Jugar de mayor

La selección natural descubrió el juego para estimular el aprendizaje. Los mamíferos, muy especialmente, se entrenan jugando a ser adultos durante la infancia. Jugar es simular una función vital sin la responsabilidad inmediata de seguir vivo: jugar a cazar, jugar a pelear, jugar a seducir, jugar a escapar, jugar a competir, jugar a colaborar, jugar a explorar… Pero en el reino animal el juego no dura mucho. Los inmaduros solo juegan mientras son inmaduros. Con la madurez se acaban las bromas.

Un bebé de gorila no se distingue mucho en sus juegos de un bebé humano. En cambio, el comportamiento diverge después de la madurez sexual. El interés por el mundo de un gorila maduro decrece y, aunque a veces parece estar reflexionando en la posición del Pensador de Rodin, la verdad es que su interés por el mundo ya no es el de su infancia y su adolescencia. El juego es un rasgo juvenil que los mamíferos tienden a perder con la mayoría de edad. Un humano, en cambio, sigue jugando toda la vida y su curiosidad permanece intacta aunque su futuro se vaya tragando su pasado. Por eso, entre otras cosas, un humano puede hacer ciencia, arte y filosofía hasta justo un minuto antes de morir.

Esta propiedad (conservar un rasgo juvenil más allá de la madurez sexual) tiene nombre en ciencia. Se llama neotenia y su ocurrencia se asocia a saltos espectaculares en la evolución. Se puede decir que un ser humano es algo así como un mono inmaduro. Parte de la grandeza de lo humano está en eso, en que es un mamífero neoténico que nunca deja de jugar. La cuestión ahora es: ¿explotamos bien este regalo de la evolución en las escuelas y universidades? Hablemos, por ejemplo, de ajedrez. Hablemos, por ejemplo, de videojuegos.

Todo en ciencia es conversar: la observación (con la realidad del mundo), la crítica (con los demás), la reflexión (con uno mismo)… y, sin embargo, la práctica de la conversación no encuentra demasiado tiempo, espacio ni oportunidad en las aulas. Ajedrez: no se puede decidir una jugada sin antes concentrarse atentamente en la jugada del adversario. La conversación en ajedrez es inescamoteable. Además, el ajedrez es un juego que entrena para analizar, planificar, buscar alternativas, aprender de los errores, pensar a corto y largo plazo (táctica y estrategia), decidir, evaluar riesgos, asumir consecuencias, preparar, reintentar, competir, saber ganar, saber perder. No hay, por otro lado, demasiada oportunidad para la injusticia o la mala suerte.

El ajedrez solo tiene, como todos los juegos, un riesgo: la obsesión excesiva y la adicción desbocada. En mi juventud jugué un año al ajedrez ocupando con eso casi todo mi tiempo. La actividad fue tan absorbente que cuando ganaba sufría al dormirme porque soñaba que había perdido, y cuando perdía sufría al despertarme porque había soñado que ganaba. El cerebro acabó atrapado por el juego.

Sin embargo, en el ajedrez la línea roja se vislumbra con facilidad y la adicción se corta sin demasiada dificultad. Los ciudadanos jóvenes obtendrían así grandes beneficios en las escuelas, con un riesgo mínimo de ser abducidos por el juego. Todo juego tiene un alma competitiva, y toda competición, una dosis de violencia. El ajedrez tiene la suya, como bien evoca Borges en su famoso poema de los dos colores que se odian, pero ojalá toda la violencia fuese de la clase que se gasta en el ajedrez.

Videojuegos. ¿Hay conversación en ellos? Se conversa algo, sobre todo cuando se juega en el ciberespacio con otros ciudadanos del planeta. Pero la tendencia es al autismo de una mente aprisionada lateralmente por unos auriculares, frontalmente por una pantalla y virtual y realmente confinada en algún rincón de la casa. Hay videojuegos de muchas clases, y aunque algunos presumen de desarrollar capacidades de táctica o de estrategia, la verdad es que la mayor parte acaban por sumirse en iteraciones y repeticiones que más bien recuerdan a una plegaria. Todo juego contiene su ración de violencia, pero una cosa es la violencia de un juego como el fútbol, cuyo fin es lograr un gol, y otra es la violencia que simula el fragor de una batalla (trufada de explosiones, fuego, ráfagas de ametralladora, cañonazos, cohetes, bombazos, rayos impensables…) cuyo fin es, directamente, liquidar al adversario. Existen videojuegos deportivos cuyo fin no es matar todo aquello que se atreva a moverse, pero lo común es entretener con una violencia gratuita y desaforada.

Y lo más inquietante es que el riesgo de adicción patológica parece estar justamente en la componente violenta. La identidad humana tiene un cable suelto en alguna parte que solo se puede controlar con cultura. El tema merece atención, porque se están dando casos que no habían ocurrido nunca antes en otra clase de juegos: adolescentes que no duermen, que dejan de comer y que se irritan ante cualquier injerencia mientras se hunden sin remedio en las profundidades inescrutables de una pantalla plana.

Jorge Wagensberg, director científico de la Fundació La Caixa.

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