¿Juicio o no? Esta es la cuestión

En la derivación del caso Palma Arena que tiene al expresidente Jaume Matas como principal imputado han trascendido unas negociaciones entre la fiscalía y dos de los más relevantes encartados en el caso Nóos, Iñaki Urdangarin y su antiguo profesor de Esade Diego Torres. De forma confusa, las partes interesadas las han desmentido. Tanto da el desmentido: es una cuestión que ha estado y estará siempre sobre la mesa, pues es una opción perfectamente legal, de la que acusaciones y defensas hacen uso profuso, hasta en el 50% de los pleitos, según fuentes del Consejo General del Poder Judicial. Julián Muñoz, sin ir más lejos, es buen conocedor del tema. La negociación iba, se dice, por la vía de reconocerse culpable y devolver el dinero ilegalmente obtenido y, de este modo, lograr penas de prisión inferiores a dos años y, por tanto, de no cumplimiento. Este anuncio ha generado asombro cuando no indignación entre la opinión pública, dada la significación del principal imputado.

Sea como fuere no conviene llamarse a engaño. Lo que buscan estos imputados es una pena ínfima, no una rebaja que ya tienen asegurada. Al imputárseles delitos cometidos por funcionarios públicos, desde el 2003 rige una norma atenuatoria, fruto de un raro invento del Tribunal Supremo en cuya virtud los particulares que participan en delitos de funcionarios, como es aquí el caso (malversaciones, prevaricaciones, falsedades, fraude), ven su pena, de salida, reducida al grado inferior. En ningún caso se les puede imponer, con la información de hoy, penas superiores a tres años de prisión, pues las penas base en juego oscilan entre los tres y los seis años de prisión. Pero aquí podría aparecer el llamado delito continuado, que obliga a imponer la pena en su grado máximo, lo que acaso comportaría una pena, aunque rebajada, superior a dos años de prisión.

Para evitar tal riesgo, haciendo uso de otro invento jurisprudencial que equipara la reparación espontánea del daño, y previa a la apertura de diligencias, a la reparación calculada y efectuada hasta el inicio mismo de la vista del juicio oral, se devuelven los importes ilícitamente obtenidos. Así se obtiene una nueva rebaja de la pena, que supone la imposición del grado mínimo de la ya rebajada o, incluso, la pena en un grado inferior. Con este mecanismo el ingreso en prisión queda excluido. Cuestión no menor es cifrar el importe de la devolución, esto es, el importe de lo defraudado.

No obstante, no todo son ventajas. Reconocerse culpable, algo que no debe ser fácil por más que uno lo sea, supone aceptar un castigo, atenuado, pero castigo al fin y al cabo. Supone, además, recibir una condena y generar antecedentes penales. Aunque la pena de cárcel queda suspendida si no se comete ningún otro delito en un plazo de entre dos y cinco años, las penas de multa, las principales no carcelarias y las accesorias no se suspenden.

De la mayor importancia resulta aquí una de las penas privativas de derechos que acompaña a uno de los delitos en juego: la pena de inhabilitación absoluta derivada de la malversación. Esta pena produce la privación definitiva de todos los honores, empleos y cargos públicos que tenga el penado, aunque sean electivos, y la incapacidad para obtener los mismos o cualesquiera otros honores, cargos o empleos públicos y la de ser elegido para cargo público durante el tiempo de la condena. Supondría para Urdangarin la pérdida irrevocable de sus honores, anejos a su condición de esposo de una infanta de España. O sea que no es menor el envite.

Pese a los perjuicios en juego, derivados de la comisión de delitos y no merecedores de especial compasión, pero tampoco de ensañamiento, la celebración de un juicio oral comporta un riesgo mucho mayor que el perjuicio derivado del acuerdo. No solo porque las penas que piden las acusaciones pueden serlo en toda su intensidad y pueden ser, por tanto, impuestas, sino por todo lo que se diga y se oiga en la vista: la oralidad rige sin limitaciones. Lo que se diga en este juicio, si se celebra, puede tener inescindibles efectos colaterales en parientes, familiares y amigos de los imputados, y en especial en el papel desempeñado por la Casa Real en el asunto. Más allá del morbo, será un juicio dentro del juicio a la propia Monarquía.

De todos modos, aun cerrado un pacto con la fiscalía, que con toda probabilidad pilotaría directamente el fiscal general del Estado, queda otra cuestión por dilucidar, a saber: la de la acusación popular que indebidamente se ha permitido ejercer, como viene siendo habitual, al autodenominado sindicato Manos Limpias. Esta agrupación nunca debió verse legitimada procesalmente, puesto que en su objeto social no puede figurar el ejercicio de la acción penal, pero ahí está. Puede producirse, de no concluirse un más que improbable pacto con estos acusadores, el esperpento de un fiscal, si ha habido conformidad, que pase de puntillas sobre los acusados y de una acusación popular, nada popular, atizando mandobles contra todo lo que se mueva. El tiempo dirá.

Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal (UB)

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