Juicio al clientelismo

La tradicional negativa de nuestra clase política a depurar sus responsabilidades por fenómenos de corrupción institucionalizados antes de que se pronuncien los tribunales de Justicia -avalada en gran medida por el electorado, todo hay que decirlo- nos va a proporcionar el espectáculo del primer juicio oral en España en el que se juzgará nada menos que a dos ex presidentes de una comunidad autónoma acusados no de haberse enriquecido personalmente con prácticas irregulares, (como sería el caso del ex presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González) sino de haber consentido y tolerado una forma de hacer política que inevitablemente lleva consigo el fraude y la corrupción. Nos referimos al caso de los ERE y al fenómeno del clientelismo político.

Lo primero que hay que señalar es que es todo un logro el que se haya conseguido abrir juicio oral contra personas tan relevantes. Efectivamente, las vicisitudes de la instrucción del caso de los ERE iniciada por la juez Mercedes Alaya en 2011 son ilustrativas de la resistencia numantina de los partidos políticos implicados -y de las Administraciones por ellos controladas- cuando se pretenden depurar las responsabilidades penales de políticos de primera fila. Y dado que el mantra es que no hay responsabilidad política sin responsabilidad penal lo suyo es intentar evitar como sea que se investiguen los posibles delitos cometidos. En el caso de los ERE resulta que la supuesta responsabilidad penal afecta a la ex cúpula del Gobierno andaluz: nada menos que 20 ex altos cargos (entre ellos la ex ministra Magdalena Álvarez) y a dos personas que lo han sido todo en la política andaluza, como Manuel Chaves y Jose Antonio Griñán, que es además el padrino político de la actual presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz.

La propia Alaya ha explicado en alguna conferencia de la Plataforma por la Independencia para el Poder Judicial cuáles son los mecanismos que utiliza el poder político para obstaculizar y ralentizar una instrucción incómoda y para intentar quitarse de encima al juez instructor. Seguramente algo muy parecido podría contar el juez Ruz en su instrucción del caso Gürtel o el juez de la Mata como instructor del caso Lezo, o tantos y tantos jueces de instrucción que han topado con el poder de los partidos y con la maquinaria de las Administraciones Públicas al tratar de investigar la corrupción política. Desde ocultar información relevante para el caso o remitirla incompleta o con mucho retraso hasta racanear los medios humanos y materiales para llevar a cabo instrucciones complejísimas todo vale. Mención aparte merecen las escaramuzas utilizando a la Fiscalía General del Estado (cuya subordinación política al Gobierno de turno la convierte en un instrumento especialmente potente) o incluso a las Fuerzas y Cuerpos de seguridad del Estado si se tercia. Para completar el cuadro, las filtraciones de las diligencias que lleva a cabo el juez instructor son una práctica habitual que permite a los medios -públicos o privados- llevar a cabo sus particulares juicios paralelos, en un sentido u otro.

En definitiva, la dañina colonización de las instituciones por parte de los partidos políticos tradicionales convierte a la Administración en una poderosa maquinaria que se pone en marcha no para defender los intereses generales de los ciudadanos, sino para defender a los altos cargos imputados del partido, labor que deberían llevar a cabo sus abogados. Episodios tan chuscos como el de las acusaciones particulares que ejercen algunas Administraciones supuestamente perjudicadas por los presuntos delitos cometidos que, en la práctica, se comportan como celosísimos abogados defensores de los políticos investigados con cargo al dinero público ponen de manifiesto este problema.

Claro está que peor es cuando las Administraciones ni siquiera se molestan en disimular y renuncian directamente a la defensa de los intereses de los ciudadanos. En el caso que nos ocupa, por ejemplo, la Junta de Andalucía ha renunciado a ejercer de acusación particular y a exigir la responsabilidad civil (es decir, la compensación económica) que lleva aparejada la comisión de los delitos en el caso de los ERE. El problema es que si la Junta no lo hace, nadie más lo puede hacer dado que es ell ala ofendida por los delitos supuestamente cometidos. Cierto es que la Administración alega que se reserva la posibilidad de pedir esa compensación más adelante, cuando termine el proceso penal, pero se admiten apuestas sobre si un Gobierno del mismo color político lo hará. O incluso de otro color político, habida cuenta de que estamos hablando de mucho dinero y al final hoy por ti y mañana por mí. En fin, como suele suceder, el que previsiblemente pagará la factura volverá a ser el sufrido contribuyente, aunque siempre podrá consolarse pensando en las posibles penas de prisión para los responsables. O no.

Pero más allá de las vicisitudes procesales y de las sentencias que finalmente se dicten la gran pregunta que podemos hacernos es si este juicio al clientelismo y a la corrupción va a tener consecuencias políticas. Y no nos referimos a las consecuencias políticas hacia el pasado -al fin y al cabo los políticos encausados en el caso de los ERE ya estaban bastante amortizados- sino, sobre todo, hacia el futuro. O para ser más exactos, si va a ser servir para cambiar la forma de hacer política en España en general y en Andalucía en particular acabando con prácticas institucionalizadas como las que se han destapado en el caso de los ERE que se fundamentan en la falta total de controles de manera que altos cargos de la Junta de Andalucía pudieron disponer sin cortapisas de una enorme cantidad de dinero público que entregaron a quienes les pareció más oportuno. En este sentido, conviene recordar que también está acusado el ex interventor general de la Junta de Andalucía dado que, aunque alertó en diversos informes de la existencia de irregularidades en el sistema de concesión de ayudas públicas, no hizo nada más al respecto y siguió en su puesto. Quizás tenga algo que ver con el hecho de que se trataba de un alto cargo nombrado discrecionalmente por el Gobierno al que tenía que controlar, situación en la que por cierto se encuentran ahora mismo todos los interventores generales de las distintas CCAA, así como el interventor general del Estado o los de los ayuntamientos de mayor población.

Porque claro está, es importante reprimir conductas como las que se ponen de manifiesto en el caso de los ERE, pero mucho más importante es prevenirlas. En este sentido, existe abundante literatura especializada que explica que los controles preventivos -administrativos, básicamente- en manos de funcionarios neutrales y profesionales que cuentan con las necesarias garantías para desempeñar su tarea de controlar al poder político sin arriesgar su carrera profesional son los más eficaces para luchar contra la corrupción. Pero pese a las enfáticas declaraciones de políticos con responsabilidades de Gobierno lo cierto es que el día a día sigue desmintiendo que hayan aprendido gran cosa de los errores pasados. Por poner un ejemplo, el PSOE acaba de presentar en el Congreso una enmienda tendente a dejar sin efectos la propuesta incluida en la «ley ómnibus anticorrupción» presentada por el grupo parlamentario de Ciudadanos para dotar de mayor independencia a los funcionarios nacionales de habilitación local (tesoreros, interventores y secretarios municipales) que son los principales responsables del control de la legalidad en la actuación de los Ayuntamientos. Lo que pretende la norma es algo tan sencillo como que el controlador deje de depender del controlado aunque se ve que para el PSOE la lección andaluza no ha sido suficiente, dado que considera que no hay ningún problema en que un interventor dependa del político al que tiene que controlar. Otro tanto puede decirse de las enmiendas presentadas por el PP a otros artículos de este mismo proyecto de Ley que intentan laminar la independencia del organismo (denominado Autoridad de Integridad) que debe de velar por los denunciantes de la corrupción. Y podríamos poner otros muchos ejemplos en que se incurre en una manifiesta contradicción entre lo que se proclama (hay que luchar contra la corrupción) y lo que luego se hace (dejemos las cosas como están).

Conviene insistir: existe una relación directa entre menor corrupción y la existencia de una función pública neutral y profesional que es capaz de garantizar la aplicación de los controles preventivos de carácter técnico que están previstos en nuestras leyes. No basta con advertir de que algo es ilegal y que todo siga igual otra década. Hay una relación directa entre menor corrupción y buen gobierno, y el buen gobierno no es posible sin contrapesos efectivos al poder político que, inevitablemente, tiende a ocupar todos los espacios. Para devolver al baúl de la historia los extremos de clientelismo y corrupción que revelan los ERE de Andalucía es preciso que entendamos que necesitamos políticos sujetos a controles profesionales en manos de funcionarios neutrales. Ya decía Tocqueville que los que tienen el privilegio de dictar las leyes no pueden pretender tener también el privilegio de desobedecerlas. Esperemos que cuando dentro de unos años recordemos esta época de cambios podamos decir que 2018 desterró el clientelismo y la corrupción por considerarlos impropios de una sociedad democrática moderna y avanzada.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay Derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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