Justicia al Borbón

España cuenta con algunos de los mejores reyes de todos los tiempos: Isabel I, Fernando II (y V), el regente Cisneros, Carlos I y Felipe II.

La situación empeoraría con los Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), si bien, como reconociera R.T. Smollet: “Los españoles hasta la batalla de Rocroi, que inició su decadencia, fueron indiscutiblemente la primera nación de Europa”.

No obstante, existe una extraña obsesión por incidir y engrandecer nuestros periodos de decadencia, como si estos fueran patrimonio exclusivo de nuestro país. En especial, predomina una corriente nada inocente que sostiene que nuestros males vendrían del cambio de dinastía con los Borbones. Pero dicho análisis suele ser de trazo grueso, sin entrar en detalles, ni hacer estudios comparados, ni distinguir reinados. Y, para ser justos, conviene al menos distinguir tres fases.

En primer lugar, encontramos los Borbones mayores (Felipe V, Fernando VI y Carlos III) que no lo hicieron tan mal, sobre todo si comparamos con lo que había fuera. Ciertamente, como resultado de la guerra de Sucesión (que no iniciaron los Borbones) España perdió sus posesiones en Europa, además de Menorca y Gibraltar.

Pero luego Felipe V recuperaría Menorca, Nápoles y Sicilia, mientras los Decretos de Nueva Planta, a pesar de su mala fama, supusieron la modernización económica del país, favoreciendo especialmente a… Cataluña (G. Tortella).

Por su parte, durante los 13 años (1746-1759) del rey olvidado Fernando VI, España se desarrolló, no participó en guerras, solventó sus deudas y se gobernó con buenos ministros, como José de Carvajal y Láncaster y el marqués de la Ensenada.

Finalmente, Carlos III (1716-1778), el rey ilustrado por excelencia, continuaría con la política de rodearse de buenos ministros: Floridablanca, Olavide, conde de Aranda, Campomanes… Fue también el siglo de Feijoo, Cabarrús (que defendió una escuela común y sin distinciones para todos) o Gaspar de Jovellanos. ¿Decadencia?

Si existe decadencia es a partir de los Borbones menores (Carlos IV, Fernando VII, la regente Mª Cristina e Isabel II), aunque también ayudaron las cinco guerra civiles del S. XIX (afrancesados/patriotas, entre españoles de ambos hemisferios y las tres carlistas).

Todo empezó con la mala elección del in-válido Godoy, quien cedió a las presiones inglesas, reduciendo el mantenimiento de la flota hasta debilitarla lo suficiente como para que los ingleses pudieran destrozarla sin muchos problemas en Trafalgar junto a nuestros (supuestos) aliados franceses.

Poco después, el tirano y déspota Napoleón (quien incomprensiblemente cuenta con una corte de halagadores en nuestro país) decidiría invadirnos, pagando así nuestra colaboración.

De todos ellos, tal vez destaque Fernando VII, quien en tiempo récord pasó de rey deseado a rey felón. No sólo pecó de arrogancia, sino también de falta de visión de Estado.

Podía haber sido el primer rey constitucional liberal (si hubiera reconocido la Constitución de Cádiz) y haber salvado al Imperio, de haber aceptado las ofertas de Bolívar y San Martín para constituir una Confederación Hispánica o crear un reino hermano bajo Carlos María Isidro (lo que hubiera evitado tal vez igualmente las guerras carlistas), si bien algunos agentes ingleses contribuyeron a que el potencial pacto fuera fallido (M. Gullo). Y, sin embargo, conviene no olvidar que el Museo del Prado se abre bajo su mandato.

En todo caso, este periodo terminaría con el triunfo de la Revolución de 1868 cuando Isabel II es invitada a marcharse.

Aquí podría (¿debería?) haber finalizado el periodo Borbón en España, pero sus dos alternativas fracasaron: tanto el intento de introducir una nueva dinastía con Amadeo de Saboya como la Primera República.

El primero se fue diciendo: “Si fuesen extranjeros los enemigos de [España] entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles”.

Y la República nacería ya fallida cuando su primer presidente (el catalán Estanislao Figueras) dio un portazo exclamando: “Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros”, a lo que siguió una tendencia disgregadora donde se declararía estado independiente hasta Jumilla.

Estos y otros fracasos obligan a llamar a los neoborbones: los Borbones constitucionales, con poderes más o menos limitados (Alfonso XII y Alfonso XIII) y los Borbones parlamentarios (Juan Carlos I y Felipe VI), donde el rey encarna determinados valores, pero sometido a la soberanía popular (me remito a la Tercera del profesor Berzosa: “Monarquía es Democracia”).

Tampoco puede hablarse aquí de decadencia, a pesar de los desastres de 1898 y del Annual (somos el único país que llama desastres a sus desastres). Alfonso XIII creó la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (1907) y la mayor ciudad universitaria de Europa (la Complutense) levantada en terrenos cedidos por el propio rey (cuando aún poseía grandes propiedades como otros monarcas).

Era una nación industrial que alcanzó el máximo nivel de población y participaba activamente en la política internacional, donde resurgió la cultura y el mundo académico gozaba de gran nivel, con más de 4.000 mujeres universitarias (1930).

En cuanto a la dictadura de Primo de Rivera, tiende a olvidarse que su advenimiento fue apoyado por el PSOE y por el catalanismo (Cambó), pero paradójicamente sólo se hace responsable a Alfonso XIII, siendo este también el que acabó con ella cuando estimó que había cumplido su función.

Posteriormente, tras la partida del rey tras unas polémicas elecciones municipales, la Segunda República desaprovechó el gran consenso social y político con el que nació (hasta Franco entonces la apoyaba), fracasando de nuevo y dando pie a una cruenta guerra civil y 37 años de régimen totalitario.

Por tanto, siendo conscientes de lo que sucedió después, cabe preguntarse ¿qué habría ocurrido de haberse mantenido la monarquía en España en 1931?

Probablemente, la institución habría evolucionado en línea con sus homólogas británica, sueca, noruega… si la clase política hubiera acompañado de forma paralela dicha evolución, claro. Nos habríamos ahorrado la Guerra Civil y en lugar de discutir por los desaparecidos de uno u otro bando, el rey habría vuelto a abrir su célebre Oficina Pro-Cautivos (que salvó de la muerte a cerca de 91.000 personas en la Primera Guerra Mundial) para ayudar a encontrar los desaparecidos de los demás, y España habría aprovechado nuevamente su neutralidad para crecer económicamente.

En todo caso, con la segunda vuelta de los Borbones en la persona de Juan Carlos I, España ha experimentado uno de los periodos más brillantes de su historia, con pactos de Estado (el consenso) y logrando en tiempo récord construir una de las mejores democracias del mundo (según registros internacionales).

Esta fase continúa hoy con Felipe VI, probablemente uno de los reyes más preparados y transparentes de nuestra historia.

En conclusión, los principales problemas de España no han venido de los Borbones, pues cuando estos se han marchado no sólo no los hemos resuelto, sino que han aumentado, prevaleciendo el sectarismo cainita, el localismo extremo y unas elites mediocres y carentes de altitud de miras.

¿Seguro que queremos volver a las andadas y andanadas? Aprendamos las lecciones que ofrece gratis la historia, no vaya a ser que al actual rey le dé por leer la carta de Amadeo y vuelvan el desgobierno y los enfrentamientos fratricidas.

Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *