Las dificultades para llegar a un acuerdo en materia de actuaciones contra el cambio climático tienen su origen en tres propiedades relativamente nuevas de este fenómeno: su carácter antropogénico, su universalidad y la densidad de interacciones que están en juego. Debido a lo primero, ha surgido un nuevo ámbito de deliberación e intervención en lo que antes era una fatalidad sobre la que no había que tomar ninguna decisión. El tiempo y el clima, paradigmas de lo que viene dado, son actualmente unas realidades parcialmente modificables por los seres humanos y, por tanto, sólo ahora objeto de controversia. El clima ha experimentado un cambio de naturaleza y apreciación similar a otras realidades como la salud, la intimidad o las desigualdades: han pasado de ser hechos inevitables a constituirse en variables dependientes y, por tanto, en un asunto de ciudadanía democrática como cualquier otro. El tiempo era antes, podríamos decir, un tema insípido para las conversaciones de ascensor y ahora se ha convertido en objeto de debates apasionados.
La segunda característica de este nuevo problema es su universalidad, es decir, el hecho de que afecte a todos indistintamente, que no haya espacios protegidos del cambio climático ni estrategias territoriales para limitar su alcance. Aunque también es cierto que no afecta exactamente de la misma manera a quienes viven en un espacio u otro, a ricos y a pobres, o a países cuyo nivel de desarrollo puede o no permitirse determinadas autolimitaciones. Si la afectación universal es un motivo para ponerse de acuerdo, la desigualdad en la afectación es la causa de que haya distintos intereses que dificultan el acuerdo.
La tercera fuente de complejidad procede de la red global de interdependencias ante la que nos encontramos. No se trata tanto de la cantidad de autores que intervienen como de la complejidad de los criterios de justicia que se hacen valer en las negociaciones. Este tipo de acuerdos pone a prueba la capacidad de la humanidad para llegar a un compromiso en el que se equilibren intereses contrapuestos y distintas pretensiones de justicia. Y es que los daños no están geográficamente distribuidos con criterios de igualdad, no es un asunto neutral, sino que hay quien pierde más que otros. De ahí que el cambio climático se haya convertido en parte de la esfera política.
En las negociaciones para los acuerdos sobre cambio climático no se discute propiamente sobre el clima, pues nadie cuestiona la necesidad de un acuerdo de intervención para frenar el cambio climático. Los Estados parecen entenderse sobre el principio de una acción determinada contra el calentamiento del planeta, pero siguen profundamente divididos en cuanto al reparto de los esfuerzos entre los países avanzados y los países en vías de desarrollo. Lo que es objeto de controversia son los criterios de justicia a partir de los cuales se han de tomar las decisiones correspondientes, quién, cómo y cuándo carga con qué peso en favor de la protección del medio ambiente, algo que no tiene tanto que ver con el agua, el aire y los árboles como con el empleo y el bienestar. Los países menos desarrollados no entienden por qué deben asumir los costes del desarrollo irresponsable de las naciones industriales. Los países de Asia o del antiguo bloque soviético no quieren amenazar su proceso de recuperación económica, mientras que las economías más avanzadas se resisten a ser quienes paguen por el resto del mundo. Y los más desarrollados creen que serían injustamente afectados por las restricciones. Los intereses contrapuestos apenas permiten avanzar en los compromisos.
La convención marco de Naciones Unidas sobre el cambio climático ha sido construida sobre la base de un principio de responsabilidad común pero diferenciada según las circunstancias de cada país (artículo 4). Esta disposición ha supuesto de hecho una coartada para la falta de compromiso de reducción por parte de los países en vías de desarrollo y emergentes, posición que ha sido confirmada en el Protocolo de Kyoto. Estados emergentes como China -y más aún India- no han mostrado hasta ahora ninguna disposición a renunciar a las ventajas que de este modo se les conceden, incluso aunque un compromiso de este tipo no debería efectuarse antes de un plazo de 10 o 20 años. Al mismo tiempo, han suspendido cualquier iniciativa en esta dirección condicionándola a que los países industrializados -y especialmente Estados Unidos- demuestren que van a realizar esfuerzos sustanciales para disminuir las emisiones.
Los países en vías de desarrollo han desarrollado dos líneas de argumentación a este respecto. La primera concierne a la "responsabilidad histórica" por el carbono que han emitido hasta ahora las economías desarrolladas. Estos países avanzados han agotado una gran parte de la capacidad de la atmósfera para absorber el carbono y deberían compensar a los países en vías de desarrollo por esta "expropiación". El argumento es serio pero cabría plantearle ciertas objeciones. Los países ricos no han actuado con conocimiento de causa; se han desarrollado con la convicción -hasta hace poco casi universal- de que la atmósfera era un recurso infinito. Además, los "expropiadores" están muertos y enterrados. Sus descendientes, aunque pudieran ser identificados, no deberían ser considerados como responsables de actos que no han cometido. Estas objeciones no anulan del todo el argumento de la "responsabilidad histórica" ya que las economías desarrolladas se benefician enormemente de su industrialización pasada.
La segunda línea de argumentación de los países en vías de desarrollo concierne a la justa distribución de las emisiones futuras de carbono. Supongamos que las emisiones globales sean controladas gracias a los permisos de emisión. Los países en vías de desarrollo consideran que esos permisos deberían ser distribuidos sobre la base de la población o de la renta per cápita. Si se toma como criterio la población, el razonamiento es de orden jurídico: cada ser humano tiene el mismo derecho a utilizar el carbono global. Sobre la base de la renta per cápita, el argumento es igualitarista: los permisos deberían concederse a los más pobres para que alcancen el nivel de los otros. Estos dos principios implican que tales permisos deben ser concedidos a las economías en vías de desarrollo, ya sea porque ellas representan la mayor parte de la población mundial, o bien porque representan a la mayor parte de los pobres del mundo. El problema es que estos principios mencionados no son generalmente reconocidos en las relaciones internacionales. Si no existe, por ejemplo, acuerdo alguno sobre el principio de reparto de los recursos naturales, ¿por qué va a haberlo en lo que se refiere a la atmósfera?
Para salir de este laberinto el economista Vijay Joshi proponía aplicar en este asunto un principio que es ampliamente aceptado como condición mínima de imparcialidad: actuar sin hacer daño. En el contexto del cambio climático, la aplicación de este principio equivaldría a permitir que los países en vías de desarrollo reduzcan sus esfuerzos hasta que hayan eliminado la miseria. Se trataría de consentir que mantengan su actual ritmo de crecimiento durante algún tiempo (más amplio para África que para China, por ejemplo), tras el cual la concesión de esos permisos sería progresivamente reducida. Para acelerar el movimiento de convergencia se podría favorecer la transferencia de ciertas tecnologías a los países menos desarrollados de manera que éstos puedan reducir el coste de sus esfuerzos.
Las negociaciones sobre el cambio climático son tan importantes que nadie se puede permitir el lujo de instalarse en las propias posiciones. Para el éxito de las negociaciones son clave las cuestiones de adaptación, si es que se quiere incluir en los acuerdos a países como China, India o Brasil, ya que ellos representarán en un futuro próximo una gran parte de las emisiones mundiales. Y para ello es esencial realizar el reparto en un espíritu de justicia. Por supuesto que las concepciones de la justicia son tan diversas y controvertidas como los intereses. Precisamente por eso la habilidad política es insustituible a la hora de construir un compromiso entre las diferentes partes.
Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.