Juntos contra el otro

Un bonito mediodía de verano en la Laguna de Arcachon, cerca de Burdeos, en un pequeño restaurante donde sirven deliciosas ostras recién cogidas. En la mesa de al lado, un numeroso grupo familiar habla animadamente mientras degusta los frutos del mar cuando, de repente, se hace un silencio. Una niña, de apenas cinco años, empieza a tararear tímidamente los primeros compases de la Marsellesa. Poco a poco va ganando confianza ante la atención que despierta. El grupo se contagia de la emoción y acaba entonando al unísono el himno nacional. La escena es festiva, no hay ni un tinte de agresividad o agravio pendiente.

Siento, de entrada, una cierta envidia de no contar con un himno nacional que conmemore, como hace la Marsellesa, una revolución triunfante en la que los ciudadanos se hacen dueños de su destino. La nación, tal como ahora la entendemos, fue un elemento revolucionario y progresista, a través del que se creó un corpus único de ciudadanos iguales que dejaba atrás los viejos privilegios. Y siguió siendo un elemento de progreso en todo el proceso de descolonización que se desarrolló a lo largo del siglo XX. Pero al mismo tiempo generó su versión más repulsiva como movimiento de reacción. Como tal se apropiaron de él el nazismo, el fascismo y todos sus epígonos, entre ellos el régimen de Franco.

El nacionalismo español no puede evitar la asociación con el régimen que lo utilizó hasta la saciedad en su versión más zafia y agreste. Los que suspirábamos en nuestra juventud por la conclusión de esa etapa negra de nuestro país seguimos asociando la bandera de España y la Marcha Real, adoptada como himno “nacional” mudo, a la efigie del dictador que se nos proyectaba al final de cada sesión televisiva. Los pactos de la transición implicaron que la izquierda aceptara a regañadientes la monarquía heredera del régimen de Franco, su himno y su bandera. Se maquilló la bandera con el escudo constitucional, pero se extendió por España un sentimiento generalizado de mayor afiliación a los nuevos entes que surgieron del Estado de las Autonomías que a los símbolos comunes. El himno, la bandera y, en general, el nacionalismo español quedaron guardados en el armario, priorizándose nuestra proyección hacia Europa y el resto del mundo.

En ese contexto, España se asentó como un país respetado internacionalmente, admirado por su transición a la democracia y capaz de organizar eventos tan relevantes como los Juegos Olímpicos de Barcelona o la Expo Universal de Sevilla, en 1992. A casi nadie le avergonzaba, ni siquiera en Cataluña o el País Vasco, afirmar su condición de español. Aunque ni siquiera el Partido Popular enarbolara entonces la bandera del nacionalismo hispano, fue el momento en el que el sentimiento de pertenencia estuvo más elevado en nuestro país.

Pero el nacionalismo es persistente, sobre todo porque tiene un discurso que, en momentos de crisis, es fácil de hilvanar. Cuenta con símbolos, convoca un sentimiento común de afiliación y, sobre todo, se alimenta de lo que con mayor eficiencia puede unir a un grupo, que es el enemigo común. En su momento originario el nacionalismo se opone a la tiranía o al imperialismo, pero en su versión reaccionaria, se articula en torno al rechazo al “otro” al que atribuye todos los males del grupo. El nacionalismo francés en su versión moderna, ha dejado de ser progresista aunque su himno nos siga emocionando. El Frente Nacional se ha apoderado de los símbolos, articulando el discurso contra dos enemigos, por un lado Europa y por otro la inmigración.

En España no tenemos partido parlamentario de extrema derecha. No es necesario. La derecha española está envidiablemente unida. Lo estuvo en el régimen franquista, que la englobaba en su generalidad, y lo está en democracia en torno al Partido Popular. Es éste quien articula el discurso nacionalista y lo retoma si lo considera conveniente. Y en estos momentos está claro que le conviene enarbolarlo contra su fantasma sempiterno, el separatismo: “antes una España roja que rota”. Rajoy sabe que la agitación del problema catalán puede darle más votos que la llamada al diálogo. En un ambiente crispado, la bandera de España es de la derecha, por mucho que los líderes socialistas, e incluso Podemos, pretendan hacerla suya.

Y Artur Mas entendió también, el 11 de septiembre de 2012, que la única posibilidad que tenía de perpetuarse en el poder era dejar atrás el “gobierno de los mejores” que prometió en 2010 para envolverse en la enseña nacional catalana y allí dentro esconder todo lo demás: recortes, corrupción, ineficiencia... A pesar de que la jugada no le salió como pretendía, su “astucia” le ha permitido enterrar la herencia de su padre político sin hundirse definitivamente en el fango. Pero para ello ha tenido que exacerbar el discurso de la negación. Todos los males de Cataluña deben imputarse al otro, en este caso a España. Ni asomo de autocrítica, ni el más mínimo esfuerzo por revisar lo que ha hecho la Generalitat durante estos años. Parece que, por arte de magia, con la secesión nos convertiremos en Suecia u Holanda, cuando la administración autonómica creada por el partido del presidente de la Generalitat es tan ineficiente y opaca como las demás. Lo que aglutina a Junts pel Sí, el único punto que les une y que pretenden que articule la ola nacionalista catalana, es no a España.

Aunque no creo que fuera éste su móvil inicial, Rajoy y Mas comparten un objetivo y una estrategia comunes. El objetivo es el propio de todo político sin escrúpulos, mantenerse en el poder a toda costa. La estrategia, crispar la situación. Curiosamente son dos personajes fríos; nada dados a la demagogia fácil; racionales y reflexivos. Pero ambos dirigentes, acosados por escándalos de corrupción en sus respectivos partidos, han calibrado que la única posibilidad que tienen de conservar sus respectivas parcelas de poder es no entendiéndose.

El nacionalismo no triunfará en España ni en Cataluña, aunque sí es posible que nos debilite. Porque hoy en día, ni siquiera el nacionalismo francés fortalece y cohesiona a Francia, sino que la fragmenta y la convierte en campo de batalla. Mucho menos nuestro histriónico nacionalismo español o el catalán, alimentado sólo de agravios.

Sí fue ilusionante el proyecto de la transición y puede volver a serlo, un proyecto que recupere lo mejor de ese ser plural y creativo, apostando por un nuevo pacto constitucional, la regeneración de la política y la sociedad del conocimiento. No se trata de buscar chivos expiatorios sino de analizar con autocrítica lo que se ha hecho mal, que es mucho, y construir sobre bases sólidas, que las hay, un proyecto progresista de convivencia en común.

Miguel Trias Sagnier es catedrático en ESADE Business and Law School.

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