del otro, y lleva esta actitud al extremo, puede acabar aquejado de enfermedades mentales perfectamente descritas por los especialistas.

En esta selva de opiniones y de intereses divergentes, las sociedades modernas se han dotado de una reglas mínimas de convivencia que nos recuerdan, a través de distintas normas, que debemos convivir entre nosotros, y debemos hacerlo con el menor coste posible para todos, de forma que el bien común esté siempre por encima de los intereses personales. Pero hay grupos que no aceptan esta situación. También en el País Vasco hay grupos que no aceptan las normas elementales de convivencia. No existe más que una forma única de ver las cosas, en su opinión, un destino en lo universal: la que ellos tienen. Si los demás no nos amoldamos a esa percepción es que estamos equivocados. Y necesitamos un correctivo. Un correctivo que pasa, en caso de que sea necesario, y por muy doloroso que nos resulte, por nuestra eliminación física. Es lamentable, no es algo buscado, pero el destino nos indica que sólo así podemos salvarnos todos. Y de este modo llegamos a una situación en la que la enfermedad mental individual pasa a ser grupal. Para el grupo, para el rebaño, se trata de algo natural, porque no entienden que pueden existir razonamientos diferentes a los suyos. Siempre tienen las de ganar: esas paredes de la realidad que ellos mismos han creado han sido elevadas a cotas objetivas que deben ser compartidas por todos, y nadie en su sano juicio puede discutir. Como la argumentación en concreto, llegado a este punto, se torna dificultosa, lo mejor es recurrir a abstracciones difusas, que siempre sirven para ocultar la estupidez intelectual y cargar de razones a quien justifica el asesinato: construir la nación, solucionar el conflicto, e incluso manifestar de forma reiterada la disposición a negociar mientras sembramos de bombas nuestras calles, se dan la mano en esta particular verborrea y lluvia de palabras perdidas en desiertos de ideas.

Las paredes comienzan a derrumbarse cuando los que han puesto las bombas llevan una temporada en prisión: allí empiezan a darse cuenta de que, atiza, hay otras opiniones. Y que, en el fondo, tampoco están tan faltas de fundamento. Entonces, sólo entonces, comienzan a aceptar que percibimos la realidad a trozos y a trazos. Trozos de los que participamos personas y grupos muy distintos, con intereses que a veces son divergentes, otras veces son complementarios y en otras ocasiones confluyen en algunos puntos. Hemos asistido en la historia de ETA a numerosos ejemplos de estas características: desde arrepentimientos religiosos al estilo Billy Graham y cuidadosas caídas de caballo sin romperse la crisma, Dios mío Dios mío, a súbitos reconocimientos de lo que siempre ha sido obvio para la mayoría de la población, aunque no para ellos, claro: ETA no tiene nada que hacer frente al poder del Estado. Es exactamente lo que les va a pasar también, más pronto que tarde, a los asesinos de estos días. Cuando sean cogidos, que lo serán, cuando se les acabe la risa histérica al final del juicio, que también se les acabará, y cuando se encuentren consigo mismos, suponiendo que su grado de autoconciencia pueda llegar a esos extremos, entonces, y sólo entonces, se darán cuenta de que la pared psicológica que aguantó la bomba lapa, esa pared que ellos crearon para entender la realidad a su modo, y a cuyo amparo mataron, se derrumba de golpe como si fuera un muro de mantequilla a 40 grados, sepultando la personalidad del miserable que con tanto ahínco la construyó.

De nuevo dos muertos para nada. De nuevo familias rotas. De nuevo alguna copa de champán teñida de sangre. De nuevo argumentos para que todos giremos un poco más hacia la derecha. De nuevo argumentos para pensar que no, que no hay nada que hacer, que sólo la policía va a acabar con esta banda de matones. Es el país. Es el país que pudo ser, y que no fue. Es el país de lujo y del bienestar: sólo en las sociedades autosatisfechas, cuando no hay algo más interesante en lo que pensar, surge el terrorismo. Aquí, por ejemplo.

Pello Salaburu