Justicia de pueblo

Acababa de empezar a trabajar en mi segundo destino, un Juzgado de Primera Instancia e Instrucción con competencias en materia de Registro Civil y Violencia de Género: el pack completo. Entre los muchos papeles que tenía sobre mi mesa, había un procedimiento pendiente de firma. En ese expediente figuraba la rúbrica estampada, años atrás, por otro juez de pueblo como yo, un tal Fernando Grande Marlaska.

Ese nombre me hizo levantar la vista de la resolución y ponerme a mirar lo que tenía alrededor: un despacho con humedades, un sillón con la tela raída y una puerta que a duras penas cerraba a la que, sin llamar, cualquier persona que reclamara justicia podía asomarse para preguntar: “¿qué hay de lo mío?”; y esto último no es una forma de hablar. Me sucedió a la semana siguiente. Tal cual.

Aunque resulte una obviedad, me di cuenta entonces de que los magistrados de la Audiencia Nacional o del Tribunal Supremo también pasaron por aquí, por estos cajones de sastre en los que todo es posible, desde resolver una excepción de litisconsorcio pasivo necesario hasta investigar una red ilegal de peleas de gallos. “Remar en galeras”, lo llama una compañera. Esa es la justicia, así con minúsculas, que afecta en su día a día a los ciudadanos: la que imparten los jueces de pueblo.

“De pueblo”. Es importante ese apelativo. Si hubo un tiempo en el que ser de pueblo conllevaba una connotación peyorativa, afortunadamente hoy se valoran las cosas de pueblo como auténticas. Como el pan de pueblo. Quedémonos con este concepto, los que tienen pueblo lo sabrán bien. El alcalde de pueblo es el que sube con la escalera a enganchar el cable para que la orquesta pueda tener luz y empiece la verbena. El cura de pueblo es el que coge esa misma escalera para arreglar las tejas de la iglesia del siglo XVII y acabar con las goteras. El médico de pueblo es el que se levantaba a las cuatro de la mañana para ayudar en el parto de una vaca porque el ternero venía mal. El juez de pueblo es eso mismo.

El juez de pueblo es el que va a reconocer sobre el terreno para decidir de quién es la linde, la pared o el desagüe sobre los que discuten dos vecinos. Pero a la vez, es quien instruye un sumario de miles de folios en el que emite una orden europea de detención cuando en su pequeño partido judicial se descubre una organización criminal de trata de seres humanos que opera desde distintos países pero el cabecilla de la trama vivía justo enfrente de su juzgado.

El juez de pueblo es el que tira la moneda al aire para decidir a qué partido político se asigna el vocal de la Junta Vecinal porque en las últimas elecciones municipales ha habido un empate en el número de votos. Pero a la vez, es el que debe conocer hasta el último artículo de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General para velar por su escrupuloso cumplimiento durante la celebración de los comicios.

El juez de pueblo es el que recibe a los familiares de una persona con algún tipo de discapacidad intelectual, escucha su historia, les ve llorar y determina si se adoptan medidas como su internamiento en un centro especializado. Y a la vez se convierte en ese “tercer progenitor” que tiene que resolver si un menor, cuyos padres mal avenidos no son capaces de ponerse de acuerdo, va a un colegio o a otro o si hará o no la Primera Comunión.

El juez de pueblo es el que le permite recuperar su dinero al declarar nula la cláusula de la hipoteca que usted contrató para poder comprar su casa tras un proceso en el que los abogados de la entidad, que llegan de la capital, siguen negándose a llegar a acuerdos porque reciben órdenes de arriba, a pesar de que la controversia judicial está resuelta hace tiempo.

El juez de pueblo es el que, tras terminar cualquiera de estos juicios, normalmente varios de ellos en la misma mañana, despacha una ronda de juicios rápidos por las alcoholemias que ha practicado la Guardia Civil en plenas fiestas patronales, continúa la jornada celebrando cuatro o cinco bodas civiles y concluye firmando una orden de protección para una mujer víctima de violencia de género solicitada por un fiscal de guardia al que, en ocasiones, no puede ver porque se ha congelado la imagen de la videoconferencia.

Eso sí, en un día ajetreado como este, siempre hay quince minutos para tomar un café con el forense, con el policía, con el fiscal o con cualquier funcionario de la oficina judicial para desconectar un poco. Aunque lo normal es acabar hablando de las carencias de medios humanos y materiales que sufren estos juzgados de pueblo y que tienen que suplirse con buena voluntad.

Todo esto es la justicia con minúsculas, la que imparte el juez de pueblo, la que le toca a usted más de cerca. La Justicia con mayúsculas, esa que se critica porque está politizada, es otra cosa. Por eso, cabe recordar, especialmente a quien la critica, que la Justicia emana del pueblo, en el sentido más literal del término.

Raquel García Hernández es magistrada y portavoz territorial de Cantabria de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria.

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