Jugarse todo. O nada

Algo va mal cuando los ciudadanos sienten que en las elecciones no se juegan nada. O cuando piensan que se juegan todo. El camino que hemos recorrido en España durante los últimos diez años discurre entre esos dos extremos. En mayo de 2011 la gente salió a las calles movida por la sensación de que no importaba quién estuviera en el poder porque las políticas iban a seguir siendo las mismas. La función de representación de intereses de los partidos políticos se había roto. El equilibrio entre el poder económico y el poder político, también.

Hoy en día la sensación es la contraria: que nos jugamos demasiado en cada contienda electoral. Las propuestas de los partidos contrincantes se nos presentan no como alternativas, sino como una amenaza para el sistema político. Esto se percibe en la dicotomía con la que se ha planteado la campaña electoral en las elecciones de la Comunidad de Madrid. Y también se refleja en la posición comparada de España entre las democracias avanzadas, que destaca por mostrar uno de los niveles más altos de polarización afectiva.

Durante el camino transitado desde la crítica a los partidos de la casta hasta la actual confrontación polarizada de bloques ideológicos, el sistema político se ha transformado radicalmente sin que la confianza hacia las instituciones y sus representantes se haya recuperado de la caída tras la crisis de 2008. El ritmo de los acontecimientos políticos de las últimas semanas en Murcia y Madrid indica que la transición del sistema de partidos está inacabada. La situación se ajusta plenamente a la definición de crisis: el statu quo pre-2015 ya no existe, pero todavía no está claro cuándo ni cómo se alcanzará un nuevo equilibrio.

Miremos hacia el espacio electoral de la izquierda, que fue el primero en alterarse con la llegada de Podemos. En sus inicios, el partido de Iglesias llegó a superar brevemente a los socialistas en intención de voto incluso entre los votantes de centro. Más tarde, durante la época de la gestora del PSOE los apoyos de Podemos entre la izquierda moderada prácticamente igualaron al de los socialistas. Sin embargo, desde mitad del 2017 la distancia entre los socialistas y Unidas Podemos no ha dejado de aumentar en ese grupo de votantes, por lo que su sostén electoral ha acabado confinado en la extrema izquierda. Para salir a competir fuera de ese espacio en el corto plazo necesita alianzas, como la que Iglesias planteó a Más Madrid. Y queda para el largo plazo el reemplazo por una líder como Yolanda Díaz, mejor considerada entre la izquierda moderada.

El principal reto para Unidas Podemos es seguramente la fijación territorial de su organización. El partido consiguió despuntar en las autonómicas del 2015 gracias a las alianzas con organizaciones implantadas en los territorios, pero algunas de esas coaliciones no han prosperado. Se quedó sin aliados en Galicia, y en esta comunidad, así como en Cantabria y en Castilla-La Mancha perdió la representación en las últimas elecciones; rompieron con los verdes en el País Vasco, la marca en Andalucía se dividió y su paso por el Ejecutivo no parece redundar en un aumento de apoyos. Ahora no podía permitirse perder Madrid si queda por debajo del 5% de votos. Aunque haya conseguido asaltar los cielos de La Moncloa, se arriesga a quedarse sin suficiente base territorial donde aterrizar y recomponerse como partido nacional cuando regrese a la oposición.

El terremoto en el espacio electoral de la derecha comenzó más tarde y parece que tardará en estabilizarse. Ciudadanos renunció a utilizar una ubicación privilegiada en un entorno fragmentado, donde el tamaño no importa tanto como la posición del grupo parlamentario y su capacidad para pactar a uno y otro lado. El partido de Rivera lo apostó todo al tamaño: ser la formación más grande de la derecha. Su estrategia acabó reforzando la política de bloques, desplazando al PP hacia el electorado más radical ante el ascenso de Vox.

Ahora el cambio de alianzas en Murcia llega demasiado tarde, cuando la debilidad electoral de Ciudadanos impide la contención de las facciones y los tránsfugas. Se necesita mucho capital político para ser bisagra y asumir los costes de cruzar la frontera ideológica en un entorno electoral volátil y polarizado. Solo hay que recordar los debates en las últimas elecciones generales, donde la crítica más repetida al programa del adversario era señalar con quién había pactado. Los pactos definiendo el proyecto político, y no al revés, como uno esperaría.

Quizás dejemos de sentir que nos jugamos el todo en las elecciones cuando los partidos se sientan más víctimas que beneficiarios de esta política de bloques. La polarización les ha confinado en su espacio ideológico, estrechado su margen de maniobra e imponiendo una rigidez en las alianzas entre comunidades autónomas difícilmente compatible con un modelo territorial descentralizado donde varían los electorados y sus preocupaciones. Los efectos de la polarización para una sociedad en pandemia han resultado mucho mayores, pero a estas alturas es poco probable que eso mueva a los partidos a dejar de cavar las trincheras ideológicas.

Sandra León es profesora en la Universidad Carlos III de Madrid y analista en EsadeEcPol.

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